14
Cobarde…
Cobarde…
Cobarde…
La cena se me hizo eterna. La voz, en mi cabeza, no dejaba de torturarme.
La cena era abundante y no faltaban platos para elegir. Pero mientras masticaba, no me di permiso de sentir placer por nada. Cada bocado parecía papel.
La voz no quería dejar de mortificarme. Comencé a hacerme a la idea de que sería una noche terrorífica. Pero apenas me escabullí a mi dormitorio y cerré la puerta tras de mí, todo cambió. Mi mundo cambió, solo por una imagen: un cuaderno de negras tapas duras reposaba sobre la almohada. Y cerca suyo una pluma dorada de inigualable belleza y su medalla, la de san Cristóbal, la misma que le había devuelto. Algo de lo que ya me había arrepentido por completo. Sentí que mis piernas cobraban vida propia y en pocos pasos inconscientes me acerqué al cuaderno.
Su roce me incendió las yemas de los dedos. Los ojos se me abrieron de par en par y todo el cansancio y la desidia que sentía se me olvidaron por un momento. Como si supiera que había algo más para mí, lo abrí con las manos temblorosas y la respiración agitada.
Ahogué un grito de asombro cuando encontré unas líneas estilizadas en la primera página. No sé cómo lo supe. Sólo lo supe. Era la letra de Mew. Y era el mismo poema que me había recitado frente al cuadro del santo.
"Amor inquieto"
(Johann Wolfgang Goethe)
¡A través de la lluvia, de la nieve,
A través de la tempestad, voy!
Entre las cuevas centelleantes,
Sobre las brumosas olas, voy.
¡Siempre adelante, siempre!
La paz, el descanso, han volado.
Rápido entre la tristeza
Deseo ser masacrado,
Que toda la simpleza
Sostenida en la vida,
Sea la adicción de un anhelo,
Donde el corazón siente por el
Corazón,
Pareciendo que ambos arden,
Pareciendo que ambos sienten.
¿Cómo voy a volar?
¡Vanos fueron todos los
Enfrentamientos!
Brillante corona de la vida,
Turbulenta dicha,
¡Amor, tú eres esto!
No sé cuántas veces leí el poema. Pero cada vez que lo hacía, una corriente de dicha me traspasaba todo el cuerpo, como un rayo.
¡Qué poder tan intenso tenían aquellos versos en mí!
¡Qué poder tenía ese hombre sobre todo lo que yo sentía y pensaba!
Estaba totalmente desconcertado. Nunca nadie me había hecho sentir de la forma en la que Joachím lo hacía. Era una completa locura si me ponía a pensarlo con frialdad. Quizás por eso no lo hice.
Creo que era ya la medianoche cuando volví de mis pensamientos. Volví mi vista desde el exterior, que solo me dejaba ver un cielo completamente oscuro, tormentoso y me dejaba como regalo unos finos copos de nieve adheridos al cristal ya empañado.
El cuaderno reposaba en mi regazo. No lo había soltado ni una sola vez. Era como estar acariciándolo a él. Porque su presencia me rodeaba por todos lados. Su habitación estaba impregnada de su esencia. Desde que vi el regalo, supe cuál era su motivo. Mew quería que yo volviera a escribir.
Hacía mucho que no me enfrentaba a una página en blanco. Las máscaras y los demonios internos me habían mantenido ocupado, obnubilado, más bien, y había abandonado para siempre aquel deseo de niño.
No, para siempre, no. Porque, aunque en un principio lo creí muerto, el deseo reaparecía ahora más vivo que antes. Me picaban los dedos por tomar la pluma. Me revoloteaban frases, nombres, ideas y sentimientos, sin el menor esfuerzo. Y sin proponérmelo, comencé a escribir…Pensando para mis adentros que sólo serían vanas tonterías de joven enamorado. Sentimientos y frases comunes que puede llegar a garabatear a su amada o a su amado cualquier persona que descubra que se ha enamorado por primera vez; y se cree el único del planeta y el más feliz.
