Un Café Para el Evangelista
Pensar, en Gruis, era un delito que se castigaba con la muerte. Al rey no le gustaban las revoluciones, mucho menos en su contra, y era en la cabeza de los pensantes donde se engendraban las revueltas.
Debido a que las cafeterías eran lugares de encuentro y nidos de ideas —las mejores armas contra un reino cimentado en injusticias—, beber café estaba prohibido. La gente poderosa creía que hacía pensar a las personas. Aun así, Arrak había tenido la osadía de abrir una cafetería clandestina en la capital del reino. En Gruis había encontrado, tras años de búsqueda, el suelo perfecto para plantar cafetos, y su buenísima cosecha no ameritaba su desperdicio por una prohibición que derivaba del miedo a las ideas.
A la cafetería de Arrak, escondida entre las calles más estrechas de la ciudad y resguardada del peligro por las dotes mágicas de su propietario, acudía gente igual a este: personas de naturaleza problemática, con valor para pensar y beber café.
Una mañana, por la puerta de la cafetería entró un hombre de impecable traje negro y sombrero de copa. Usaba anteojos, además de que portaba un maletín del cual solía sacar finos cuadros de papel que, una vez sentado a una mesa, doblaba con la forma de pequeños dragones.
Arrak, enamoradizo hasta la médula, no tardó en quedar prendado de la belleza misteriosa de su nuevo cliente. Observar cómo este último se sentaba cerca de la única ventana del lugar para leer un libro de poemas, hacía que el corazón del dueño de la cafetería latiera con más fuerza. Arrak se llenó de esperanza cuando notó que el hombre de traje y maletín también solía observarle con interés rutilando en sus ojos.
El día en que se cumplía un año desde la primera vez que el dueño de la cafetería vio al misterioso cliente entrar por su puerta, el primero reunió valor para hablarle al otro. Tal vez, incluso, de forma algo atrevida.
◇◈✣◈◇
Pensar, en Gruis, era un delito. Un delito absurdo, pues las ideas podían surgir de libros, y en estos se basaba uno de los oficios más importantes en el reino: el de evangelista.
Debido al miedo de la familia real a las ideas, leer y escribir era un privilegio que contadas personas podían darse. Así, en cada ciudad de Gruis había, mínimo, veinte evangelistas; de ellos dependía completamente la comunicación del reino, pues además de dedicarse a leer y escribir cartas u oficios para quienes no podían hacerlo, conformaban totalmente la oficina de correos: enviaban los documentos que escribían —o los que se llevaban hechos—, desde sus pequeños escritorios, colocados al centro de cada poblado, hasta su destino, por más lejano que fuese.
Los evangelistas, educados especialmente para su labor, leían con avidez los libros que el rey les permitía, además de que aprendían a fabricar a sus peculiares mensajeros: pequeños dragones de papel que, con un poco de sencilla magia, cobraban vida propia y se encargaban de entregar lo que sus creadores les pidieran, para luego volver con ellos y convertirse, nuevamente, en un trozo blanco de papel doblado, listo para reavivarse cuando fuera necesario.
Etam era un evangelista, de los mejores en el reino, pero también de los que se encontraban en la mira de la gente poderosa. Había leído tanto que, naturalmente, estaba comenzando a pensar mucho.
A Etam le gustaba la rutina. Una taza de chocolate caliente por la mañana, cada lunes, había sido el elemento principal de su inicio de semana hasta que, sin saber cómo, se encontró con una cafetería clandestina en una calle de la capital de Gruis.
La primera vez, entró al lugar por curiosidad, antes de ir a trabajar. Todas las demás fueron por gusto propio, dos veces a la semana: lunes, por la mañana; sábado, por la noche.
Y no es que el café fuera la bebida predilecta del evangelista. Este tampoco adoraba sentarse a una mesa solitaria en un lugar pequeño, rodeado de revolucionarios pensadores con valor para desafiar al reino; mucho menos disfrutaba de escuchar las conversaciones de estos mismos, pues lo llevaban a anhelar formar parte de ellas, sin poder hacerlo. Etam no era tan valiente.
En realidad, lo que le gustaba al evangelista —o, mejor dicho, quien le gustaba—, era el hombre que atendía la barra en la cafetería. En el vasto vocabulario de Etam no había palabra para describir cuán atractiva era la persona de piel cálidamente oscura que le servía una taza de café espumoso dos veces a la semana
El evangelista acostumbraba observar al dueño de la cafetería discretamente, dirigiendo sus ojos hacia él por sobre el borde de un libro que fingía leer. En algún momento, distraído por la belleza del dueño de la cafetería, Etam dobló mal a un par de dragones mensajeros, dejando a ambos con dos patitas cortas y dos patitas largas.
