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Capítulo 5

La tarde anterior, previo a retirarse del trabajo, había escuchado que al día siguiente Mark tendría una reunión muy importante. Reunión a la que él no llegaría a tiempo si todo salía como Keyla había planificado, una sonrisa algo picara se le esbozó en el rostro. Hacía unos años era conocida por ser una adolescente traviesa, un tanto disparatada y muy malcriada. Claro que de eso hacía tiempo y ahora era una adulta reformada en su totalidad, aunque por lo que tenía decidido, parecía que no del todo.

No soportaba los malos tratos y menos que, gracias a su jefe, perdiera la posibilidad de mostrar lo que bien valía y lo que en realidad sabía sobre las tareas que se le habían encargado. No le daba oportunidad. No le había permitido ni una vez mencionar las modificaciones que se le habían ocurrido con respecto a la cuenta que les había encomendado. Es más, la ignoraba en las reuniones de la pasantía, no le dirigía el habla ni una sola vez y no le dejaba demostrar nada de sus avances.

El plan solo requería que Mark ingresara al cuarto de archivo, sonrió y se dispuso a ponerlo en marcha sin dedicarle demasiado pensamiento.

Fue la primera en llegar, se sentó a la mesa, sacó su notebook del bolso de colores del arcoíris y se dispuso a revisar las correcciones que había hecho a la campaña publicitaria. Supuestamente, comenzarían a acompañar a los miembros del equipo creativo en sus actividades diarias para empaparse con el ritmo, la forma de resolver y el trato con los clientes.

Al rato llegaron sus compañeras, quienes, en cuanto ella las saludó, tan solo levantaron la barbilla y tomaron asiento al otro lado de la mesa, lo más alejado posible, mientras murmuraban entre ellas. Kate y Linda la odiaban, no había duda. No hacían más que hacerle el vacío de forma continua.

Keyla amplió los labios en una mueca tonta. Jugaban a un juego en el que ella era una experta, y la verdad, para esa altura de su vida, que un par de aprendices de tiranas la desairaran la traía sin cuidado. Claro que le hubiera encantado encajar, pero también sabía que en la empresa que pertenecía a su padre eso solo habría sido una mera ilusión. No podía pasar como una desconocida, tarde o temprano hubieran descubierto quién era.

La vida le había enseñado demasiado joven que muy pocas personas se molestarían en conocer su interior y que solo les preocupaba el trampolín que ella pudiera significar para sus carreras o sus bolsillos. Estaba bien harta, sin embargo, se moría por poder demostrarle a su padre que, a pesar de haber nacido mujer, conseguiría los méritos que podría haber esperado del primogénito varón que nunca obtuvo.

Desde que conociera a cierto hombre, un rubio de ojos verdes, como un Robert Redford de los años setenta, parecía que la publicidad era lo único que a ella le interesaba. Estaba segura que tenía mucho que ver con el hecho de que su padre adorara al tipo. ¡Argh! Cómo la enfurecía que a ella ni le prestara un segundo de atención, pero aparecía él con el halo dorado y lo trataba como si fuera su propio hijo, y a ella, como una donnadie.

Ya tenía dos motivos para odiarlo, pero maldición si su corazón no se lo permitía. No sabía bien la razón por la que no alcanzaba a hacerlo, sería más fácil si pudiera.

A media mañana tuvo la oportunidad que esperaba, él fue a la sala de archivos, y ella se escurrió detrás. Apenas la vio, arrugó el ceño como si fuera un monstruo salido de una alcantarilla.

—¿Qué haces aquí? ¡Vuelve a tus tareas! —la echó sin consideración al tiempo que le indicaba la salida con una carpeta amarilla en la mano que había tomado de uno de los estantes.

Keyla hizo caso omiso de la orden, como si nada hubiera sido pronunciado, y se aproximó con ese andar gatuno que solo ella lograba a la perfección. Tenía que reconocer que él estaba demasiado atractivo con la camisa de un azul claro y los pantalones grises, sin corbata o cinturón, algo que había notado con anterioridad y siempre le había llamado la atención.

Se acercó tanto que él retrocedió hasta chocar la espalda con las estanterías de hierro repletas de carpetas y cajas con documentos, entre estupefacto y extrañado por su proceder. Maravilloso. Ella amplió aún más los labios y sus ojos brillaron.

