Capítulo 2: El internado
Ese era el fin de mi vida como la conocía. Sabía que el regresó a clases no sería placentero, nunca lo había sido, pero ese año sería peor.
Ese año me graduaría, lo que me hacía sentir un poco más emocionada, no por la graduación, ni la fiesta o esa clase de cursilerías; estaba emocionada porque se acabaría la tortura de tener que ir a la escuela, no más despertar temprano, no más responsabilidades hasta que supiera que haría con mi vida.
¿Quién diría que me había equivocado por completo?
El trato al que habíamos llegado con el Estado y la empresa dueña del edificio era mucho mejor que la tortura de mi madre.
Un internado... que solución más vintage.
Estaba empacando como si fuera un zombie o estuviera drogada, pero no. La policía dado vuelta mi pieza para extraer todas las sustancias ilícitas y artefactos pirotécnicos... no tenía nada de drogas.
Mi mamá apareció en el cuarto junto a mi padre.
—El celular —dijo mi mamá, extendiendo su mano.
—¿Qué? Eso no es justo...
—Podrás usarlo cuando vengas los fines de semanas... los que yo quiera que vengas.
Saqué mi celular del bolsillo de mi pantalón y se lo entregué a mi madre de muy mala gana.
—Ten en cuenta que si repites el año, pasaras un año más en ese lugar —advirtió mi padre.
Yo había repetido un año una vez, por lo que ya era mayor de edad (una de las razones por las que me asustaba más que me arrestaran). Ese año que repetí fue cuando conocí a mis actuales amigos... tenía trece años y fue un año de cambio drástico en mi personalidad.
Antes de ser una chica caótica y problemática, era tranquila y soñadora. Repetí un año por estar más concentrada en encontrar al amor de mi vida que en los deberes. Juraba que a los trece años llegaría un príncipe y se casaría conmigo, todo gracias a Disney y sus tontas películas de princesas.
Cuando conocí a mis actuales amigos, ellos me mostraron un mundo nuevo. Todo empezó cuando vi el piercing en la nariz de Derek y quise preguntarle si le había dolido. En el momento que él me presentó a sus tres mejores amigos, entré en un mundo del que no pude retornar. Un mundo lleno de drogas fuertes, cigarros, alcohol y desastres. Sí, con sólo trece años.
Debido a que la mayoría de nuestros compañeros de curso eran infantiles, nosotros compartíamos con adolescentes o universitarios a los que se les hacía fácil conseguir alcohol y otras cosas.
—Bien, ya es hora. Vámonos —ordenó mi madre.
Salí de mi cuarto con mis maletas y mochila. Mis dos hermanos estaban en el pasillo mirando toda la situación con sonrisas burlescas en sus caras.
—Adiós, Heather —dijeron al unísono, los muy desgraciados.
Me subí a la camioneta de papá y él y mamá metieron mis dos maletas en el auto, no sin antes revisar su contenido minuciosamente.
El viaje duró veinte minutos, hasta que llegamos frente a un enorme edificio en la periferia de la ciudad. Estaba rodeado de árboles verdes, tenía un patio frontal lleno de pasto cortado muy uniformemente, rosales y arbustos perfectamente podados también.
El edificio se veía antiguo. Estaba construido con ladrillo de color rojo muy oscuro, con ventanas cuadradas de marco blanco y unas torres cuadradas parecidas a las de un castillo con techos cafés oscuro. Se veía muy serio e imponente.
—No pueden dejarme aquí... —susurré.
—¿Quieres ir a una correccional? —preguntó mi padre.
Lo pensé unos segundos. En una correccional me comerían viva, al menos ahí podía ejercer mi poder y evitar que los demás se metieran conmigo.
—Te avisaré por Facebook el fin de semana que podrás pasar en casa —dijo mi madre con frialdad.
—¿Facebook? Mamá, eso es para an... —noté la mirada asesina de mi madre por el retrovisor—. Eso estaría súper genial.
Mi papá bajo conmigo del auto y me entregó mis maletas.
—Recuerda que en la recepción te darán el cuarto y tú horario de clases —mi padre besó mi frente y se despidió.
Yo volteé a ver la enorme reja abierta que estaba a unos metros de mí y entré.
Mientras caminaba por el camino hacia la entrada del edificio, giré mi cabeza para mirar hacia atrás, donde mi padre seguía junto a la camioneta, asegurándose de que entrara.
Luego de que pasara la puerta principal, me detuve frente a un mesón que parecía ser la recepción. ¿Qué acaso eso era un hotel?
—Hola, linda. Bienvenida a Livingston School —me dijo una mujer—. ¿Cuántos años tienes?
—Dieciocho —respondí.
—Perfecto, entregame tu cédula de identidad.
Le entregué mi cédula y ella comenzó a buscar en un ordenador alguna cosa.