La mañana en que se cumplía un año desde su primera visita a la cafetería, el evangelista acudió a beber una taza de café, rompiendo su apreciada rutina al no ser lunes. Saludó al dueño con palabras, en lugar de inclinar su sombrero, como solía hacerlo y, justo después de que le devolvieran el saludo, una sensación de calidez invadió su cuerpo.
Al sentarse a la mesa de siempre, Etam recibió la usual taza de café cargado, colocada sobre un bello plato que hacía juego con esta. Además, a su mesa llegó otro plato con un par de chocolates que no había pedido.
El evangelista no necesitó pedir explicaciones por los chocolates, pues las encontró después de beber el primer sorbo de café. Para sumarse a la destrucción de su rutina, Etam halló un pequeño sobre de papel debajo de su taza. Al tomarlo y levantar la mirada, esta se encontró con los ojos brillantes del apuesto dueño de la cafetería; cuando el evangelista abrió el sobre, seguro de que hacerlo no era un error, encontró dentro una tarjeta que rezaba:
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Enigmática belleza, anhelamos conocernos y no somos capaces de acercarnos.
Ha pasado un año. ¿Esperarás otro, o me pedirás salir contigo?
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El corazón de Etam se aceleró cuando terminó de leer la nota. Al mirar a Arrak, el dueño de la cafetería, a través de los cristales de sus anteojos, lo encontró sonriéndole tiernamente. Era cierto, anhelaban conocerse.
Al finalizar la primera cita, tanto Etam como Arrak volvieron a su casa con un ramo de flores. Todos los demás encuentros vieron su fin en la cafetería donde ambos se conocieron, y llegaban acompañados de una pequeña taza de café que, según Arrak, se debía beber entre dos personas.
Fue en una de esas noches, después de una increíble cita, que el destino de Gruis encontró su rumbo.
Arrak había bebido el último sorbo de la taza de café que compartía con el evangelista. Este, mientras tanto, marcaba el último doblez en la cola de un dragón de papel antes de avivarlo con el calor de sus manos. El pequeño animal comenzó a moverse tras pocos segundos, caminando con sus patitas cortas por toda la barra, frente a un embelesado Arrak que lo observaba sin saber si lo que le robaba el aliento era la vida del dragón o el embriagador aroma a loción que emanaba de quien lo había creado.
El dueño de la cafetería no tuvo tiempo para decidir; en la calle, a lo lejos, se escucharon firmes órdenes, provenientes de los policías de la ciudad. Etam se alarmó.
Arrak evitó que su cita hablara, colocando su mano abierta frente al otro hombre. Al cerrarla, se corrieron las cortinas de la única ventana de la cafetería. El dragón de papel, aún en la mesa, observó con curiosidad los movimientos de Arrak.
De pronto, una campana de viento que colgaba cerca de la puerta tintineó con vehemencia, meciendo los listones que pendían junto con ella. Arrak suspiró.
—Enviados del rey, supongo —susurró para su cita, antes de dibujar con sus dedos un símbolo de humo en el aire y soplar al centro de este para que se esparciera por el lugar.
Etam y Arrak, por arte de magia, se encontraron dentro de una desordenada tienda llena de objetos curiosos de otras épocas —o de otros mundos—. La barra se había convertido en un mostrador, la taza de café que los hombres compartían ya no estaba y el olor a café había sido reemplazado por el de tabaco y madera vieja. Una ilusión, supuso Etam, aplicando los conocimientos básicos que tenía sobre magia. Una ilusión increíblemente hecha.
Tocaron la puerta. Antes de que Arrak la abriera, el evangelista tomó al dragón que seguía inmóvil sobre el mostrador y lo metió en su maletín rápidamente. Entonces, al lugar entró la jefa de policías, vestida con un impecable uniforme rojo oscuro. Detrás de ella, otras tres personas escrutaron el lugar con desconfianza.
—Buenas noches —saludó la mujer que iba al frente de los policías, sin dejar de observar cada objeto alrededor de ella.
—Buenas noches —contestaron Arrak y Etam al unísono. Este último hizo lo posible por no mostrarse inquieto. Evitó levantarse de su asiento, que en lugar de un simple banco, se había transformado en una lujosa silla de madera tallada.