—Sólo quería darte un pequeño presente —le informó con un tono dulce hasta el empalagamiento y de pronto, sin que él se percatara, sacó unas esposas enfundadas en felpa bien peluda de color rosada de su cartera y lo encadenó a uno de los barrales de la estantería de hierro.

Se apartó riendo ante la imagen del hombre perfectamente vestido y con esa muñequera para nada masculina. No tardarían en hallarlo, lástima que no se quedaría para ver la cara de quién lo encontrara.

Mark descendió la mirada a lo que tenía alrededor de la muñeca y un escalofrío lo recorrió desde la cabeza a la punta de los pies. El sudor helado le empapó el cuerpo y tuvo que parpadear varias veces para enfocar la vista; tragó para bajar la bilis que le subía por la garganta y se tuvo que recordar en qué tiempo estaba. El pasado retornó como por arte de magia y no pudo controlar el terror que lo invadió.

—Keyla —la llamó en un susurró apenas audible.

Ella se detuvo en seco en el umbral ante la angustia que le transmitió aquella voz que pronunciaba su nombre y al darse vuelta, la sonrisa se le congeló en el rostro.

—Keyla, por favor... suéltame —pidió por lo bajo, casi en un ruego, y ella se aterró al verlo temblar. El hombre seguro se sí mismo, autosuficiente, fuerte, con un carisma que le había envidiado y que tenía al mundo comiendo de su mano había mudado en uno vulnerable, atemorizado...—. Por favor —rogó con la vista fija en la esposa rosa y desprovisto de color en las mejillas.

En cuanto distinguió que se le empañaban los ojos verdes, tragaba y comenzaba a respirar con dificultad, supo que la había cagado en grande de nuevo. Las bromas con él nunca tenían el resultado que esperaba, ya lo sabía de sobra. ¿Así que por qué lo seguía intentando?

Se apresuró a su lado y le sacó las esposas que volvió a guardar en su cartera con rapidez al percatarse que eran la causante del estado alterado de su jefe.

—Ya está —le comunicó, pero él parecía no escucharla ni notar su presencia. Continuaba respirando agitado y como perdido. Le acunó el rostro y lo obligó a que conectaran los ojos—. Ya no está —le aseguró, preocupada, a la par que le apartaba el flequillo de la frente sudorosa.

De pronto, él se le abalanzó y la estrujó contra él.

—Estoy aquí contigo, estoy aquí contigo —dijo una y otra vez como si fuera un mantra al tiempo que hundía la nariz en la curvatura del cuello femenino y respiraba con violencia.

—Sí, Mark, estás conmigo —afirmó con suma inquietud mientras él temblaba contra ella y la apretaba en ese abrazo desesperado.

Algo sucedió que a ella se le escapaba del entendimiento. Jamás en los años que lo conocía lo había visto ponerse tan mal, ni siquiera cuando Alex había estado en riesgo de muerte. Con mucha delicadeza, comenzó a pasarle la mano por el cabello dorado al tratar de calmarlo, aunque en ese instante parecía algo imposible dado el estado perturbado en el que se hallaba.

—Estoy aquí y no voy a dejarte —le prometió, y él la abrazó con aún más fuerza, tanta que casi no lograba respirar ella tampoco.

Sin evitarlo, sus sentidos despertaron a la vida ante la cercanía masculina. La sangre le corría a mil kilómetros por segundo y el corazón bailaba un flamenco en su pecho, respiró su aroma fresco como el jengibre mezclado con grosellas. No una fragancia que se encontraría en un hombre, sin embargo, en él parecía acentuar aún más su masculinidad, y a ella la volvía loca. Inspiró y se deleitó hasta que sintió la tensión con la que él la sostenía y pronunció el agarre que mantenía sobre él.

—Huy, lo siento, tórtolos. Pero deberían cerrar la puerta —bromeó una inesperada voz desde la entrada en tono jocoso.

—¡Nick! —chilló, y el pelilargo se detuvo, extrañado—. Llama a Alex —suplicó ella al voltear la cara.

El hombre pudo constatar que su jefe no se encontraba bien, por lo que sin que se lo repitieran dos veces, salió disparado hacía el despacho del otro director del departamento.

