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2. Ventila la casa

No recuerdo ningún momento de mi vida en el que estuviese tan excitado como en aquel momento dirección al hogar de Antonio Lino. Nunca habíamos tenido en nuestras manos un caso de tal envergadura, a su lado, pillar a la señora Eulalia sabotear el jardín de su vecina o al pequeño de los Ramones robándole pimientos al pobre del señor Domínguez se quedaba más que pequeño, ¡Minúsculo! Notábamos como la adrenalina corría por nuestras venas y nublaba nuestros cerebros, tanto, que emprendimos rumbo con apenas un par de mudas limpias en nuestras maletas. Habíamos tomamos mi viejo coche e iniciamos un largo y aparentemente interminable viaje en carretera sin apenas dinero en nuestros bolsillos.

Después de varias horas dando vueltas y decenas de consultas a lugareños que andaban casualmente por la zona, conseguimos llegar. El señor Lino nos recibió en el porche con sonrisa abierta pero mirada profundamente triste. Nos enseñó cada habitación de su enorme hogar, incluida la terraza, la cual colgaba sobre un acantilado y donde supuestamente tuvo lugar el accidente. Marcos y yo estuvimos varios minutos en silencio, observando las sobrecogedoras y vertiginosas vistas desde la barandilla, con precaución.

–Pobre crío...– murmuró entre dientes mi compañero, horrorizado por su propia imaginación.

Sin poder aguantar ni un segundo más en aquel sitio, me apresuré a romper la incómoda tensión que se había formado entre nosotros– ¿Podríamos ir a algún otro sitio para hablar?

–Por supuesto, – contestó el señor Lino. –Acompáñenme, todavía deben conocer a las chicas.

Y así hicimos. Le seguimos hasta el salón, donde nos aguardaban en el sofá: Susana, su mujer, y Francesca, la asistenta. A primera vista, Susana lucía deshecha por dentro y por fuera, pero Francesca, a la cual nos costó enormemente entender lo que decía por su marcado acento,  apenas expresaba nada. No quisimos sacar conclusiones anticipadas, las personas encajan la pena de distinta forma. 

–Deberíamos empezar con las preguntas –atajó Marcos–, si no les importa. – puntualizó rápidamente. Todos los presentes le hicieron caso y se acomodaron en el amplio sofá del salón. – Estamos aquí porque se tienen las sospechas de que lo que le ocurrió al pequeño Gonzalo no pudiera ser únicamente un accidente.

–¿Cómo? –Preguntó desconcertada la mujer– ¿De qué están hablando estos señores, Antonio? ¿Por qué insinúan que nuestro hijo no murió en un accidente...? ¿¡Quién diablos son!? –exigió saber.

–Tranquilízate, cariño... Verás... Es que... –el señor Lino paseaba nerviosamente su mirada sobre nosotros en busca de ayuda.

–Solo es un trámite rutinario, no se preocupe señora. –se apresuró a explicar Marcos– Únicamente queremos corroborar que la policía está en lo cierto.

– ¿Es que es posible que se hayan equivocado? – preguntó  con dudosa esperanza en su voz.

–Siempre es posible equivocarse, señora.– contesté serenamente. La mujer asintió derrotada, no sin antes soltar un sonoro suspiro por su boca.

–¿Podría relatarnos cómo pudo ocurrir el supuesto accidente? –demandó Marcos mientras se dirigía a aquella desolada mujer.

–Gonzalo tenía siete años, todavía no llegaba a asomar la cabeza por encima de la barandilla pero tenía la estúpida manía de subirse al poyete. –se tomó unos segundos y tragó saliva. – Eran las cinco de la tarde. Mientras mi hijo estaba jugando en la sala de estar con su pelota, subí al piso de arriba para arreglarme. Había quedado con mis amigas aquella tarde –la voz se le quebró, estaba a punto de llorar–. La puerta de la terraza estaba abierta y se le debió de escapar la pelota –sus lágrimas rodaron por sus mejillas –. Aquel día, el mar estaba revuelto y las olas chocaban con fuerza contra las piedras... Debió de parecerle curioso y se asomó a la barandilla...– las lágrimas se convirtieron en llanto.

–Tranquilízate Susana... –su marido le frotó el hombro en un intento vano por consolarla.

– ¿Hacia mal día? –nada más terminar mi pregunta pude notar cómo la mirada desconcertada de todos los presentes se clavaban en mi – Ha dicho usted que el mar estaba revuelto, por lo que hacía mal día... Pero aun así estaba la puerta de la terraza abierta...

Susana abrió la boca con intención de contestarme pero de ahí no salieron otra cosa que llantos incontrolados. 

–Abrí para que la habitación se ventilara, señor.– intervino Francesca.

–¿A las cinco de la tarde?

–Es que limpié el horno con productos químicos y quería que se quemaran. Salió mucho humo. –se excusó.

–¿Y a qué hora comieron? ¿Y el qué?

–Comimos cordero asado a las tres. ¿A qué vienen estas preguntas? – demandó saber Susana con la voz tan fría como el hiela, tanto que se podía patinar sobre ella –¿Qué será lo siguiente? ¿Saber qué sujetador me puse aquel día?

–Toda pregunta tiene su motivo, señora. –contestó cortésmente mi compañero – Me temo que deben de disculparnos, –se levantó de su asiento, yo le imité. –debemos de registrarnos en el hostal antes de las ocho o nos quedaremos en la calle esta noche.

Los tres entendieron el por qué de nuestra huida repentina y nos acompañaron hasta la entrada. Al entrar en nuestro auto, Marcos no pudo aguantar la emoción y estalló–¿Viste el horno que tenían? –Asentí–¿Cuántos años tendrá? ¿Diez? ¿Doce años? Esos hornos no se enfrían tan rápidamente por lo que...

–Por lo que Francesca miente. –sentencié son firmeza.–¿Pero por qué? ¿qué motivo tendría para matar al crío?

–Tal vez solamente obedecía órdenes...

–¡No digas tonterías, Marcos! ¿Cómo una mujer iba a hacer algo así con su hijo?

No respondió, se limitó a encogerse de hombros. Arrancó y condujo con cuidado por aquella serpenteante carretera mientras nos preguntábamos cuáles serían nuestros siguientes pasos.

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