—Bien, señorita Heather Murphy... —una impresora atrás de ella comenzó a funcionar—. Debido a que es mayor de edad, podrá salir los fines de semana por su cuenta, no se puede salir los días de semana a excepción de los viernes y... —me entregó dos hojas—. Ahí están sus clases y las salas en que se imparten. La otra es un mapa del edificio.
—Gracias —dije revisando las hojas.
Luego puso una hoja y un lápiz sobre el mesón.
—Por favor, firma aquí.
Hice lo que me pidió y firme la hoja.
—Llamaré a su guía de curso —dijo cuando tomó la hoja.
—¿Guía de curso?
—Es un chico o chica de su misma clase que le enseñará el lugar y responderá sus preguntas.
La mujer tomó el teléfono que había a un lado y le marcó a alguien. Yo miraba hacia todas partes analizando el lugar. Estaba vacío, probablemente no habían llegado todos los estudiantes aún, ya que quedaba todavía una semana de vacaciones.
—Bien, ya llega —me dijo la mujer cortando.
Me quedé esperando hasta que un chico de cabello rubio y ojos verdosos se me acercó.
—¿Eres la chica nueva? —yo asentí—. Bien, sígueme... Adiós, Miriam.
—Nos vemos —se despidió la mujer que me había atendido.
—¿Necesitas ayuda con tus maletas? Como puedes ver, hay muchas escaleras aquí.
—Claro.
El chico tomó una de mis maletas y la cargo escaleras arriba. Para él parecía fácil, quizás estaba acostumbrado a subir esas escaleras; pero yo estaba al borde de un paro cardíaco, siendo que solo subimos al tercer piso.
Era probable que mi vida de excesos me estuviera pasando la cuenta.
—Bien, dame tu horario e instrucciones.
Le entregué las hojas y él las revisó.
—Torre D, cuarto cincuenta y cuatro —me devolvió las hojas y comenzó a caminar—. Ahora vamos a ir a una de las torres con cuartos para mujeres.
—¿Nos separan?
—Claro.
Suponía que eso lo hacían para evitar problemas de connotación sexual, pero ¿qué sucedía con los homosexuales?
—¿Y si hay alguien gay?
El chico rio.
—El problema viene con los embarazos —aclaró—. Aunque se supone que no se deberían hacer esas actividades, realmente no se evita del todo.
—Ah, claro.
El chico se detuvo de golpe.
—No me he presentado, soy un idiota —se volteó a verme—. Me llamo Eiden Bailey —dijo extendiendo su mano.
Yo le respondí el saludo.
—Yo soy Heather Murphy.
—Un gusto —el chico volvió a caminar.
Eiden se veía perfecto, no sólo porque tuviera linda apariencia, sino que su cabello se veía limpio y sedoso, su ropa pulcra y su piel tersa.
«Tiene mejor cabello que yo...», pensé mientras iba tras él.
Su cabello rubio era unos tonos más oscuros que el mío, pero se veía mucho más brillante y suave. El mío era terriblemente seco y pajoso, pero en parte era mi culpa por no cuidarlo.
Eiden se detuvo frente a una puerta.
—Atrás de esta puerta están los cuartos.
El chico paso y yo lo seguí, encontrándome al otro lado con un pasillo lleno de puertas idénticas, excepto por los números que tenían.
—Aquí están los cuartos desde el treinta al sesenta.
Caminamos hasta estar frente al cuarto número cincuenta y cuatro.
—Este es el tuyo —Eiden abrió la puerta.
Adentro había dos camas de una plaza, cada una pegada a una pared lateral; una mesa de noche para cada cama, una ventana en la pared frente a la puerta, un escritorio a los pies de cada cama y un armario a cada lado de la puerta.
—Acogedor... —dije irónica.
—Se verá mejor cuando pongas tus cosas y te asignen a tu compañera —aseguró—. Puedes pegar y colgar cosas en la pared, mientras a fin de año quites todo y la dejes tal cual está.
No me gustaba como sonaba eso de mi compañera. A penas podía compartir una casa con mis propios hermanos, vivir en un pequeño con una extraña se me haría imposible.
—¿Dónde están los baños? —pregunté al notar que no había ninguno en la pieza.
—Los baños y las duchas están al final del pasillo —Eiden salió, yo lo seguí y él apuntó una puerta al fondo—. Aunque son bastantes, no son lo suficientes para evitar que se llenen.
—Grandioso... —dije irónica, nuevamente, y volví a entrar al cuarto.
—Te gusta usar la ironía.
—No tienes idea de cuanto —dejé mi mochila sobre la cama y volví con Eiden—. Ahora muéstrame lo demás.
Eiden me sonrió.
—Pero que entusiasta... Vamos, sígueme.
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