—¡Alex! —se detuvo para tomar aire y se aferraba de uno de los respaldos de los sillones bordeaux al tiempo que interrumpía la reunión que mantenía con Andy y Fred—. Mark...

—¿Qué ocurre, chico? —preguntó al punto que se elevaba del asiento al notar lo alterado que se hallaba el recién llegado y presentir que nada bueno le anunciaría.

—Está mal, tienes que ir ahora mismo a la sala de archivos.

Alex tampoco se hizo esperar, corrió hacia su amigo mientras Nick detenía a Fred y Andrew, quienes también se disponían a ir detrás y les hacía una señal de negación con la cabeza.

Apenas Alex entró, lo sorprendió lo que vio. Mark se abrazaba a Keyla con tal desesperación que se asustó. Hacía tiempo que él no tenía uno de sus ataques, podría decir que años desde la última vez que se había puesto tan mal. Había creído que habían desaparecido del todo al igual que las pesadillas que lo asaltaban casi a cada noche. Se le rompió el corazón en un millar de pedazos al contemplarlo de aquel modo.

Salió de su parálisis, se acercó y le posó una mano en la cima de la cabeza. Sintió su temblor apenas lo tocó y un escalofrío lo sacudió a él mismo al hallarlo tan vulnerable. Se le formó un nudo en las entrañas, aún no habían sanado las viejas heridas. Había pensado que con el tiempo..., pero él debía saberlo mejor que nadie. Algo como lo que Mark había sufrido no era un tormento que desaparecería así como así, por más que los años transcurrieran.

Mark no se mostraba tal cual era, y Alex lo conocía como cada línea en la palma de su mano, no por nada era su hermano del alma. Era un ser especial, con una luminosidad propia que irradiaba a quien tuviera alrededor, pero bien adentro, fuera de los ojos de quien quisiera escarbar, era un hombre que había sufrido demasiado y que trataba que la oscuridad no llegara a la superficie. Como si mantenerla a raya lo resguardara de alguna forma y no lo carcomiera por dentro.

—Mark —lo llamó despacio—. Mark, mírame, hermano.

Él se apretujó aún más a Keyla, y ella también acentuó el abrazo sobre él de manera automática. Ella alzó la mirada a Alex con angustia pura al no saber cómo proceder.

—No sé... —se calló al ver que el moreno se ponía un dedo sobre los labios al pedirle silencio y negaba con la cabeza.

Con ternura, Alex tomó el rostro de Mark y lo elevó hasta que sus ojos se conectaran. Le acarició las mejillas y le retiró los mechones húmedos.

—Marcus —murmuró con una sonrisa y un cariño infinito en la mirada.

—Alex —susurró el rubio al reconocer a la persona que tenía en frente una vez que pudo enfocar la vista.

El alivio bañó el semblante de Mark y aflojó un tanto el agarre sobre Keyla, aunque aún no la soltaba.

—Sí. Estamos en Nueva York, Sarah, tú y yo estamos en Nueva York, Mark —le aseguró como si hablara con un niño sin dejar de acariciarle el rostro.

Keyla no entendía el intercambio de palabras, se hallaba un tanto descolocada, pero poco le importaba. Tan solo quería que Mark volviera a su actitud cínica y sardónica con ella y que dejara de ser el ser temblante y frágil que se aferraba a su físico como si se encontrara en medio de un huracán.

—La lastimas, Mark. Suéltala y ven conmigo —pidió al tiempo que le masajeaba por detrás del cuello. Mark bajó la mirada a la mujer que presionaba contra él como si no se hubiera percatado de su presencia—. Ya escapamos y estamos a salvo.

«Ya escapamos y estamos a salvo». ¿Qué quería decir con eso?, se preguntó Keyla en la mente con desesperación, la intuición de que algo grave ocurría y de lo que ella no tenía ni idea fue como una gran roca en su estómago. ¿Escaparon de dónde? Y mejor dicho, ¿de qué?

Lentamente, Mark se desasió de Keyla y sin dirigirle ni una palabra ni una sola mirada, se aferró al costado de Alex, quien enseguida le pasó el brazo por los hombros y juntos se dirigieron al corredor y luego hacia el despacho del rubio.

