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Nunca hagas promesas que no vas a cumplir.

Nemeth.

Bueno, ¿cómo puedo empezar? Creo que te informaré lo que es el entorno al que nos vamos a sumergir.

Helix es regido por las malandanzas de un país impúdico, digno de ser el tercer hermano mayor del continente americano. Un lugar infestado de ratas. Donde se transpira el engaño, se desayuna la hipocresía y se mata el tiempo con querer lo que el prójimo tiene.

Era normal que la mayor miseria de seres humanos se ahogaran en la relativa tortura que llamaban rutina, cuando se vivía en la zona norte de la capital. Estar bien posicionado en un distópico país con altibajos, sin la palabra transparencia en el vocablo. Ver a la persona con la que se planeó una vida, convertirse en lo que una vez despreció, hasta que aquello les hizo tomar un rumbo diferente refiriéndose a su persona. Comer todos los días a pesar de la hambruna que hay en muchas partes, como en su contraparte —la zona sur—, siendo sus habitantes de los afortunados que tienen privilegios.
Nada distinto a otros países hermanos, ¿quizás y por la mayor natalidad de muertes por semana, superando a tres de los países más peligrosos de LATAM juntos? Siendo camuflados por los retrovisores que enfocaban la prosperidad que los altos funcionarios otorgaban a los de su calaña, trayendo nuevas atracciones turísticas y logros con mantener su moneda entre lo más alto a nivel internacional.

—¡Cuchurrumím! Dijiste que solo seríamos tú y yo —exclamó Yonder Pulicic, una niña con menos de quince años, de ceño fruncido. De un overol con pantalones cortos que le cubría la piel pálida, de menor estatura que el resto, y grandes anteojos que adornaban sus redondos ojos celestes—.  Prometiste que hoy terminarías de leer el último capítulo de nuestro libro —extendió el libro en mano hasta la altura del rostro de su amigo—. ¿Qué hace ella aquí?

—Eso mismo digo. Se supone que hoy empezaríamos a leer la novela que te había contado —contrarrestó Isela Benedetto, una chica pelirroja, al otro costado del único varón enmedio de ambas, más alta que la morena, de pecas, sosteniendo una bocina de bolsillo, junto a la canasta con bocadillos hechos a mano—. Fantasmin, incluso me dí el tiempo de hacer toda mi tarea para preparar tus sandwiches favoritos. Quiero una explicación, y sin excusas, Zinder Raymundo Croda Jeager. ¿Por qué invitaste a mi enemiga?

Aunque, el tipo de percances en la vida alrededor todavía no tocaban a la puerta de aquel trío de jóvenes, quienes dos de los tres recriminaban al niño de tres años menor que ambas, que aturdido estaba, pero sonriente para demostrar la alegría en su ser, semejante a un choque de compromisos con distintas personas, puesto que, de no ser por su elaborado plan desde un inicio para juntar a dos de sus personas más importantes, juraría haber temido por quebrantar la confianza que ambas adolescentes tenían en él.

—Vamos, no sean así —dijo Zinder Croda, el niño de once años, mientras se dispuso a tender una manta de cuadros rojos con azúl sobre el podado césped debajo del inmenso árbol de hojas lilas, a metros del columpio que componía la punta del parque sobre la colina, con vista a la imponente ciudad a sus pies—. Hace aproximadamente un año que los tres no pasamos un rato juntos. ¿Por qué dejaron de llevarse bien? ¿Ya se olvidaron de los sábados de pijamada? —suspiró, volviendo a mirarlas con aflicción—. ¿Puedo saber lo que pasó entre ustedes?

La mirada conflictiva que ambas chicas se dirigieron iba más lejos de lo que podía denominar un capricho piadoso, aun cuando sus emociones estaban años luz de compararse con la avaricia de un adulto.

Ambas chiquillas habían sido criadas con la mayor de las atenciones a su alrededor. Ya sea por elogios de los profesores en la academia por el adelantado conocimiento para la edad que tenían, o en casa por el plan de vida que tenía cada una, en su respectivo roll como futuro orgullo para la sociedad.
La cuantía era lo de menos, ellas estaban acostumbradas a ser el retractor principal, aunque la mayoría de veces les resultaba innecesario. Pero eso cambiaba cuando se encontraban con la única persona que ellas consideraban importante, además de sí mismas. El chico que las miraba con cierta angustia, levemente descontento. La principal causa del por qué les resultaba difícil estar juntas en un mismo lugar, cuando se trataba de Zinder Croda.