—Por órdenes del rey, debemos inspeccionar cada tienda de esta calle —explicó la jefa de policías, haciendo que su equipo se encargara de examinar el lugar—. Se nos han reportado avistamientos de personas perseguidas por las autoridades de la ciudad, además de que se sospecha que existe en esta calle un negocio de lo más prohibido en el reino.
—Entiendo su preocupación —contestó Arrak con confianza, apartándose de la puerta—. Si les sirve de ayuda, me es imposible recordar haber visto a alguna de las personas cuyos retratos aparecen en el diario oficial del reino. En cuanto al negocio, este es solamente una tienda de antigüedades.
Una policía se acercó a su superior desde el fondo de la tienda para confirmar las palabras de Arrak.
—No hemos encontrado puertas o entradas escondidas, oficial —pronunció. La jefa de policías miró una vez más a su alrededor, sin dejar de lado su mueca de sospecha. Suspiró.
—Pues parece que usted está en lo cierto —dijo, dirigiéndose a Arrak—. Este lugar es una simple...
El sonido de trozos de cristal cayendo al suelo interrumpió a la mujer. Un policía se acercó a la tienda y le habló a su superior con urgencia.
—Oficial, hemos capturado a un sospechoso.
—Voy enseguida —respondió la jefa de policías. Su equipo salió del lugar antes que ella.
—Disculpe las molestias —concluyó para el dueño de la cafetería. Antes de irse, creyó ver que algo se movía dentro del maletín de Etam. Se dirigió a él, sospechando nuevamente—. ¿Usted es cliente de este lugar?
Etam se paralizó por un segundo. Presionó el maletín con ligereza, esperando que, de esa manera, el dragón dejara de moverse.
—Sí, oficial. He venido a buscar un obsequio para un familiar —mintió, con una seguridad que hasta a él le sorprendió.
—No tarde demasiado en encontrarlo y procure volver a su casa pronto —advirtió la mujer, tras dar otro receloso vistazo al maletín, que ya no se movía—. Se declarará toque de queda en una hora.
Con esa sentencia, la jefa de policías se alejó del lugar. Arrak cerró la puerta tras de ella, aliviado. La ilusión se desvaneció y el lugar volvió a ser una cafetería. Regresaron el olor a café, la barra, las mesas, e incluso la taza que Arrak y Etam estaban compartiendo.
—Sabes mentir —observó el dueño de la cafetería.
—Sé elegir las palabras correctas —respondió el evangelista, humildemente, abriendo su maletín. El dragón de papel que había guardado en su interior salió disparado, para caer en la barra sobre sus cuatro patas.
Arrak sonrió, caminando hacia su cita tranquilamente.
—Deberías volver a casa. No quisiera que siguieras fuera cuando se declare el toque de queda.
—Han pasado años desde la última vez que se declaró uno —murmuró el evangelista, preocupado.
—El rey debe pensar que así puede detener a quienes conspiran en su contra, pero la revolución, a estas alturas, es inevitable.
Etam asintió con la cabeza, reflexionando. Se levantó de su asiento, con el dragón de papel, vivo, en una mano.
—¿Estarás bien en mi ausencia? La policía ha encontrado la cafetería y...
—Lo que encontraron los policías fue una tienda de antigüedades. —Suspiró, para luego señalar la campana que estaba cerca de la puerta—. ¿Ves esa campana? Suena cuando siente que hay peligro. No es la primera vez que estoy involucrado en un conflicto como el de Gruis; he aprendido a proteger cafeterías en los lugares donde están prohibidas.
Etam contempló la campana; era dorada, así como la figura de mariposa que colgaba de su centro y sujetaba un puñado de listones de tres colores: rosa, amarillo y azul. Los ojos del evangelista miraron a Arrak nuevamente. Este abrió la puerta desde lejos, utilizando la magia que habitaba la cafetería.
—Estaré bien. Vuelve a casa —afirmó Arrak. Etam se convenció de que así sería.
—Que tengas linda noche.
Antes de que el evangelista cruzara la puerta, el dragón de papel que tenía sobre su mano voló hacia Arrak, se puso frente a él y posó su blanco hocico sobre la mejilla de este, como si le diera un beso. Luego, volvió a la mano de Etam, convirtiéndose en un trozo inerte de papel. Había entregado su mensaje.