En cuanto Keyla alcanzó la puerta, escuchó cómo Alex le preguntaba cuál había sido el disparador del ataque.

—No lo sé —mintió Mark con la cabeza gacha.

Ella sabía que habían sido las esposas, más precisamente el hecho de que lo inmovilizara. Miles de preguntas se le formularon en la mente. Había algo en su pasado que ella desconocía y... ¿Qué sabía de él antes de que entrara en la compañía de su padre? La respuesta era simple y rápida: Nada.

Se sorprendió de que le picara toda la piel con las ansias de descubrirlo, de develar cada detalle acerca de él. Pero más que nada, enterarse de qué era lo que lo afligía hasta el punto de sostenerse justo a ella, una persona que odiaba con cada recoveco del alma como no hacía más que reprocharle cada vez que se cruzaban.

Lo que más la tambaleaba era el torbellino de sensaciones que sufrió cuando él se apretó a su torso. La boca se le había secado con las ansias de saborearlo una vez más y la sangre le bullía al tiempo que los dedos le escocían por el anhelo de acariciarlo. Al menos había pasado las yemas por esa cabellera hermosa que siempre se encontraba despeinada, eran hebras tan suaves y finas y de un tinte tan dorado que parecía que los haces de luz salían de la misma cabeza masculina.

Jamás hubiera esperado sentir la pasión y el deseo que la habían asaltado con Marcus. Jamás de los jamases. Al menos no de nuevo y mucho menos con tal ímpetu. Ahora debía decidir qué hacer con sus emociones, o, por lo pronto, tomar la determinación de mantenerlas a raya si quería ganar el respeto y admiración de su padre. Ya no era una adolescente inexperta, era una mujer y podía manejarlo.

Y estaba más que encauzada a demostrarse ante el gran señor Hayworth, había esperado durante años la oportunidad y no la desperdiciaría ahora por el deseo por un hombre que la odiaba con ferocidad. Si tenía algún tipo de relación, por más que fuera casual y esporádico, su padre lo achacaría a que gracias a eso había progresado en la pasantía. No tenía en muy buena estima a las mujeres, y ella no escapaba a la dura crítica por más que fuera su hija.

Más aún cuando recordaba las vueltas que tuvo que dar para convencer a su padre de que la incluyera en el grupo.

—Hija, ¿por qué no te doy un cheque y te compras un coche nuevo? —propuso Lawrence Hayworth, el amo y señor de las empresas Hayworth, no sin cierto desdén, en un despacho tan suntuoso que acobardaría a cualquiera, pero nunca a su propia hija.

Lo más cómico de la oferta era que él ya le había regalado uno hacía unos seis años, al cumplir los diecisiete, y ella, tan estúpida, no había tomado clases de manejo al aguardar que él mismo le enseñara. Así que ahora tenía un bonito vehículo en el garaje de la mansión juntando polvo y cubierto de telas de araña y al que no sabía ni siquiera por dónde se ingresaba la llave para encenderlo. Bueno, tampoco tan así, Jeffries nunca dejaría que nada permaneciera sucio en la casa. Él era el mayordomo y algo así como la figura paterna que nunca le ofreció su propio padre, era el hombre que se preocupaba por que llegara a salvo por las noches y la regañaba cuando hacía alguna travesura.

—Vamos, papá. Solo quiero estar en el grupo, si no soy buena, no llegaré a nada —suplicó, como tantas otras veces, hasta el cansancio al individuo con rostro de piedra y postura inquebrantable.

¡Dios lo librara de mostrar alguna emoción! El amo y señor del imperio Hayworth no tenía arrugas en la cara, dado que nunca sonreía y su expresión de enfado era su regularidad, así que nunca se sabía si estaba dispuesto a rebanar cabezas o se encontraba de mejor humor. Era alto, delgado, aún con contextura atlética y con un cabello gris que le otorgaba cierta actitud señorial. Era escaso en sus encantos, al menos con ella, y sospechaba que era igual con sus amantes. No hacía más que sacar su chequera y ofrecer una compensación por el vacío que había en su alma y en su corazón. Por suerte, ella había tenido una familia un poquitín distinta para compensar la distancia emocional paterna. Daba gracias por contar con Jeffries, Mildred, la cocinera, Agnes y Hanna, encargadas de la limpieza de la mansión, los que le habían enseñado lo que era contar con personas que la amaban y le otorgaban su cariño sin condiciones.