—Es posible que no lo notes para la corta edad que tienes, o porque no estamos en la misma área del instituto —contestó Isela, bostezando por el cansancio que sentía de la situación—. Yonder y yo nunca tuvimos una buena relación.

—Por primera vez, estoy de acuerdo con ella —prosiguió Yonder—. Si en el pasado nos llegamos a tolerar, fué para no hacerte sentir mal. En realidad, nosotras nos despreciam...

—Por favor, ya dejen de mentir —interrumpió el chico, volteando al frente, donde faltaban pocos minutos para que comenzara a disminuir el calor de la tarde, sentándose encima de la manta, al tiempo que invitaba al par para hacer lo mismo con unas palmadas al suelo, a su costado para quedar como mediador entre ambas, junto a una sonrisa llena de inocente confianza—. Lo he visto. A ustedes no les molesta estar juntas, o hablar con naturalidad en otros lugares. Pero —vaciló— eso cambia cuando yo estoy —alzó la vista al tenerlas paradas, obstruyendo la luz solar—. ¿Hice algo que las hizo enojar para que se sintieran incómodas a mi lado?

Ellas eran incapaces de aceptar que, en efecto, él era la razón para que tuvieran diferencias. Una parte de ellas albergaba una pizca de envidia, celos y avaricia de una sobre la otra. Aunque no tenían la edad para pensar la situación en Zinder como una relación que pudiese rebasar una amistad, ganada por los momentos que habían pasado desde que ellas lo vieron desde la cuna.

No obstante, ese orgullo de querer la atención del amigo de hace años seguía ahí, ya que detestaban compartir. Hasta cierto punto dirían que esos sentimientos eran de cariño por él, uno que quizás, con el tiempo pudiera escalar más a fondo.
Que quisieran tener la amistad total de Zinder no querría decir que estuviesen a su lado por mero egoísmo. Ellas lo apreciaban, tanto para estar en la situación de ese día. Por lo que llegaron a un acuerdo, donde cada una pasaría un día para tener tiempo con él, como un par de niños que forjaban un vínculo inquebrantable, con la garantía que no serían irrumpidas por la otra. Algo que el chico estaba malinterpretaba con aquellas acciones.
En pocas palabras: eran demasiado egoístas para compartir tiempo con la persona más especial que tenían. Aún si se trataba de familias de sangre, como en su caso.

Ambas se dirigieron otra mirada, igual de cancina por el lento transcurso de la agobiante mañana que habían tenido.  Como resultado, sin decir una palabra o gesto, cedieron al subconsciente que les rogaba por no iniciar una discusión, sumado al preocupado modo en que Zinder se refería a ella, claramente culpable por sentir que había hecho algo malo con ellas. Quisieron decir algo, pero el tacto del chico sobre una palma de cada una les hicieron dirigir la vista a él.

—El sol está a todo lo que da, pero el aire que se siente a esta altura lo hace agradable. El resto de la tarde se presta para escuchar un par de historias —agregó el pelinegro mientras jalaba al par con suavidad hasta sentarlas a su lado, refiriéndose a las historias cortas en el libro guardado en la mochila a sus espaldas—. ¿Sería mucho pedir que viviéramos esos momentos, aunque sea por última vez? ¿Si? Sé que hice mal en hacer planes con ambas al mismo tiempo. Pero, si les decía, no hubieran venido. Al menos en este día, ¿puedo cumplir mi capricho de estar con las niñas más hermosas y queridas que tengo?

—Tu ganas —cedió Isela, sacando un libro que venía al fondo de la cesta de paja para cederlo a Zinder—. Pero haremos lo que teníamos planeado, ¿okey?

—Que pereza volver a escuchar la historia de un anticuado psicoanalista. Gracias a mamá sé como termina, si quieren les cuento el final —aseveró Yonder al mirar el título del empastado en manos de Isela, después de inspirar hondo—. Mejor empecemos el mío.