Aunque este enamoramiento- que ya había tenido el coraje conmigo mismo de aceptarlo, no me estaba haciendo sentir la persona más feliz del planeta. Más bien, todo lo contrario.
Pero acaso, ¿no es eso el amor? O mejor dicho, ¿no es también eso el amor?
Goethe lo expresaba muy bien en aquel poema. ¡Cómo si me hubiese conocido! ¡También describían sus palabras todo el torbellino de sentimientos encontrados que se habían adueñado de mí desde la primera vez que vi sus ojos!
Eran ojos mágicos. Sin dudas, me habían hechizado. Mew era un poco brujo. Y si no cómo explicar el cuadro…
No supe bien cómo pasó aquella noche, no fui consciente del paso del tiempo, ni del cansancio ni del frío. Se me entumecieron los dedos, se me agarrotaron las piernas por la mala postura, me picaban los ojos somnolientos; y sin embargo nada me importó. Sólo un golpe suave en la puerta, quién sabe cuánto tiempo después, me trajo nuevamente a la realidad. Alcé la mirada, un poco aturdido. A penas oí lo que Bridgit me decía. Y bajé con ella las escaleras rumbo a la cocina sin siquiera mirar el cuaderno. Sin percatarme que un tropel de palabras y sentimientos habían fluido como torrente y habían ganado sus páginas.
Nunca más le he temido a una hoja en blanco.
Supongo que eso también se lo deberé a Mew.
El día voló. Apenas vi a Mew unos minutos por la mañana. Y como Corinna le andaba revoloteando opté por mantenerme al margen y me escabullí a mi habitación justo después del almuerzo.
Toda la posada estaba atareada con los últimos preparativos y con la excusa de no entorpecerlos, logré que me dejaran tranquilo toda la tarde. Muy dentro de mí deseaba que Mew viniera a la habitación con cualquier excusa. Pero no lo hizo. Y recién cuando sentí el brazo agarrotado de tanto escribir, alcé la mirada hacia la ventana y me di cuenta de que me había perdido la cena.
La casa de campo amaneció revolucionada por lo que nadie me prestó demasiada atención, hasta la hora de partir hacia la iglesia. Fue allí cuando no encontré ninguna excusa para rechazar la invitación de Mew a ir en su carro con él. Me trepé detrás, junto con Mutter Ava, mientras trataba de no ver la sonrisa de Corinna al saberse con la suerte de viajar al lado de Mew.
Lamento mucho que mi estado de ánimo no me permitiera disfrutar de la pequeña ceremonia en la iglesia, ni del almuerzo que la posada le ofreció a los recién casados y la docena de invitados. Comí, bebí y reí como todos los demás; aunque mi mente seguía junto al cuaderno que me esperaba en la habitación de Mew.
Y cuando creí que ya podía retirarme del festejo discretamente, viendo con un poco de frustración que Mew parecía muy concentrado en una conversación privada con su ex novia, y sin percatarse de mi salida de escena, oí mi nombre, en un tono de voz nervioso, entusiasta y hasta con unas notas de sorpresa, todo mezclado. Sentí que mis piernas se paralizaron y no tuve que darme la vuelta para saber quién era el que me llamaba.
Mi corazón se aceleró peligrosamente mientras lo guiaba a un camino de piedra cerca del río. No quería mirarlo. No podía. No estaba preparado aun para enfrentarme a él. Apenas escuchaba sus palabras. Y me llevó un tiempo entender que no parecía enojado sino más bien, arrepentido. Me explicó, hasta divertido, cómo me había encontrado siguiendo el dispositivo de rastreo de mi celular, que todavía seguía en la vieja estación de tren.
Eric podía llegar a ser muy persuasivo cuando quería. Y los años que llevé conviviendo junto a él, me enseñaron a conocerlo y a conocer sus trampas. Y supe, sin ninguna duda, que me estaba mintiendo.
Aunque cuando me animé a mirar sus ojos, me parecieron sinceros. Era una mirada que no le había visto antes. Tal vez me estaba diciendo la verdad. Tal vez había sido una aventura pasajera que no se volvería a repetir. Tal vez sí me amaba de verdad.