—Querida, ambos sabemos que solo quedarás en ridículo —argumentó su padre como si fuera algo más que obvio y tirando por la borda la emoción que ella sentía de trabajar codo a codo con él.

Un puñal directo al corazón y sin la anestesia previa para evitar el inmenso dolor que la embargó. Su padre nunca perdía oportunidad de convertirla en un bicho susceptible solo de ser aplastado. Claro que era el único que tenía y no podía evitar amarlo y aclamar por su admiración a cada instante. En años anteriores lo había tratado de hacer al poner el apellido en ridículo en el instante en que veía una cámara delante o a cuanto evento asistía, siempre con el mismo resultado: ninguno. No había nada que movilizara el alma de Lawrence, y hasta sospechaba que quizás nunca había tenido una dentro de su ser.

Tampoco tenía a su madre, no es que hubiera muerto, sin embargo, así lo parecía. Desde que se había divorciado de su padre hacía unos siete años, llevándose varios millones en el proceso, había tenido varios amantes, siempre con un colchón de dinero en el que poder revolcarse. Y por supuesto se había olvidado al completo de la hija abandonada en los Estados Unidos.

Ahora mismo viajaba con su nueva pareja, un empresario italiano que la colmaba de regalos y, por lo que Keyla veía en las portadas de las revistas, la mantenía más que feliz. Así era como se enteraba de sus andanzas, por los paparazzi que la seguían.

No la llamaba ni siquiera para su cumpleaños, al menos su padre siempre le hacía llegar ese trozo de papel con un número de varias cifras escrito con el que solucionaba todos los temas, hasta los que solo podían ser llevados a un buen final con una simple frase acompañada de un beso sincero.

—Por favor, papá. Te juro que te deslumbrarás con lo capaz que soy, brindaré todo de mí —prometió con tal ímpetu que solo le hacía falta arrastrarse y suplicar.

Era honesta en sus palabras, había llegado a ser la primera en su clase y obtendría el título de grado con honores. Sus profesores alababan cada una de sus ideas y más aún los proyectos que presentaba, otorgándole notas sobresalientes. Su padre nunca se había interesado en su rendimiento académico, apenas recordaba qué era lo que estudiaba, estaba segura.

—Lo haré solo si no vienes a incordiarme más a mi despacho, ya te soporto en la casa.

Como si la viera en algún momento en la terrible e inmensa mansión en la que vivían. Keyla había decidido hacía tiempo no mudarse por la estúpida idea de que al compartir el mismo techo, eso los acercaría aún más. Ah, nada más alejado de la realidad. En cuanto él estaba en la casa que había pertenecido a la familia Hayworth por generaciones en Old Westbury, se perdía en su estudio y eso cuando aparecía por allí, dado que la mayoría de las veces se quedaba en su Penthouse sobre la quinta avenida. Con seguridad, nunca solo. Además, la maldita mansión era tan inmensa que podían ni enterarse que se hallaban bajo el mismo techo.

Se sostuvo del marco de la puerta del cuarto de archivo mientras escuchaba a Marcus decirle a Alex:

—No voy a poder asistir...

—Fred se hará cargo, despreocúpate.

Se sintió fatal, solo quería que llegara tarde a la reunión, no dejarlo tan fuera de combate. La idea era mantenerlo allí un rato hasta que alguien lo hallara. Reírse de su expresión furiosa que siempre le dirigía y regodearse en la breve sensación de triunfo, nunca incapacitarlo de tal manera. Apoyó la frente contra el quicio blanco. La sensación de equivocarse por segunda vez con él le anudaba las entrañas. Había personas que aprendían de los errores cometidos, parecía que ella no pertenecía a ese grupo agraciado. Tropezaba con la misma piedra una y otra vez.

La vulnerabilidad de Mark la había dejado en carne viva. Podía mantener la frialdad ante la testarudez y hosquedad de él, pero ¿cómo podía hacerlo cuando se tornaba tan humano y descendía de aquel pedestal de intocable?


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