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El Swing Del Diablo - Salida

—Vamos, estás perdiendo veinte a cero. Ni siquiera sabía que eso podía pasar, estadísticamente hablando —dijo Gabriela, haciendo malabarismos con una brillante moneda de un dólar entre sus dedos—. Elija otra.

—No sé. ¿Cabezas? ¿Puedes concentrarte? —dijo Franco, escuchando atentamente a través de unos auriculares.

Con un movimiento rápido del pulgar, la moneda saltó al aire, aterrizó en la palma de Gabriela, la cual estrelló contra el dorso de su mano izquierda.

—Cruz. Hombre... Quiero decir, señor, tiene terrible suerte. Eso es veintiuno a cero.

—Silencio —dijo Franco, presionando un botón en el tablero frente a él—, ya empezó la reunion.

Las bocinas hicieron sonar a todo volumen la voz nítida y ligeramente pasivo-agresiva de Dara Lynch a su alrededor, dándoles a la habitación llena de policías federales asientos de primera fila para las conversaciones privadas de la Capitana. El micrófono que habían colocado en su oficina el otro día estaba en el punto perfecto para capturar hasta el más mínimo susurro.

—...tardes, Dunne —dijo la Capitana, seguido de algunos movimientos de pies—. Ahora que todos están aquí, tenemos que discutir algunos asuntos, principalmente, cómo nos lo están metiendo por el culo dijo, seguido de un fuerte golpe.

—Alguien se levantó con la patita izquierda —comentó Gabriela, antes de ser silenciada por Franco.

—Tal vez cerrar esa puerta, Dunne —dijo Dara, seguido de un crujido, probablemente la puerta al cerrarse. El silencio dominó la habitación, y sólo se escuchó un ligero movimiento de pies de fondo. Sin previo aviso, el sonido incesante de una gaita inundó toda la sala de vigilancia. Creó un sello sonoro que hizo vibrar la habitación con un chillido desgarrador.

—¡Maldita sea! —gritó Franco, golpeando el tablero con los puños—. ¡Ya saben que estamos escuchando!

Con solo presionar el interruptor, la habitación quedó en silencio, a excepción de un par de auriculares que seguían emitiendo el desagradable sonido.

—Ya perdimos el elemento sorpresa —dijo Franco, encorvado. —Mierda...

—Entonces... —interrumpió Gabriela—, ¿Qué vamos a hacer ahora?

Franco se llevó la mano a la boca y se dio unos golpecitos con el dedo índice sobre la nariz. Gabriela nunca había visto así a su jefe. Por lo general era un hombre tranquilo y sereno.

—Tengo que hacer una llamada —dijo mientras se levantaba—. Espera aquí, y si puedes entender algo entre el bullicio, dímelo.

No esperó a que Gabriela respondiera antes de saltar afuera. Ella hizo lo que le pedía y se puso los auriculares, pero del otro lado no llegó nada más que gaitas. Gabriela pasó el tiempo lanzando la moneda ella sola. Después de quedar desconcertada por diez cabezas consecutivas, Franco regresó a la sala.

—Agarra tus cosas, nos vamos.

Gabriela le pasó los auriculares a un oficial que esperaba, corriendo detrás de Franco.

—¿Puedes al menos decirme a dónde vamos?

Su mano pronto encontró su boca, lanzándole una mirada penetrante. Con su mano libre, se llevó un dedo a la boca y asintió levemente hacia ella. Ella entendió que él quería que ella guardara silencio. Ella asintió.

Salieron de la oficina del fiscal en un instante y tomaron el Sedan de Franco por Congress Street.

—Estoy recibiendo una vibra bien macula de usted, jefe —dijo Gabriela, todavía jugueteando con la moneda entre sus dedos.

—Lo siento, pero las orejas tienen paredes —dijo Franco, entrando en la calle Bowdoin.

—Las paredes tienen oídos —corrigió Gabriela.

—La misma diferencia. Debemos actuar rápido antes de perder nuestra oportunidad.

—¿Qué oportunidad? ¿Qué orejas?

—Eres consciente de que nos estamos enfrentando a la familia criminal más grande de Boston, ¿verdad? No puedes llegar a serlo sin codearte con las autoridades. Tienen oídos por todas partes. Tienen mierda sobre todos.

—¿Incluyéndote? —preguntó Gabriela

—Incluyéndome a mí —confirmó—. No puedes llegar a donde estoy sin codearte con ellos. Es simbiótico.

—Entonces ¿por qué está...?

