12
Cuando llegué al dormitorio de Mew me temblaba todo el cuerpo. Dejé la puerta entreabierta; necesitaba aire. Me parecía estar viviendo el argumento de un cuento surrealista. Me encontraba también en medio de un duelo: mi pareja me traicionaba con quien yo había considerado era mi mejor amiga. Fue, desde el minuto cero, un dolor en el pecho que solo parecía amainar cuando Mew me miraba. Y eso era lo surrealista. En vez de estar llorando por el amor perdido –o pensando en cuál era el futuro que me esperaba- mi mente en cambio no hacía otra cosa que pensar en Mew; deseaba escuchar su voz, buscaba su mirada hipnotizante, anhelaba su cercanía permanentemente, agradecía en silencio cualquier roce accidental de su brazo con el mío al caminar.
Miré a través de la ventana escarchada. La hermosura de la tarde alpina me invadió el alma y una dulce sensación de felicidad- totalmente inesperada y fuera de lugar- se apoderó de mí.
No tenía recuerdo alguno de haberme sentido así en toda mi vida. Era una sensación completamente nueva y muy difícil de rechazar. La lógica parecía no tener cabida. Aunque sabía que estaba siendo muy irracional.
Mew se iría toda la tarde. Lo recordé con dolor y dejé que un sentimiento profundamente insensato se apoderara de mí. ¿Por qué desperdiciar aquella oportunidad? En pocos días, yo me iría de allí. Me iría sin saber si volvería a verlo alguna vez. Eso precipitó mi decisión de querer pasar a su lado cada minuto que pudiera. Me urgía verlo. Me urgía su presencia.
—Mew…—suspiré mirando hacia el horizonte lejano.
— Aquí estoy…— su voz dulce me llegó desde la puerta abierta, urgida y emocionada.
Me di la vuelta y sonreí.
— Esperaba que hubieras cambiado de idea…y aceptaras acompañarme.
La emoción no me permitió hablar pero sí logré que mis piernas avanzaran y lo seguí perpetuando mi sonrisa hasta el patio lateral.
— No te importa ir en la vieja carreta, ¿verdad?—me preguntó Mew— Es que hace tiempo que yo…no manejo automóviles.
Dos hermosos caballos nos guiaron a través de un bosque de pinos altos. Yo iba adelante, junto a Mew y detrás de nosotros Bridgit y Corinna - quien me pareció disgustarse cuando Mew me ofreció el asiento de adelante.
—Vamos a la iglesia. El cura quiere ver a los novios y a los padrinos antes de la ceremonia.— me contó Mew.
— ¿Y el novio estará allí?— pregunté con curiosidad.
—Sí, es Wilheim, mi hermano— escuché a Corinna que parecía contenta de meterse en nuestra conversación— Ya lo conocerás…
—Wilheim es mi mejor amigo. Nos hemos criado juntos, prácticamente desde que nacimos. Tiene una pequeña granja hacia el sur, cerca del Danubio. Es un lugar muy hermoso.
—Sí, hermoso para ir de visita pero no para vivir…— la voz de Corinna sonaba burlona.
— ¡Yo viviré allí! Y estoy encantada…— comentó Bridgit alegre.
Vi que Mew me miraba de reojo. Me guiñó un ojo y volvió a concentrarse en el camino. Yo también fijé mi mirada en el camino.
Aquel paisaje seguía provocando en mí una sensación de profunda paz que solo era comparable con la sensación que aquellos ojos color océano- profundos y prohibidos- me generaban cada vez que se posaban en los míos. Inspiré hondo como buscando que mis pulmones se llenaran de toda aquella paz. Miré el cielo límpido que se abría sobre nosotros a intervalos por entre las ramas altas y me dejé llevar por el traqueteo de la vieja carreta que pareció envolverme. Me sentí arrullado como si fuera un niño. Un niño feliz, pleno, inocente, descubriendo y experimentando las cosas hermosas de la vida.
Hubiera dado todo lo que tenía por perpetuar aquel momento sublime. En su eterna compañía. En su ardiente cercanía. Sentí sus ojos sobre mí, cada tanto y le regalaba una sonrisa, sin mirarlo. La compañía que venía detrás nuestro cuchichiando alegremente me obligaba a mantener mi vista al frente. Pero esperaba que Mew se diera cuenta de que mis sonrisas eran única y exclusivamente por y para él.
Perdí la noción del tiempo bastante rápido. Por lo que me sorprendió que Mew frenara el paso de los caballos con un silbido suave y sostenido. Y entonces la vi: la figura de una ermita blanca, con una pequeña entrada oval coronada con un rosetón de piedra caliza purpúrea que sobresalía en aquel paisaje verde y plata.
Quedé hipnotizado al descubrir aquel lugar que parecía nacer del suelo más que haber sido construido. No había ni casas, ni rutas, ni personas en kilómetros a la redonda.
— ¿Gulf…?
La voz de Mew me trajo de mis ensoñaciones y caí en la cuenta de que todos habían bajado ya de la carreta, menos yo. Sentí que el corazón se me saldría del pecho cuando aquellos largos dedos rozaron los míos para ayudarme a descender. Subí los dos escalones de piedra de la entrada tratando de controlar mi taquicardia, lo que me resultó difícil pues sentía a Mew casi pegado a mí. El silencio casi sepulcral del pequeño recinto circular y la poca luz que entraba por unas precarias ventanas talladas en las paredes de barro me sobrecogieron. Sentí que entraba a otro mundo.
