Capítulo 8
DEAN ©
Capítulo 8
Varios de mis hombres limpian las armas, se acomodan sobre las mesas de metal y no dudan en soltar obscenidades a todas las putas que se pasean a su alrededor. El club es un lugar perfecto para ellos, tienen un techo, una cama, comida y un coño 24/7. Lo más importante para ellos es la seguridad que les brindo, por lo que estar desaparecido no hará que su lealtad mengüe.
Cuando paso por su lado asienten, puedo ver la aceptación en sus ojos. Sé que me querían de vuelta, pero tal vez su orgullo, o mis malas palabras no les permitan demostrármelo. Ignoro las miradas curiosas de las fulanas y me encamino por el pasillo brillante que conduce a mi despacho.
—¿Noticias? —ingreso, enfocando a López, Tyler y Volkov. Los mejores.
—No hay rastro de él, se ha esfumado jefe —Volkov aprieta la mandíbula ante las palabras de Tyler.
—¿Qué pasa Volkov? —inquiero, acomodándome en el sillón que reina el amplio escritorio. Tomo un cigarro y lo enciendo, propinándole una profunda calada.
—Le han ayudado, jefe —ladra, su acento ruso dificultando la comprensión —. Un cerdo obeso se ha atrevido a entrar en nuestro territorio, disparar a nuestros hombres y llevarse a Abruzzi.
—Me gustaría saber dónde cojones estabais mientras todo eso sucedía. ¿Con putas? ¿Drogados? —rabioso golpeó la mesa, una punzada de dolor viaja hasta mi hombro pero no me preocupo —. Que alguien me explique cómo cojones un solo hombre es capaz de derribar a mis hombres, entrar en mi maldita propiedad y llevarse a mi jodida presa.
—Un topo —resuelve López. Mi vista cae sobre él, se encuentra preocupado, el silencio que lo invade me desconcierta y parece notarlo —. Alguien de dentro le ha facilitado la tarea.
Me centro en Tyler, su seriedad común no me sorprende, sin embargo, parece estar a punto de estallar. No lo considero un hermano, pero si es uno de los mejores hombres que tengo en el equipo. No confío en nadie, ni siquiera en López, pero aún así sé que él no sería capaz de traicionar a la única persona que le tendió la mano. Llevamos juntos desde el principio y no hay nada que sepa sobre su vida, su silencio, esa mueca tortuosa, esa entrega, no necesito más. Es inteligente y nunca se equivoca, por lo que su opinión es algo que siempre necesito escuchar.
—¿Tyler?
—Los novatos —masculle, apretando los puños —. Esos críos han sido los únicos capaces de traicionarte jefe. Nadie más es tan estúpido como para hacer algo así.
—Reunirlos a todos —los tres asienten, y abandonan el despacho.
Suspiro cansado, jodidamente molesto. Las cosas nunca se tuercen, y toda esta mierda se debe a mi jodida ausencia. Sin mis hombres no sería nada, pero ellos sin mí no llegan ni a basura. López es eficaz a la hora de quitar vidas, sin embargo, es un inútil y un torpe al que no se le puede confiar nada. Aspira rey y no llega ni a plebeyo. Por lo tanto, merezco un maldito puñetazo por haber confiado mi trono a alguien como él. Si no es capaz de mantener detenida a mi jodida presa, ¿cómo pretende lidiar con los encargos?
Hago girar el sillón y enfoco el océano a través de la ventana, el cigarrillo que se consume en mis labios no me tranquiliza, pero la sonrisa que se refleja en mis ojos al cerrarlos consigue relajarme y hacer que la jodida situación se reduzca por pocos segundos.
—Niña... —me pierdo en esos tonos amarillos que decoran su extraño verde seco. La calidez que me embriaga me hace sentir bien, pero tan rápido como llega le doy una patada.
Abro los ojos y me centro en la realidad. La máscara macabra que siempre cargo conmigo cae sobre mi rostro, aplasto el cigarrillo contra el cenicero y me yergo con toda la ira recorriendo mi organismo.
¿Un topo? Hay que tener un par bien puesto para hacerme eso a mi.
Abandono el despacho con tranquilidad, algo común cuando la sed de sangre me consume. Cuando llego a la enorme sala el silencio reina todo, mis hombres más viejos se encuentran aquí, serios, confusos, molestos. Han dejado su tarea para, simplemente, mantenerse estáticos a la espera de la verdad.