O tal vez yo había cambiado. Y sus palabras ya no tenían ningún efecto sobre mí. O sobre mi corazón. Porque mi corazón ya no le pertenecía. Ya no amaba a Eric, si es que alguna vez lo he amado de verdad. Lo que sí era seguro, era que yo amaba a Mew. Y aun cuando no era correspondido, sabía que no volvería a esa vida de mentira en Berlín.
Ahora sabía exactamente lo que quería…
Por alguna razón, no recuerdo todas las palabras que Eric me dijo en aquel último encuentro. Sin embargo, jamás podré olvidar lo que me dijo al irse:
—Siempre supe que la vida que llevábamos no te hacía feliz. Esperaba que te dieras cuenta. Y me alegro que finalmente lo hicieras.
Lo vi alejarse con la extraña y nueva sensación de paz, que había venido a buscar. Me alegré que no fuera rencor lo que yo sentía al verlo. Tampoco aquel dolor que me atormentó tanto en aquellos últimos días. Era algo distinto. Era agradecimiento. Creo que sin él y sin su traición no hubiese sido capaz de deshacerme de todas las máscaras que yo mismo me había impuesto usar.
Caminé sin rumbo fijo, disfrutando de los últimos rayos del sol del atardecer. Recién me di cuenta de dónde estaba cuando vi los ojos cansados de San Cristóbal, recibiéndome en la capilla silenciosa. Me paré cerca y lo contemplé. Y como aquel día había sido distinto a cualquier otro día que hubiese vivido yo hasta antes, le elevé una oración, esperando que el santito no se enojara con mi petición.
Luego me persigné y me senté en un banco en la penumbra. Y mientras veía cómo la poca luz que quedaba en el recinto se retiraba, su voz me llegó desde muy cerca, haciendo una vez más que mi corazón se salteara un latido.
—¿Quién vino a buscarte?
—Su nombre es Eric.— le respondí sin mirarlo.
— ¿Es el mismo que te traicionó?
Asentí. Y antes de que preguntara algo más, me decidí a contarle todo.
No quise mirarlo hasta el final. No quería ver su reacción. Aunque la intuía. También sabía que era lo mejor. Mew se merecía saber todo sobre mí. Mientras él permanecía en silencio, yo pensaba en cuál sería la mejor manera de despedirme y agradecerle por todo lo que había hecho por mí.
¿Qué estaría pensando? ¿Cómo se tomaría la noticia de que yo era homosexual? ¿Le cambiaría en algo la imagen que él tenía de mí?
Su silencio me estaba acobardando así que no perdí más tiempo, alcé la mirada y lo miré fijamente.
Sus ojos estaban clavados en mí, conmovidos hasta las lágrimas. Sentía tan cerca su respiración que no podía pensar en nada más pero antes de que mi mente racional me llamara a la cordura, su voz me preguntó en un susurro:
— ¿Qué le pediste a San Cristóbal hace un momento?
— Un beso de amor…— se me escapó y mi corazón latió alarmado.
Mew sonrió y se acercó un poco más.
— No te lo he contado…pero…en el sueño que tuve, te vi aquí mismo, así cómo estás ahora…y yo…
Mew se calló de repente.
No pude evitarlo y en otro susurro le pregunté:
—Y tú… ¿qué…?
Pero no me respondió. Con una chispa que nunca le había visto en los ojos, me tomó de la mano y prácticamente me arrastró hasta la posada, en completo silencio, y con una sonrisa extremadamente sensual. Sin prestar atención a las voces que nos llamaban desde la cocina, subimos hasta su antiguo lugar de creación. Recién ahí me soltó y buscó en el baúl mi retrato. Se acercó a mí y me señaló algo en la parte de atrás de la tela. Desconcertado pude leer en letra clara-su letra-la fecha, su firma y tres palabras que me hicieron vibrar de emoción:
Un beso de Amor…
Y entonces supe que él también me amaba. Y me perdí en sus labios. Y ya nunca más estuve perdido.
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