—¿Propones la historia de un deprimente payaso de alcantarilla que no puede acabar con un grupo de niños? —contrarrestó Isela, entre engreída y enfurecida cuando hizo lo mismo que la otra chica—. Esa cosa es tan aburrida que dejé de leerla a mitad del primer capítulo, antes de perder la vista por tanta porquería imaginaria.

El joven menor no dudó en intervenir cuando el dúo de chicas empezó a llegar a los insultos. El agarre de los hombro en cada una, suficiente para detener el apeo de ambas las hizo detenerse y observar al responsable, levemente relajado, como si estuviera preparado para cualquier percance.

—Les parece si... —habló con la melancolía suficiente para que ambas callaran, ignorando el drama que hacían—. ¿Hoy probamos algo que hace tiempo he querido hacer, solo con ustedes?

Las historias de Philip Lovecraft eran algo demasiado complejo para un niño. No obstante, Zinder Croda no padecía complicaciones al leer una tanda de cuentos para ambas chicas hasta el atardecer, recostadas en su regazo.
Bastó con solicitar su demanda de buena gana, con el tono necesario para hacer que las señoritas quedasen descubiertas, y así erradicar cualquier objeción de buscar alguna excusa para retirarse.
La fluidez empleada en cada palabra leída era un toque armonioso con la tenue música de fondo para relajar el ambiente, reduciendo el estrés de Yonder e Isela, suficiente para olvidar sus diferencias, perdiéndose en la imaginación mientras degustaban de la merienda traída por la gitana del trío.

—Oigan... —pronunció Zinder, mirando el atardecer en todo su esplendor, perdido en la ciudad de fondo—. Si algún día llego desaparecer: ¿ustedes serían capaz de recordarme?

—Llevas días preguntando lo mismo. Me estás empezando a asustar —reprendió Yonder, preocupada, abriendo los ojos al salir del trance en el que estaba al tiempo de posar el rostro frente al chico—. ¿Las cosas entre tus padres siguen igual? —chistó—. Aunque prometí no meter las narices en los problemas de mis tíos, no puedo ignorar lo que pasa si tú llegas a pagar por sus peleas. Lo siento, cuchurrumím, pero le diré a mamá que esta noche dormirás en mi casa

—Yo tampoco quería decir nada, porque supuse que solo era cosa de una mala racha —acompañó Isela, mirando boca arriba, siguiendo en la pierna de Zinder, pero prestando atención a la conversación—. Fantasmin... —suavizó la forma en que lo veía—, dinos lo que pasa. Sabes que no estás solo, para eso me tienes a mí.

Era cierto que algo estaba roto dentro de él. Como un veneno letal, que mataba lento, divulgado en ese pesar de haber perdido algo importante en su vida. Sentimiento que lo acompañaba hace años, manifestado en dulces sueños que parecían recuerdos muy importantes para él. Donde reía, jugaba, y sobretodo: dónde juraba haber sido feliz junto a otras personas cuyos rostros eran borrosos, aunque familiares, a medida que dichosos acontecimientos se repetían hasta su despertar.
En ese ocaso no era la exención que tanto quería tener. Puesto que, una parte de él se sentía inseguro de saber si en su debida ocasión, Yonder e Isela formarían parte de ese álbum repleto de remembranzas.

—Solo... —vaciló, antes de volver a ellas con una sonrisa a cada una— respondan, por favor.

—Incluso si llego a irme del país, no, del continente —aclaraba Isela, tras un suspiro—. Sería imposible olvidarte —llevó las manos al delgado pecho de Zinder para recostarlo sobre la manta, para luego ir a su lado—. Deja de hacer preguntas tontas, ¿si? La única forma de olvidar quien eres, sería que alguna bruja viniera y borrara mis recuerdos. Pero como esas cosas no existen, es imposible que eso pase.

—Grábate esto —completó Yonder, llendo a acostarse al otro lado del chico—. Nunca voy a olvidar quien eres. Ni hoy, ni mañana. Para dejarlo claro, prometo que siempre llevaré una foto de nosostros, a cualquier lado que vaya. Así podré verte, cuando no estemos juntos.

Como en cada momento repetitivo, sentía que el final se acercaba. Uno que era indiferente, pero a su vez resultaba familiar. La pérdida de las últimas personas que le daban motivos para no sucumbir. El adiós definitivo.

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