Arrak se ofuscó, y a Etam se le subió la sangre a las mejillas. Sin decir palabra, ambos se volvieron a despedir con un movimiento de cabeza. El evangelista debía volver a casa antes de que fuera tarde.
◇◈✣◈◇
La tensión que creció en el reino tras el primer toque de queda podría haberse cortado con el borde de una hoja de papel. Con cada día que pasaba, las redadas en los centros de reunión donde se llevaban a cabo tertulias eran más frecuentes. Se capturaban personas, y quienes lograban escapar de los policías se refugiaban en cafeterías o bibliotecas clandestinas.
En la cafetería de Arrak, poco a poco se reunían más pensadores a hablar sobre la situación del reino. Etam los escuchaba desde lejos, queriendo ayudar, pero sin saber cómo hacerlo.
Un lunes, por la mañana, los conspiradores refugiados en la cafetería de Arrak se dirigieron a Etam para pedirle ayuda. Este estuvo a punto de declinar la propuesta, pero sus ganas de participar en la liberación del reino pudieron con él. Como evangelista, podría encargarse de la comunicación entre los revolucionarios, además de proveerles de información valiosa obtenida de la voz de quienes le pedían que escribiera noticias o mensajes.
El evangelista deseaba luchar contra la desigualdad que imperaba en Gruis. Estaba harto de los abusos por parte de la gente poderosa; tanto él, como las dos mujeres que lo habían criado, habían sido víctimas de los abusos de poder y las malas condiciones de vida de las personas que trabajaban en el campo. Etam sabía que el reino necesitaba un cambio, y formar parte de él le entusiasmaba. Fue por eso que aceptó ayudar a los conspiradores, frente a la mirada sorprendida de Arrak, en su cafetería.
Etam se convirtió en el mayor informante de los revolucionarios en la capital del reino. Mantenía a flote la comunicación entre los conspiradores a la vez que engañaba a las personas poderosas cumpliendo sus encargos y enviando sus cartas. El evangelista, más de una vez, tuvo que redactar el texto de un cartel de propaganda a favor del rey o escribir un mensaje urgente para la policía, pues no todos sabían escribir con la formalidad necesaria; por ello, siempre poseía información útil que filtrar.
Para descansar de la labor agotadora de guardar secretos, Etam se encontraba con Arrak en la cafetería tres noches a la semana. Después de una rutinaria charla sobre cómo parecían avanzar los conspiradores con los preparativos para la revolución, ambos hombres se dedicaban a contemplarse sin notarlo, hablando de recuerdos, deseos y aventuras. Arrak había visitado tantos lugares en su vida, que tenía historias increíbles para contarle a Etam; toda la magia que el dueño de la cafetería dominaba era producto de sus incontables viajes.
El evangelista, por su parte, prefería hablar sobre los libros que leía. El pasado, para Etam, era doloroso; no podía recordar cómo los dueños de las plantaciones de trigo lejos de la capital solían tratar a los campesinos sin que se le revolviera el estómago. Etam prefería cubrir las malas memorias con poemas y relatos.
Una noche, mientras un grupo de conspiradores al otro lado de la ciudad era traicionado y delatado por uno de sus integrantes, en la cafetería de siempre, Arrak y Etam conversaron dulcemente.
Arrak preguntó a su compañía acerca del libro que estaba leyendo esa semana, solo para que Etam aclarara, con ojos brillantes, que era su favorito, y que además le ayudaba mucho al escribir cartas para los enamorados: era un libro de poemas.
—Lo he leído tantas veces que me he aprendido de memoria cada verso —confesó el evangelista.
Arrak sonrió.
—Entonces, ¿podrías recitar algo para mí? —preguntó con atrevimiento.
Etam se ofuscó, pero cumplió el deseo de Arrak, recitando apasionadamente, dedicando cada una de las líneas del poema al apuesto hombre que estaba sentado junto a él. Le miraba, sumergiéndose en el brillo de sus ojos y huyendo del mundo, palabra por palabra.
Al otro lado de la ciudad, quien huía era un conspirador que buscaba decirle a tiempo a sus aliados que habían sido descubiertos. En el lugar donde se hallaban los revolucionarios delatados, la policía golpeaba la puerta con fuerza.
Fuerza que se replicó en los latidos del corazón de Etam, quien acariciaba el rostro de Arrak con su mano, perdiendo el aliento antes de terminar su poema. Arrak le pidió que continuara, con un suspiro, exhalando un poco de aire para la boca del evangelista, que estaba muy cerca de la suya. Etam escuchó la petición como si se tratara de un mensaje distante. Se estaba olvidando del poema; el cosquilleo de la respiración de Arrak lo hacía olvidarlo.
