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13

Me aferré a la medalla de Mew, que colgaba ahora de mi cuello, como si fuera un salvavidas. Buscaba, a cualquier precio, evitar seguir ciegamente mi impulso de correr hacia él. El arrebato que me invadió al escucharlo recitar fue tan abrumador que creí que perdería el control y le diría, allí mismo, todo lo que estaba sintiendo por él.

Cerré los ojos y esperé a que el volcán en mi interior se fuera apagando. Agradecí en silencio al Santo por haber ganado la sensatez. Sólo a unos pocos segundos estuve, sin embargo, de confesarle todo. Y en lo más hondo de mí mismo, me sentí orgulloso de haberme podido controlar. Aunque no pude evitar oír un eco débil y lejano en mi mente: "fue cobardía; no, sensatez…"

Por suerte -o por desgracia- no tuve tiempo de reflexionar nada más pues unas risas nos llegaron desde el altar. Y la atmósfera extraña, mágica, abrumadora que hasta ahora nos rodeaba se quebró doloroso.

   —El cura párroco necesita hablar cn el padrino, Mew.

Lo vi alejarse en silencio. Quise ver su rostro antes de que desapareciera por el atrio pero la penumbra del lugar no me lo permitió. Sentí entonces que alguien se sentaba a mi lado y creí que era Bridgit. Pero me equivoqué.

   — Mucho gusto. Soy Wilheim. Y tú eres…

   — Gulf…

    Nos estrechamos las manos y me pareció que me miraba de arriba abajo.

   — Mew me ha hablado mucho de ti...

   —¡¿Cuándo?!— alcancé a balbucear.

   — Cuando me telefoneó durante su viaje a Berlín. Se bajó antes y llamó a la estación de Frieden para que avisaran a la posada de tu posible llegada. Ya sabes que en la posada no hay teléfono. Y luego me llamó a mí…

No pude evitar sonreír al saber que Mew le había hablado de mí a su mejor amigo. Busqué con la mirada en la penumbra a Bridgit y a Corinna. Las hallé cuchicheando entre ellas un par de bancos más atrás.

   — Espero que…haya dicho cosas buenas de mí aunque…pensándolo bien no me conoce de nada.

   — ¡Claro que te conoce!— exclamó Wilheim.

A pesar de la escasa luz del recinto noté cómo se sonrojaba. Claramente había hablado de más. Aproveché que tenía ahora sus ojos fijos en el altar para observarlo con más detalle: su cabello algo despeinado era casi del color del oro y sus ojos tenían un matiz claro y estaban coronados por pestañas onduladas. Sus labios eran finos y extremadamente pálidos.

Percibí que se volvía a mirarme y bajé la vista con rapidez.

   — ¿Te ha contado sobre la pintura? La que dice se parece a ti, la que él mismo pintó...—me preguntó casi en un susurro. Sus ojos brillaban traviesos.

Asentí y miré de soslayo hacia la puerta lateral. Wilheim calló por un momento y juntó las cejas. Parecía concentrado en algún pensamiento. Volvió a mirarme y dijo:

   —Es todo muy raro. Aunque aquí...siempre pasan cosas raras. Es por el cuadro..., ya sabes...

   —¿El cuadro...de San Cristóbal?

     Unas risas apagadas nos llegaron de repente desde muy cerca. Corinna y Bridgit parecían divertirse con su conversación. Y percibí entonces que Wilheim se ponía serio.

     —Parece que mi hermana está decidida esta vez. Siempre que se le mete algo en esa cabeza loca que tiene, no para hasta conseguirlo.

Lo miré con mucha curiosidad sin entender demasiado de qué hablaba. Entonces, con una media sonrisa, me explicó:

   — Ahora se le ha metido en la cabeza que será ella la siguiente en casarse. Y está dispuesta a que sea en esta misma iglesia. Así se lo prometió a nuestro santo patrón.— Wilhem señaló directamente hacia la pintura— Nunca le ha fallado, según ella. Ni una sola vez. Y está tan decidida que creo que efectivamente tendremos otra boda en Frieden muy pronto.

Sentí un nudo en el estómago y mi cuerpo pareció entenderlo todo antes que yo. Aun así no pude evitar preguntar:

   — ¿ Con quién desea casarse Corinna?

   — Con Mew, por supuesto...

Me entró un repentino mareo y tuve que morderme el labio para no hablar de más. Wilheim miraba ahora a su hermana con una gran sonrisa.

   — Mew y Corinna han sido novios cuando todavía iban al colegio. Luego mi hermana se fue a estudiar a Berlín, a la academia de declamación y se quedó a vivir allí. Quería que Mew también fuera. Las dos familias estaban encantadas con esa unión. Prácticamente estaban prometidos por sus padres desde que nacieron. La única que nunca estuvo de acuerdo, debo decirlo, fue Mutter Ava. Ella decía que Mew había nacido para otras cosas… No me preguntes cuáles son esas cosas…porque no lo sé. Todos al principio creíamos que así sería pero luego…con la muerte de sus padres…, los planes cambiaron. Mew terminó con la relación y dejaron de verse. ¿Te ha hablado ya de eso?

   —¿Sobre la muerte de sus padres…? Sí…— dije casi en un susurro.

Wilheim continuó:

   — No fueron novios mucho tiempo. Para Mew lo más importante siempre fue la pintura. Nunca tenía ni tiempo ni energía para nada más. Aun así, mi hermana siempre ha seguido enamorada de él. Yo creí que con el tiempo y la distancia lo olvidaría pero parece que no fue así. Cuando supo que Bridgit y yo nos casábamos, eso precipitó su decisión de volver. Ha venido dispuesta a recuperar a Mew, palabras textuales suyas. Y dice que no se marchará hasta que él no coloqué una sortija de compromiso en su dedo. Conociéndola como la conozco,– Wilheim bajó la voz hasta casi convertirla en un susurro– sé que lo conseguirá.