Evito saludarles y giro a mi derecha, recorro la corta distancia hasta la puerta del sótano, y bajo las escaleras mientras la madera estalla provocando un ruido de lo más molesto. Puedo escuchar los reproches de varios perros, sus suspiros asustados y como el miedo se evapora de su cuerpo.
Otro giro más a mi derecha y ahí están, seis escorias atemorizadas. Los seis sobre sucias sillas de metal, atados de pies y manos.
—¡Yo no he hecho nada! —exclama uno de ellos. Se zarandea sobre la silla, luchando por liberarse.
—Córtale la lengua —miro a López, este asiente tomando el cuchillo de la amplia mesa llena de elementos de tortura y se acerca al joven.
Enciendo otro cigarrillo, apoyándome en la ancha columna de madera de mi derecha. Los gritos del crio rebotan sin control contra las paredes, sus súplicas y el llanto no tardan en aparecer. Brama como un condenado cuando López se cierne sobre él y lo próximo que se refleja ante mis ojos es ese asqueroso trozo de carne rebotar contra el suelo y la sangre rebosar sin control de su boca. Llora, patalea y segundos después pierde la consciencia; débil.
—¿Alguien más desea gritarme? —los cinco restantes bajan la mirada, encogiéndose sobre el duro metal. Sonrío, complacido ante lo mucho que me temen —. Ahora vais a hablar, pedazo de mierdas, ¿quién cojones ha sido el estúpido que ha soltado a Abruzzi?
—¡Hablar! —Volkov patea a uno de ellos. La paciencia no es su fuerte.
Silencio es la única respuesta.
—¿Nadie? —elevo las cejas divertido —. Las piernas.
Los labios de López se expanden aún más, rebusca entre los objetos hasta tomar una barra de metal. No tiembla cuando se acerca a uno de ellos, eleva los brazos y deja caer el instrumento con la mayor fuerza posible. Sus rodillas crujen, evito carcajearme ante su dolor y simplemente lo aprecio.
—¿Qué más da que hablemos? ¡Nos vas a matar igual! —enfoco al rubio, me observa rabioso, tiene miedo, pero la valentía parece estar dominándole; es él.
—Así es, pienso acabar con vosotros de la manera más dolorosa posible —con calma me aproximo. Eleva la cabeza retador, estúpido que se delata. Jugueteo con el cigarrillo entre mis dedos antes de acercarlo a su mejilla. Sus gritos taladran mis tímpanos, pero no me detengo. Quemo cada parte de su rostro hasta que no queda piel sin ser chamuscada —. Pegarles un tiro, de este me encargo yo.
Sin cuidado los arrastran fuera del sótano, el silencio, únicamente interrumpido por los sollozos del muchacho. Arrugo el ceño, asqueado ante el olor que emana.
»—¿Quién te contrató?
—Vete a la mierda —furioso me escupe. Me carcajeo rabioso, limpiando con el dorso de mi mano mi mejilla.
No me contengo cuando elevo el brazo y estampo mi puño contra su mandíbula, esta parece crujir, siendo acompañada de un estruendoso gemido por su parte. Golpeo sin parar hasta que varios de sus dientes rebotan contra el sucio suelo. Mi vista se nubla, y cuánto más crece el enfado, más deseo su dolor. Camino hasta la mesa, observo los objetos de metal; cuchillos, agujas, clavos, machetes, alicates... ¿Con qué me puedo divertir?
—¡Va a acabar contigo! —tomo la gruesa aguja y me coloco nuevamente frente a él.
—Una pena que no vayas a poder verlo —atrapo su melena en un puño, sujetando su cabeza con fuerza y no tiemblo cuando atravieso su ojo derecho. Un líquido blanquecino salpica mi camiseta —. Dime para quién trabajas.
—Púdrete Dean, púdrete en el jodido infierno —masculle, su voz pierde la fuerza pero aún así se esfuerza por soltar sus últimas palabras —. Vas a saber lo que es el dolor cuando él te arrebate a esa mocosa.
Me paralizo, ¿qué cojones acaba de decir? Una sonrisa tira de la comisura de sus labios y no necesito más; tomo las tijeras, atrapo su lengua y le hago callar para siempre.
Un miedo desconocido recorre mi espina dorsal —. Nadie la tocará jamás.
El pánico que me domina consigue cabrearme aún más. No puedo sentir miedo, sin embargo, imaginarla en peligro es lo único que crea en mi.