A la distancia, un mensaje se entregó exitosamente. Aunque los policías se abrieron paso dentro de la habitación de los conspiradores delatados, reprimiéndolos a golpes, unas calles más lejos se reunieron decenas de personas que, al ser invitadas a rebelarse contra el rey, tardaron poco en volverse cientos.
El aire regresó a los pulmones de Etam cuando finalmente besó a Arrak, solo para avivar las llamas que ardían en su pecho desde la primera vez que el evangelista vio a la persona cuyos labios apresaba entre los suyos esa noche.
Otro tipo de fuego se encendió en los corazones de los revolucionarios en la capital de Gruis. Se alimentaba de deseo, al igual que el que habitaba los cuerpos de Etam y Arrak, pero era un deseo distinto, intensificado por los años de injusticia, y que solo podía calmarse si la corona de Gruis caía pronto, junto con la cabeza de su portador.
La revolución estalló aquella noche, mientras Arrak y Etam, situados en la cafetería que había ayudado a gestarla, se devoraban a besos apasionadamente.
◇◈✣◈◇
Poco después de que el pueblo fuese llamado a rebelarse, Gruis sucumbió a lo inevitable. El movimiento en contra del rey llegó hasta los lugares más remotos del reino, y fue ahí donde aparecieron los más enérgicos rebeldes, armados con instrumentos otrora dedicados al campo, listos para luchar por la justicia y la paz que desde hacía años se les había negado. En la ciudad, las cosas no eran diferentes. Los revolucionarios que no estaban en el campo se rebelaban a su manera; el rey, para deshacerse de los alborotadores, enviaba policías, y por las calles corría sangre al menos una vez a la semana.
Durante su horario de trabajo, sentado frente a un pequeño escritorio en el centro de la ciudad, Etam escuchaba todo lo que sucedía en el reino. El evangelista que, en algún otro momento, se había dedicado principalmente a escribir en hojas perfumadas dulces versos para tímidos enamorados, con el inicio de la revolución se encontró escribiendo sobrias cartas con detalladas estrategias, susurradas por rebeldes encubiertos, o informes con posibles refugios de insurgentes para inspeccionar, dictados por oficiales de policía y uno que otro soldado. Obviamente, Etam escribía con distintas letras para cada uno, con tal de no ser descubierto si uno de sus dragones era interceptado por gente no deseada.
Arrak no necesitaba recordar por qué el café solía prohibirse. Los rebeldes que se refugiaban en su cafetería eran iguales a los que había resguardado veces antes, en otras cafeterías, en otros reinos, en otras revoluciones. Todos anhelaban algo, y sus ideas se habían alimentado siempre con amargos, dulces o cremosos sorbos de café.
Solamente había una cosa que diferenciaba esa última revuelta de todas las demás en que Arrak se había visto involucrado. En Gruis había encontrado a una persona por la cual preocuparse.
Con Etam a su lado, Arrak ya no podía huir de la rebelión gestada al calor de su café. Su adorado evangelista participaba activamente en la revolución de su reino, y no podía dejarlo solo, consciente del peligro que corría. Arrak quería proteger a Etam. Haberlo encontrado había sido una dicha; perderlo no era una opción.
Sin embargo, guardar la espalda del evangelista iba a ser difícil para Arrak. Escribir para la gente poderosa, en supuesta gratitud por haber sido educado por el reino, además de escribir para los rebeldes y entregarles información, tenía su precio. Etam sabía que estaba apoyando una causa que valía la pena, pero estar del lado correcto del conflicto en Gruis no era sinónimo de seguridad, sino todo lo contrario.
Etam pudo sentir realmente las consecuencias de ayudar a los revolucionarios cuando, un viernes por la tarde, notó cómo tres pares de ojos lo observaban y lo seguían. El evangelista estaba camino a casa, y llegó a esta justo a tiempo, tras una agotadora carrera, solo para cerrar su puerta con pestillo y asegurar los postigos de todas las ventanas, antes de escribir la última carta del día.
El evangelista tomó una hoja de papel del escritorio colocado en la sala principal de su casa. Con la primera pluma que encontró a la mano, escribió rápidamente un mensaje para Arrak, su precioso amante, consciente de que las tres personas que lo seguían no verían en la puerta cerrada ningún obstáculo. Los escuchó llamar por primera vez mientras firmaba la nota con su nombre, y una más cuando buscó en su maletín a un mensajero que entregase sus palabras.