—Estamos aquí —dijo, saliendo frente a la Iglesia Old South. El edificio era amenazador, elevándose sobre la pareja como Goliat sobre David. El exterior gótico y tosco contrastaba fuertemente con los edificios modernos que los rodeaban. La gente pasaba junto a ellos de izquierda a derecha, sin molestarse en reconocer la catedral a la decadencia Católica en el corazón de la ciudad, o al par de federales que estaban delante.

—Ven —ladró Franco, abriendo una pequeña puerta lateral junto a la puerta principal. Conducía a un vestíbulo poco iluminado, por el que pasaron sin siquiera echar un vistazo, antes de entrar a la cámara principal. Viejos bancos de madera llenaban el espacio entre el pasillo izquierdo y derecho, conduciendo a un altar inundado de luz que atravesaba el vidrio multicolor que adornaba la pared más alejada. Candelabros sobre candelabros cubrían el techo, todos iluminados, pero la oscuridad aún caía en cascada a través de los mismos cimientos de la iglesia. La madera y la piedra caliza se fusionaban y derretian en arcos que se balanceaban en las sombras, burlándose de ellos desde todas direcciones. Todo en esa habitación exudaba una presión que ahogó a Gabriela: cientos de años de pecados y crímenes, amor y muerte. Los muros se lo habien tragado todo, sin decirlo, pero siempre sabiendo.

Franco tocó con dos dedos una palangana llena de agua bendita y pronunció una oración silenciosa antes de entrar. Gabriela quiso hacer lo mismo pero se sintió abrumada por todo el asunto.

Sintió ojos clavados en ella tan pronto como entró.

—Iré a encender una vela y luego me iré. En diez minutos habrá un Uber esperándote afuera —comentó Franco, caminando por el pasillo hacia el altar.

—¿Ah? ¡¿Me vas a dejar aquí?!

—Me temo que sí.

—Está bien... ¿por qué carajo? Ups, lo siento, Diosito. ¿Por qué... carrizo?

—Debes confesarte —dijo Franco, señalando un pequeño confesionario al lado de la habitación.

—¿Confesar qué? La marihuana es legal ahora, ¿no? —dijo con una sonrisa, haciendo todo lo posible para aclarar la situación, pero la mirada de Franco era tan sombría como el edificio en el que se encontraban.

—Bien. Iré. —No sabía a dónde iba esto, pero confiaba en su mentor.

El confesionario tenía un aspecto casi tonto comparado con el resto de la habitación. Era meramente unos paneles de madera pegados entre sí y algunos adornos desvencijados que no acababan de combinar con el resto de la decoración. El interior era aún peor, sin ni siquiera una cruz de madera colgada en la pared. Sólo la pequeña habitación, del tamaño de un baño de avión, dividida por una pequeña rejilla. Pero ella no estaba sola allí. Había alguien en el otro compartimento.

—Padre, perdóname, porque he pecado... supongo —dijo Gabriela, sin saber qué hacer.

—Bueno —dijo una figura claramente femenina, con voz grave—, únete al club.

—¿Padre? Quiero decir, ¿madre? —preguntó Gabriela. Mirando a través de la rejilla, pudo ver que la figura tenía el pelo largo, atado en una cola de caballo.

—No tengo hijos, pero claro, lo que sea que te de paz, cariño.

—Entonces supongo que no eres sacerdote —dijo Gabriela.

—De bolas, Sherlock, ¿qué te dio esa idea? —dijo la mujer.

Gabriela vio una luz azul brillar desde el costado del sacerdote, seguida de una nube de humo.

—Se supone que no debes fumar aquí, ¿sabes?

—Es un cigarrillo electrónico. Relajate.

Ambas se quedaron en silencio por un segundo. Ninguna de ellas inició una conversación. Sólo el ruido de fondo les hacía compañía.

—Entonces, ¿que hacemos aqui? —preguntó Gabriela.

—Consideralo como una entrevista de trabajo —respondió la mujer.

—Ya tengo trabajo, muchas gracias.

—¿Ah, de verdad? ¿Cómo te va con eso? Estás intentando atrapar a un mafioso, pero lo unico que has podido atrapar es un mocoso.

—Cómo...

—Silencio, niña. Lo se todo. Y no lo conseguirás —dijo la mujer, fumando del cigarrillo electrónico.

—¿Por qué?

—Me dijeron que eras inteligente.

Gabriela se tomó un momento para pensar en una razón. Cualquier razón. —¿Es porque... tienen suciedad sobre todos?

—Bingo. ¿Ves? Puedes ser inteligente. Sí, tienen suciedad sobre todos, pero no sobre ti. Eres nueva. Limpia. No pueden amenazarte con revelar algún acto de corrupción, o alguna indiscreción. Eres politicamente inchantageable. Pero no puedes hacerlo sola.