Yo estaba estupefacto. No sabía muy bien qué decir. Agradecí en silencio que fuéramos interrumpidos en ese segundo exacto por aquellas dos jovencitas, quienes se acercaron a nosotros casi corriendo y riendo a carcajadas.

Carcajadas que sentí casi como un insulto a mi enclenque estado de ánimo. Si bien ya sabía que entre Mew y yo nada podría suceder, fue un golpe bajo tener que oír aquella desgraciada revelación. Tuve que hacer un verdadero esfuerzo para no romper en llanto allí mismo. El dolor que me venía pisando los talones me volvió a invadir. Me puse de pie y avancé serio hasta la pintura de san Cristóbal. Me persigné casi en un acto inconsciente. Hacía mucho tiempo que no pisaba una iglesia. Ya poco recordaba de los actos litúrgicos. En realidad, me persigné esperando que los otros creyeran que iba a rezar.

Tuve suerte porque percibí que las voces de los tres comenzaron a apagarse. Pude verlos, a través del reflejo del cristal de la pintura, que se encaminaban hacia la pequeña salida.

Tragué saliva y ahogué un sollozo. Y fui consciente de que aquella necesidad de huir quería apoderarse de mí otra vez. Y una voz- que volvía a sonar muy parecida a la de Eric- me recordó que había un boleto de tren en la estación que llevaba mi nombre. Sabía que irme en aquel momento sería la decisión más acertada; yo nada tenía que hacer allí en Frieden. Pero había una parte de mí que detestaba la idea de irse. Y fue esa parte la que aferró mis dedos a la medalla que Mew me había dado y clavé mi vista en el Santo.

Tuve el extraño e inexplicable impulso de hablarle. De elevarle una plegaria, hasta incluso se me pasó por la cabeza la loca idea de hacerle alguna promesa. Pero entonces fui consciente que no recordaba cómo rezar. Me había vuelto un escéptico. Aunque sabía que muy en el fondo no había dejado de creer en un Poder Superior. Sólo que lo creía tan lejano y tan ocupado en asuntos más importantes que dudaba mucho que lograra escuchar algún pedido mío.

Me pareció por un momento que el Santo me miraba de reojo. Tenía pintadas unas muy realistas gotas de sudor en la frente, como si le estuviera costando mucho cargar al niño sobre sus hombros. Y entonces pensé que quizá alguien más terrenal como él- y no el muy ocupado Poder Superior- podría escucharme. Abrí mi boca, entonces; y después de un momento en completo silencio, volví a cerrarla. Un pensamiento atormentado me invadió de repente: no parecía muy correcto hablarle a un Santo, en el medio de una pequeña iglesia consagrada, sobre un amor tan…terrenal. Un amor…homosexual… me estremecí de solo pensarlo. Y me alejé, sintiendo mucha vergüenza.

El viaje de vuelta no fue lo suficientemente largo como para quitarme toda la desazón. Los otros no habían dejado de parlotear en todo el camino y creí que mi silencio pasó desapercibido. Más, cuando me quedé rezagado, al descender de la carreta, la voz de Mew me trajo de mi mundo de ensueños y pesadillas.

   —¿Te sientes bien, Gulf?—me preguntó, mientras miraba de reojo cómo los demás entraban a la posada.

Asentí y busqué su mano. Deposité en su palma la medalla que me había dado varios minutos atrás. Me miró muy serio.

   — Será mejor que tú la tengas. La verdad es que no soy muy devoto de ningún santo. – dije evitando su mirada– Caminaré un rato. Volveré en seguida…

   — ¿Te…vas a marchar?

Aquella voz casi quebrada me obligó a mirarlo. Sus ojos azules estaban clavados en los míos. Y dio un paso hacia adelante. Retrocedí casi con violencia al sentir su respiración sobre mi rostro.

   — No…, no me iré. Solo voy a dar un paseo.—dije mientras me alejaba, dándome cuenta de que sus mejillas se habían encendido. (Aunque quizá fuera por el frío de la tarde que arreciaba). Oí que la puerta lateral de la posada se cerraba tras de mí y me relajé. Esperaba que no me siguiera. Y no lo hizo.

Prácticamente me escondí detrás de un grupo de árboles bajos, buscando protección entre sus ramas tupidas. Protección contra el frío aire y también contra ojos curiosos.

Al principio temía que Mew viniera a buscarme; pues quería estar solo. Su presencia hacía que mi dolor aumentase. Y también mi rabia, mi desilusión y mi sentimiento de fracaso.

Al fin y al cabo, aquella loca huida de Berlín no me había aportado nada bueno. Tenía más problemas que antes y ni una sola idea de cómo solucionarlos. Una vez más sentí nostalgia de Berlín. ¿Quién lo hubiera dicho? Sentir nostalgia por una ciudad que jamás me agradó. Y estaba muy cerca. Podría irme corriendo hasta la estación y esperar allí la llegada del tren. 

Pensar en ello me puso la piel de gallina. Sabía que aquella sensación no era por la nieve que ahora comenzaba a caer y a humedecerme la ropa.

¿Sería yo capaz de irme sin despedirme? Miré hacia la posada, con sus luces bajas encendidas y su chimenea exhalando una nube de intenso humo oscuro. No tuve problemas en imaginar que la cena ya estaba a punto de ser servida y sentí incluso las risas de todos mientras se juntaban alrededor de la mesa. Suspiré ante aquella visión. Mi tristeza no tenía lugar en medio de aquel clima de algarabía. 

Completó mi decisión un grupo de amenazadoras nubes de tormenta que avanzaban desde el oeste. El atardecer se mostraba perturbado. Igual que mi corazón.

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