Un dragón guardado entre las páginas de un libro fue el elegido para volar hacia la cafetería. Etam lo reconoció, era uno de los mensajeros que había doblado mal mientras contemplaba la belleza de Arrak. Volaba, a pesar de sus imperfecciones; el evangelista lo supo después de avivarlo. Tras besar rápidamente la tarjeta donde había escrito su mensaje, Etam la dejó bajo el cuidado del dragón de papel que, raudo, voló apenas vio abrirse una rendija en los postigos de una ventana, en la parte trasera de la casa.
A la vez que el pequeño mensajero abría vuelo, otra ronda de golpes azotó la puerta. De nada sirvió ignorarlos, pues al poco tiempo, alguien logró romper el marco de la misma para permitir el paso a las tres personas que habían seguido a Etam hasta su casa. El evangelista no pudo defenderse; los espías del rey lo sujetaron con fuerza para golpearlo en el estómago, haciendo que sus anteojos cayeran al suelo, y lo sacaron a rastras de su casa, a la vez que se le recitaba lo imperdonable de sus actos. Se culpó a Etam de no haber cumplido con la confidencialidad reglamentaria de un evangelista, además de haber ayudado a los rebeldes entregándoles información.
No obstante, la mayor falta de Etam no tuvo que ser mencionada. Todos la conocían.
El evangelista había pensado demasiado, y pensar, en Gruis, era un delito que se castigaba con la muerte.
Arrak era la única persona en la cafetería esa tarde. Sus pensadores refugiados se encontraban fuera, reuniendo seguidores y atacando los palacios de juguete que habitaban las personas poderosas. Tal era el silencio en la cafetería, que su dueño pudo escuchar claramente cómo algo se arrastraba por debajo de la puerta.
Pocos instantes después, un dragón de papel voló sobre la barra, tras la cual Arrak lo esperaba. El pequeño mensajero tenía rasgada un ala y dos de sus patitas eran más cortas que el resto, pero con ellas se aferraba a una simple tarjeta.
El dragón dejó la nota en manos de un preocupado Arrak. Luego, voló para posar su hocico sobre los labios del humano, a modo de beso, y cayó inerte sobre la barra de la cafetería.
Presintiendo que las cosas no iban bien, Arrak leyó la nota. La caligrafía de Etam era bellísima; contrastante con el mensaje al que le otorgaba vida:
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Arrak, tenías razón al decirme, una noche, lo preocupado que estabas por mi papel en la revolución que liberará al reino. Me involucré demasiado, y es momento de afrontar las consecuencias.
He sido descubierto. Espías del rey llaman a mi puerta en este instante. Sé que van a llevarme con ellos, y lo que harán después de eso.
Mi corazón te pertenece, y lo seguirá haciendo incluso si no puedes volver a encontrarme, que es lo más posible. Si aquello sucede, me complace saber que habrá sido por una buena causa.
Ha sido una dicha conocerte. Hasta que volvamos a encontrarnos, te deseo todos los bienes del mundo.
Todo tuyo,
Etam
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Arrak sintió una presión asfixiante sobre su pecho; su mundo se derrumbaría si perdía a Etam. Guardó la nota en el bolsillo interior de su chaleco, junto con el dragón de papel que le había entregado el amargo mensaje. Poco después, la campana cercana a la puerta tintineó desesperadamente, anunciando peligro; no pasó mucho tiempo para que un cuerpo de policías llamara a la entrada con tres fuertes golpes.
El dueño de la cafetería no se molestó en disfrazar el lugar. Abrió la puerta, y con algo de magia se encargó de casi todos los policías que se lanzaron a atacarlo, pues usó al último para saber exactamente dónde estaban los revolucionarios aprehendidos y, por tanto, Etam.
No había cosa que Arrak no estuviera dispuesto a hacer para salvar a su querido evangelista. Involucrarse en una revolución, entonces, no era una excepción. Ya no tenía forma de huir de las consecuencias de cimentar grandes ideas con sus tazas de café; rescatar a Etam solo sería su primer movimiento. Los demás, los planearía junto con él, y con los pensadores que refugiaba en su cafetería, hasta que Gruis fuera libre.
Hasta que pensar, en ese reino, ya no fuera un delito.
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