—¿Y por qué es eso? —preguntó Gabriela.

—Por la misma razón. Estás demasiado limpia. Necesitas un aliado. Alguien que pueda ensuciarse las manos.

—Supongo que serías tú —dijo Gabriela.

—Bingo.

—Sí, no, gracias —dijo Gabriela levantándose de su asiento—. No me acuesto con gente que ni siquiera puede mostrarme la cara. Simplemente no soy ese tipo de chica, ¿sabes? Primero me gusta que me enamoren. Que me inviten a tomar una taza de café o algo así antes de ofrecerme ser mi mano derecha.

—Cariño, tú tampoco eres mi tipo, pero esta es la única manera. Piensa en ello como una cita a ciegas. No puedo invitarte a tomar un café, pero puedo darte un regalo. Mire debajo de tu asiento.

Gabriela rebuscó debajo del asiento y tal como había dicho, había un teléfono viejo.

—Awn, no debiste haberlo hecho —dijo Gabriela. —Ahora quedo como una idiota por no traerte nada. Soy un desastre en las citas.

—Un teléfono imposible de rastrear. Sin Wi-Fi, sin datos, sin llamadas. Sólo mensajes —dijo la mujer.

—Y tu información de contacto...

—Ya está dentro.

Gabriela revisó el teléfono. Un solo contacto.

—¿Estragón? Ese es un nombre extraño.

—Un nombre seguro —dijo.

—Está bien, claro, lo que sea, Estragon. Mi nombre es...

—Vladimir, tu nombre es Vladimir. No podemos usar nombres. Fácilmente rastreables —dijo Estragon.

—Seguro. Lo que digas. Pero mi querida Estragón, de algo no te has dado cuenta —dijo Gabriela.

—¿Y que sería eso? —respondió Estragón.

—El hecho de que no confío en ti. ¿Qué te hace pensar que quiero trabajar con alguien que dice que no le importa ensuciarse las manos?

—Porque me necesitas —dijo Estragon con indiferencia.

—Aja, claro, lo que digas —dijo Gabriela, antes de que su teléfono comenzara a sonar—. Disculpe, tengo que contestar esto. Aloha, habla Gabby.

—Hola, señorita Reyes, es el detective Graham Dunne, ¿del caso Geber? —dijo una voz profunda al otro lado.

—Por supuesto. Detective Dunne, del caso Geber. ¿Qué puedo hacer por ti?

—Me preguntaba si podríamos hablar un poco sobre el caso.

Estragon tocó la pantalla divisora dos veces para captar su atención. —Pon el altavoz —susurró.

—No —susurró ella, cubriendo el teléfono con sus manos—. ¿Por qué?

—Querías ver que tan útil te será, ¿verdad? Déjame cortejarte un poco. Considéralo como regalo de primera cita.

Gabriela esperó un segundo antes de decidirse a obedecer. Empujó el teléfono lo más cerca que pudo de la rejilla.

—¡Lo siento! Sí, por supuesto, me encantaría discutir el caso.

—Bien. Se trata de la evidencia. Pensé que habías hecho una suposición errónea...

—Oh, no hago suposiciones, detective, e incluso si lo hiciera, le aseguro que no son erróneas.

—Vamos, todos cometemos errores. Se supone que debemos estar juntos en esto. Ayudeme a ayudarla. Todas las pruebas apuntan al señor Wolfe. Las cintas, la declaración jurada...

—Vamos, detective, todos sabemos que la evidencia es circunstancial. Las cintas no muestran nada, y sin las huellas dactilares en el auto, no se puede decir realmente si lo hizo o no. Revisaron el coche en busca de huellas dactilares, ¿no?

—No, el coche estaba destrozado. Habría sido un desperdicio...

—Curioso —interrumpe Estragon—, el coche está destrozado, y aun así pudieron descifrar que los frenos habían sido cortados, al contrario de una destrucción natural por la fuerza del impacto al chocar.

—Espera —dijo Gabby, viendo la sombra de Estragon calar una bocanada de su cigarro electrónico—, ¿entonces me estás diciendo que el auto estaba en suficientemente buenas condiciones para determinar que los frenos habían sido cortados, pero no lo suficiente como para recuperar una huella? Eso parece terriblemente conveniente.

—Bueno, yo... está bien. Te doy la razón en eso, pero...

—Y usted sabe que las declaraciones juradas sin pruebas bién podrían ser papel de desecho.

—¿Y qué pasa con las cintas? —gritó Graham desde el otro lado.

—¿No lo acabamos de discutir?

—No, no lo hicimos. Dijiste que no probaba nada y estoy de acuerdo.

