De porcelana blanca y mejillas rosadas, una niña solía deambular cual alma en pena, todas las tardes antes de la puesta de sol; dentro de la lejana vitrina en la esquina. Ansiosa y de oscuros cabellos, pues los rayos dorados y, formando arcoíris en su rostro, reflejados se colaban por las ranuras de las persianas acompañados del tocadiscos con clásicas rolas de los 50's.

Al mismo tiempo, un anciano le contemplaba a ella saltar sobre sí misma y sin avanzar, desde los confines más recónditos de la soledad. Al borde del grueso cristal, las manos diminutas de la niña se aferraban como si su carente fuerza lo pudiese de alguna manera atravesar. De luminosos ojos, cubiertos por barniz, más no llorosos, admiraba aquel libro abierto sobre la mesa de madera. Las paginas no se movían, pero entrecerrando los ojos veía que algún apunte nocturno de su padre debía tener.

La noche anterior los egoístas vigilantes no habían salido de la casa, así que la tan esperada sorpresa de salir de la vitrina jamás llegó a pesar de haber pasado en vela toda la noche.

El Anhelo.

Lo anhelaba con todo su cuerpo.

Sus dedos el cristal hacían sonar hasta que, de la oscuridad, la aguileña nariz del anciano pudo observar. Se acomodó el vestido sin protestar para que los dedos huesudos la pudieran tomar, de un tirón, su pequeño sombrero y el bastón que muchas veces solía llevar, cogió.

Como un barco al arribar, la madera se meció al llegar. Con una sonrisa y las manos en sus mejillas agradeció, pero el viejo hombre no la vio. Un ermitaño, consumido por la amargura, la soledad y la miseria, no se molestaría en disfrutar de la felicidad de esa pequeña niña que en su vitrina habitaba. La había ignorado por muchos años, casi setenta, pero la pequeña llora, en silencio pero lo hace. Llena de polvo hasta los huesos la encontró, aquella que jamás dejó salir, quien con un soplido vio de nuevo vivir. Escondida tras una botella y cigarrillos, porque esas eran cosas para niños.

Entre las insípidas paredes de la sala de estar, el viejo pasaba el resto de su efímera vida. Se trataba de un hombre cojo y destartalado, aniquilado por las secuelas de los años. Exhausto, se dejó caer en su sillón, y sin embargo, a la muñeca prestaba atención. Pensaba en que día con día, dejaba de ser descolorida, aunque siempre por unos cuantos minutos. La miraba pasar las paginas con gran esfuerzo, apoyándose en sus rodillas para levantarlas y siguiendo la historia sobre su bastón.

Estaba hastiado de ser un viejo inútil.

¿En qué momento se había vuelto un bueno para nada? Apenas recordaba los buenos momentos de su juventud, ahora los años eran pesados como un costal de cadáveres fétidos y putrefactos que le decían una y otra vez: "esa se merece seguir en la vitrina"

Los minutos pasaban y las palabras cada vez más se aferraban a la raíz de sus problemas. Negó, negó y negó con la cabeza. La pequeña muñeca saltaba, sonreía y sin mirarlo hablaba.

De pronto, la madera de la puerta crujió, llamando la atención del desdichado hombre, pero no fue abierta. El pomo de la puerta se limitó a moverse de un lado a otro, tratando de dar paso a los vigilantes, a sus carceleros.

El ermitaño cojeó hasta la puerta y antes de retirar el seguro, por el rabillo del ojo se percató de que su reflejo en un espejo, lo esperaba a su izquierda. Colgando de la pared.

De inmediato miró al frente, repitiéndose que no estaba listo para ver todo desaparecer. Aunque sabía de sobra que así sería. No obstante, giró el pomo y abrió la puerta.

La luz a la que dio paso iluminó el espejo y el desenlace fue realmente inevitable.

Su cara estaba frente a frente con el espejo.

Entonces sus arrugas, una a una, se desvanecieron y, cuando miró a la pequeña mesa de madera, la muñeca también.

—Jouska —le llamó el hombre de traje oscuro que le miraba del otro lado de la puerta—, ¿te quedarás ahí parada o ayudarás a tu madre con tus hermanos?