10
—¡Hola, Gulf!— la voz de Bridgit me trajo a la realidad. Y por fin pude quitar mi vista azorada de aquella alta y esbelta mujer que avanzaba hacia nosotros.
Hasta ese momento yo no había visto que Bridgit venía detrás de ella, a pocos pasos de distancia. Esbocé mi mejor sonrisa aunque estuve seguro de que no fui muy convincente.
— Sabía que estarían por aquí…— dijo Bridgit, guiñándole un ojo a Mew— Este es el lugar favorito de mi primo. Ah, perdón, Gulf te presento a Corinna, mi mejor amiga y mi dama de honor. Ha venido desde muy lejos para mi matrimonio. Ah…y como detalle…, es con su hermano con quién me casaré.
No dejé de notar que Mew y Corinna se miraban de reojo y sonreían. La joven, quizá de mi edad, se quitó un mechón de cabello rubio de su rostro, le di un fugaz beso en la mejilla a Mew y luego estiró su mano para saludarme.
— Mucho gusto.— mentí— Soy Gulf Hauser.—hice un gran esfuerzo para que las palabras me salieran.
Hablaron los tres, entre ellos, todo el camino de regreso a la posada. Yo no logré articular ni una sola sílaba. Ni tampoco entendí de qué iba la conversación. Tenía el cerebro paralizado. Sentía como si me hubiesen tirado un balde de agua helada, sin previo aviso.
¿Cómo era posible estar en un momento en el más hermoso paisaje del mundo, junto a la mejor compañía que se podía elegir, sintiendo su magnético perfume y escuchando sus palabras dulces, conmovidas, casi mágicas y, al instante siguiente estar en un mundo helado, duro y doloroso?
No pasó desapercibido para mí las insistentes miradas que Corinna le lanzaba a Mew cada vez que tenía oportunidad. Me molestaba que aquella mujer no hacía nada por disimular lo atraída que se sentía por Mew. Y en seguida aquel pensamiento me avergonzó. Por lo que no tuve valor para volver a mirarlo. Y apenas llegamos a la posada, dije la primera excusa que se me ocurrió y logré escabullirme hacia el dormitorio, donde me habían instalado.
Cerré la puerta tras de mí y suspiré sonoramente. Me froté el pecho, sintiendo que otra vez ese tan temido dolor quería apoderarse de mí. Caminé hacia la ventana y miré hacia fuera, buscando calmarme.
—No te dejaré…— le dije al dolor—Esta vez no dejaré que te apoderes de mí. No por alguien a quien ni siquiera conozco.
Respiré hondo y asentí con firmeza cuando sentí el pensamiento que se acababa de formar en mi cabeza:
"Debes marcharte de aquí… y ahora mismo".
Cuando pensaba en la forma de llegar hasta la estación de tren, un golpe suave en la puerta me hizo sobresaltar.
— Adelante…—dije sabiendo de antemano que era Mew.
Su rostro serio se asomó por la puerta entreabierta y me buscó con la mirada.
— ¿Gulf, estás bien?
— Sí. — dije rápidamente y desvié la mirada. Si no lo miraba me sería más fácil decirle que me marchaba—Yo…quería decirte…
—¿Tienes un momento?— me interrumpió Mew—Quisiera mostrarte algo…
No fueron las palabras sino su repentina sonrisa traviesa la que me convenció para que lo siguiera. De un plumazo se borraron mis ganas de partir. Al menos, el hecho de quedarme un rato más no empeoraría mi situación, pensé. Y mientras lo seguía me pregunté cómo podía ser que aquella sonrisa suya me hiciera sentir bien, incluso en el medio de un dolor tan intenso. Y no era la primera vez que me hacía esa pregunta. Pero aún así no era capaz de hallar la respuesta. Al menos una que me satisficiera completamente.
Creí que nos dirigíamos hacia la planta baja, a la cocina. Pero Mew, con media sonrisa iluminándole su hermoso rostro, me hizo una seña cómplice para que lo siguiera por una angosta escalera de piedra, semi-oculta en un rincón del segundo piso. Lo seguí, no a él, sino a aquella tentadora sonrisa, en silencio. Subimos y entramos a un pequeño altillo con una única ventana oval a través de la cual podía verse todo el valle incluso hasta el azul profundo del Danubio que parecía coquetear con las nubes bajas de Diciembre. Todo se veía magnífico desde allí arriba. Los caminos nevados adornados con troncos secos y desnudos me hicieron sentir, otra vez, en medio de un cuento.