Siempre he disfrutado las atmósferas que se respiran en las iglesias, que me provocan una sensación muy difícil de explicar. Y que no se parece a ninguna otra.
Sin embargo, esa vez, esa sensación pareció multiplicarse exponencialmente. Y no tenía que pensar demasiado en la causa. El hecho de saber que aquel joven estaba a mi lado, unido a aquel ambiente casi sobrenatural me hicieron desear perpetuar aquel instante.
Inconscientemente me pegué a Mew y cuando me di cuenta no fui capaz de correrme. Sentía su brazo rozando el mío. Entonces esperé a que fuera él quien se corriera. Pero no lo hizo. Y caminamos hasta una hilera de bancos laterales así, prácticamente pegados. No me animaba a mirarlo pues temía que él viera mi rostro sonrojado.
Nos sentamos en silencio, uno bien cerca del otro, aun cuando el banco de madera era largo. Me alegré cuando vi a Bridgit y a Corinna lejos de nosotros, avanzando directamente hacia el altar para luego desaparecer por una puerta lateral.
— El cura párroco espera en la sacristía. Aunque parece que... Wilhem no ha llegado aún. — me susurró Mew.
Sentí que mi corazón volvía a desbocarse dentro del pecho al ser consciente de que estábamos solos rodeados de una cómplice atmósfera a media luz y…tan cerca. Mi cuerpo comenzó a temblar así que dije lo primero que se me ocurrió:
—¡Qué hermosa es aquella pintura!
Mew siguió curioso la dirección de mi mirada y vi por el rabillo del ojo cómo asentía.
— Es San Cristóbal llevando en brazos al niño Jesús. Es una de mis obras preferidas.
Volvía a susurrarme. El ambiente parecía pedirnos que no levantáramos nuestras voces. Y entonces yo también susurré, y con la excusa de que me escuchase con claridad me acerqué más a él, lo que me hizo vibrar de pies a cabeza. Y su perfume terminó por envolverme mágicamente.
— Es...una obra maravillosa. Y este lugar también lo es.
Vi que Mew se volvía hacia mí para regalarme una de sus hermosas sonrisas. Y fue con aquel sutil movimiento cuando pude notar que el dibujo en relieve de su medalla era el mismo del cuadro que estábamos contemplando.
—Este es mi santo protector. — me dijo Mew al ver que mis ojos se habían clavado en su pecho— Es el santo de los viajeros.
Y antes de que yo pudiera decir algo, se quitó la medalla. Pasó el cordón por encima de mi cabeza y me la colocó sin mediar palabra.
Nos miramos fijamente por largos segundos en completo silencio. Y creo que nos hubiésemos quedado así el resto de nuestras vidas sino fuera porque un ruido seco se oyó detrás de nosotros. Nos dimos la vuelta, sobresaltados y me separé casi con violencia de Mew cuando me percaté de que una figura oscura avanzaba directo hacia el altar.
—¡Llegas tarde! — la voz ahora fuerte y clara de Mew terminó de romper el hechizo.
—Lo siento..., es que perdí dos cabras. Y me llevó casi tres horas encontrarlas...
Me divertí con aquel comentario a la par que Mew se sonrió.
— Ellos están en la sacristía. Ve. Nosotros los esperaremos aquí.
El extraño enfiló directo a la pequeña puerta que había en un oscuro rincón cerca del altar y despareció por ella. Y como por arte de magia, la atmósfera silenciosa y enigmática nos envolvió otra vez. Aunque no pude volver a reunir el valor suficiente para volver a acercarme a Mew quien ahora tenía sus ojos clavados en el cuadro de San Cristóbal. En silencio, lo imité.
En la pintura, el anciano llevaba un bastón, que antes yo no había visto. Aun con mis escasos conocimientos en arte, pude reconocer que estaba pintado al óleo y el rostro del pequeño infante sobre sus hombros levemente encorvados. Sus ojos reflejan una profunda paz.
Paz que yo había perdido desde la intromisión de aquel extraño que había roto el clima de intimidad. Extraño que- aun cuando no habíamos sido presentados- yo sabía era Wilheim.
Sin embargo, seguía siendo consciente de su cercanía. Mew seguía allí, a mi lado. ¡Cuán diferente podía llegar a sentirme en su presencia! ¡De qué forma se trastocaban mis sentimientos según me mirara, me rosara o me sonriera!
Mi pecho asfixiado era una maraña de sensaciones que no hacían más que nacer allí y recorrer todo mi cuerpo, de punta a punta, obnubilándome la mente. Y podía pasar de la tranquilidad de un valle, a un secreto bosque o a un turbulento mar.
Cerca de él no se me hacía fácil pensar con claridad, aun cuando pequeños atisbos de dolor lograba mezclarse con todo lo demás. El dolor era porque sabía que Mew no estaría a mi lado para siempre. Y que nunca sería mío.
"¿Acaso de esto se trata el amor?", me pregunté atormentado.
Y entonces sucedió algo que jamás podré explicar de forma lógica: Mew se levantó del asiento y avanzó unos pasos hacia la imagen del santo. Y con una voz que pareció brotarle desde lo más recóndito de su corazón, recitó unos versos que plasmaron con espeluznante exactitud aquello que yo había estado sintiendo en esos oscuros momentos:
"¡A través de la lluvia, de la nieve,
A través de la tempestad, voy!
Entre las cuevas centelleantes,
Sobre las brumosas olas, voy.
Brillante corona de la vida,
Turbulenta dicha,
¡Amor, eso eres tú! "
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