Acabo mi trabajo, destrozando al muchacho sin una pizca de compasión. Juego con su cuerpo, me divierto con su dolor, y cuando creo que es suficiente lo dejo morir poco a poco. Observo su agonía hasta que el último aliento escapa de su cuerpo, y entonces, abandono ese asqueroso sótano repleto de todas las vidas que hemos arrebatado de la manera más macabra posible.
(...)
—Quiero vigilancia en el hospital —aprieto mis puños, disfrutando del dolor que se expande desde los nudillos hasta el codo.
—¿Para la niña? —López me observa con recelo —. ¿Vamos a perder tiempo protegiendo a esa cría?
—Cierra la jodida boca —atrapo su cuello, estampándolo contra la pared —. ¿Olvidas quién manda, López? ¿Necesitas que te recuerde quién es el líder aquí?
Niega con dificultad, golpeando mi brazo en busca de aire.
»—No vuelvas a replicar una orden directa —le libero, alejándome —. Quiero vigilancia durante los próximos días que me quedan ahí encerrado, y la quiero después. Nadie se moverá del hospital hasta que no demos con el hijo de puta de Abruzzi y su maldito compañero, ¿claro? —los tres asienten —. Largaros.
Gruño lanzando todo lo que se encontraba sobre el escritorio. Nunca he sentido preocupación por nadie desde que Holly se esfumó, y jodida mierda que no tengo ni puta idea de cómo afrontarla.
Que la niña esté en peligro, que sepan de su existencia, supone una carga sobre mis hombros que jamás he tenido. Y sería mentirme a mí mismo actuar como si eso no me afectase o crease en mi cabeza un jodido dolor insoportable.
Me importa una auténtica mierda haberme mostrado preocupado ante mis mejores hombres, ahora mismo, mi única prioridad es ese pequeña y escuálida niña que no es capaz de cerrar la boca en ningún puto momento. Y joder, como me gustaba eso.
Derrotado me dejo caer sobre el sillón, esa sensación de agonía que comienza a invadirme solo me trae a la cabeza los recuerdos horribles de aquel día. Día que prometí olvidar, pero que siempre estará presente, recordándome la clase de persona que soy. Soy un monstruo, un error de la naturaleza, pero juro por mi vida que nada malo le pasará a la niña.
(...)
Estoy sucio, sudado, la sangre manchando toda la ropa, pero aún así avanzo por el tranquilo hospital. Extrañamente agradezco ese olor a enfermedad y medicamentos, parece hacerme olvidar lo que horas atrás tuve frente a mis ojos.
—¡Señor Kellerman! —el doctor se aproxima, una mueca marcando su rostro —. ¿Qué demonios hace fuera del hospital?
Me detengo, aproximándome y encarándole. Aprieto la mandíbula en un intento de autocontrol, pero no funciona. La ira parece querer dominarme sin control.
—¿Dónde coño estaba doctor? —frunce el ceño, sin comprenderme —. ¡Maldita sea! ¿Dónde cojones estaba cuando la niña no podía parar de vomitar? ¿Así es como hace su mierda de trabajo? ¿Dejando que los enfermos sufran? —todos los presentes nos observan alarmados, pero me importa una mierda.
—El medicamento ya no funciona Kellerman —me mantengo impasible, masticando sus palabras —. El padre de Amor no puede pagar más, debemos dejar de suministrarle lo que hasta ahora la ayudaba porque es como darle una maldita pastilla para la cabeza. Y tampoco podemos hacer nada más, sin dinero no hay ayuda.
—¿Eso es lo único que le importa, verdad? Sois unos jodidos asesinos disfrazados. Os creéis los buenos vestidos con esa bata de mierda pero luego dejáis morir a todo aquel que no puede pagar vuestras medicinas de mierda.
—Ahórrese el discurso Señor Kellerman —menea la cabeza con molestia —. Las palabras de un monstruo no tienen peso ninguno sobre un profesional.
—Ayude a la niña, no quiero que sienta ni un jodido mareo. De darse lo contrario, su querida mujer acabará mal parada. ¿Entendido? —asiente, sus ojos brillan en terror, pero como siempre, se mantiene firme.
Paso por su lado, golpeando su hombro, y no vuelvo a detenerme hasta alcanzar la habitación. Necesito ver a esa rata tanto como llenar mis malditos pulmones de oxígeno.
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