—Entonces, por qué—

—Espera, déjame terminar —dijo Graham—. Tampoco demuestra que el Sr. White haya tenido nada que ver con el asesinato de ninguna manera o forma. Aquí tengo videos del recorrido del Sr. White toda la noche y no muestran ninguna anormalidad.

Estragon volvió a golpear el divisor. Gabriela entendió que debía apagar el altavoz.

—Fabricar una cinta es bastante fácil de hacer, así que todo eso significa mierda —comentó Estragon.

—Las vi. Parecían legítimas, pero no mostraban nada realmente incriminatorio. Incluso le dieron algunas cintas sobre el Sr. White.

—Ya veo —dijo Estragón—. Pregúntale si él personalmente solicitó esas cintas.

—¿Por qué?

—Sólo hazlo —dijo Estragon, fumando de su cigarrillo electrónico.

—Detective, ¿pediste esas cintas del Sr. White?

—¿Qué quieres decir? Por supuesto que yo...

No. Piénsalo bien. ¿Solicitó que le mostraran las cintas del Sr. White personalmente, o el hotel fue quien las voluntario?

Se encontraron con un silencio atónito.—No, no lo recuerdo. Pero espera un segundo, grabé esa conversación.

¿Te importa si lo pones en el altavoz para poder escucharla?

—No veo por qué no. Espera un segundo.

Escucharon un crujido desde el otro lado.

—Ok, lo tengo. ¿Aún estás conmigo?

—Sí. Dale.

Una voz diferente sonó desde el altavoz. Era un poco distante pero lo suficientemente cercano como para ser entendido.

—Por supuesto que no, detective. También le daré una copia de las cintas que estoy a punto de mostrarle, como prueba. Antes de comenzar, debo hacer un pequeño descargo de responsabilidad. En el hotel Park Plaza tenemos una política de cooperación total. Es libre de ver las cintas, hacer inspecciones de las instalaciones; básicamente, todo lo que ayudaría a cualquier investigación. Nosotros, sin embargo, defendemos la privacidad de nuestros invitados y asistentes por encima de todo. No divulgaremos ninguna información sobre un huésped que no sea parte de una investigación. Le explicamos esto a su capitana y ella...

Estragón golpeó la mampara con la mano, haciendo que Gabriela saltara sobre su asiento.

—Espera —interrumpió Gabriela. Estragón acercó dos dedos al divisor—. Dos cosas que quiero señalar.

—Ok.

Gabriela apagó el altavoz. —Está bien, ¿y ahora qué?

—Primero, le entregaron las cintas de manera preventiva. No las del principal sospechoso, sino las del Sr. White contra su propia política. Dicen que no dan información sobre personas que no están bajo investigación, pero le dieron cintas sobre White. En segundo lugar, ni siquiera los solicitó el, sino Dara. Esa es una señal de alerta. ¿Por qué la propia capitana de policía solicita pruebas? Eso va en contra de la cadena de mando.

—¿Por qué harían eso? —preguntó Gabriela.

—Quieren despejar las sospechas del señor White. Intentan demostrar que todo está bien para que él no vaya a hacer preguntas más tarde.

—Bueno. Intentemos esto.

Volvió a tocar el teléfono, quitando el mute.

—Primero, no pediste las cintas ni la copia. ¿Las pidio Capitán?

—Si, supongo...

—Y dijeron que no revelarían información sobre nadie que no esté bajo investigación, ¿correcto?

—De hecho, pero—

Entonces, ¿por qué te dieron información del Sr. White? ¿Era el Sr. White objeto de la investigación en ese momento?

—No —admitió Graham.

—¿No te parece un poco extraño?

Un fuerte golpe vino desde afuera, haciéndola saltar.

—Lo lamento. Tengo que ir. Como dije, investiga al Sr. White. Eventualmente encontrarás algo interesante. Adiós.

Y dicho esto, apagó el teléfono. La puerta se abrió y un niño pequeño vestido con una túnica apareció como un ángel, trayendo luz al pequeño nicho.

—El señor Guidice me pidió que te avisara que tu Uber está afuera. Por favor, sal.

—Gracias, enseguida estaré allí —le dijo al niño—. En cuanto a ti —dijo, volviéndose hacia Estragon, pero no había nadie. En algun momento, ella se había escabullido.

El teléfono desechable recibió un mensaje.

—Estaremos en contacto. Ten cuidado.

Supongo que ahora tengo pareja, pensó Gabriela saliendo del confesionario.

Por alguna razón, todavía sentía esos ojos mirándola desde la oscuridad mientras salía.

Había entrado en la guarida de los leones y la única salida era luchar con todas sus fuerzas.


EL SWING DEL DIABLO - FIN

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