Cuento que podría fácilmente tenerme como protagonista y no sólo como mudo espectador. Me vi a mí mismo, allí arriba, escribiendo y mirando a través de aquella ventana, alternando frases, pensamientos y miradas, esperando la vuelta de aquel que amaba y que curiosamente se parecía mucho a Mew. Me di la vuelta, intuyendo que me estaba mirando. Me encontré con sus maravillosos ojos y no tuve el valor de dejarlos.
No sé por cuanto tiempo nos sostuvimos mutuamente las miradas. Quizá no fuera mucho, pero sí suficiente para arrancarme una sonrisa.
¡De qué forma desesperada me atraía aquel hombre!
— ¿Qué es este lugar?— pregunté aún maravillado por cómo me miraba.
— ¿Te gusta?— me respondió Mew con otra pregunta.
—Mucho. Está lleno de…magia…
Lo recorrí con la mirada aunque no había mucho que ver: sólo una vieja mesita cerca de la ventana junto a una silla medio destartalada aunque me pareció cómoda cuando me senté en ella, aceptando una silenciosa invitación de Mew. Las paredes color crema parecían envolverme en un cálido abrazo y el suelo rústico marrón claro estaba bastante desgastado. En el rincón opuesto al que me encontraba, un antiguo baúl completaba el mobiliario. Volví mi mirada al escritorio y de repente se me ocurrió para qué utilizaba Mew aquel lugar reservado y a resguardo de ojos curiosos.
—Tú pintas aquí, ¿verdad?
Mew sonrió y asintió.
— Pintaba…— dijo unos segundos después.
Se acercó a mí y se apoyó en la mesa, usándola como silla. Me puse de pie, sin perder tiempo, y me acomodé a su lado. Volvió a sonreírme.
—¿Ya no lo haces? ¿Por qué?
—Cuando terminé la escuela me gané una beca para estudiar arte en Berlín. Pero no quería aceptarla. No estoy hecho para la vida de ciudad. Mis padres me convencieron para que me fuera. Era necesario, según ellos, si yo quería crecer como artista. Partí, una tarde de Agosto en el tren de las seis. Cuando llegué al hostal donde iba a quedarme, me dieron un mensaje. Habían telefoneado desde la estación de Frieden -aquí nunca hubo teléfono—Mew hizo una mueca y prosiguió— Mis padres…habían tenido un accidente cuando volvían por el camino. Los frenos del automóvil fallaron y con la tormenta perdieron el control y…
Mew calló de repente. Sentí su respiración acelerada. Y sin pensarlo dos veces, pasé mi brazo por sus hombros y lo atraje hacia mí. Se acurrucó en mi pecho y ocultó su rostro justo cuando las lágrimas le mojaban el rostro. Lo envolví con los dos brazos y lo apreté fuerte. Estuvo pegado a mí, llorando en silencio, durante largos minutos. Luego su respiración se fue acompasando. Yo no quería dejar de abrazarlo pero intenté separarme un poco. Se limpió el rostro y me miró con mucha dulzura. Otra vez su aroma a pino y mar me envolvió por completo. Mantuve mi brazo alrededor de sus hombros, pese a mi timidez, y le sonreí.
— Gracias…— murmuró.
Me gustó mucho que no se alejara de mi lado mientras siguió hablando:
—Me volví de Berlín dos días después. Los caminos se habían cerrado por la intensidad de la nieve. Ni siquiera pude llegar para los funerales. Desde ese día, nunca más pinté…
Se me hizo un nudo en el estómago. Su sufrimiento se me hizo carne. Las palabras no me salían.
Él prosiguió después de una corta pausa:
— Años después, una mañana me desperté con los atisbos de un sueño muy vívido que había tenido esa noche.
Mew dejó de hablar otra vez. Su mirada parecía perdida. Quizá estaba rememorando aquel recuerdo. Esperé paciente, sin decir nada, aunque el dolor se estaba transformando en curiosidad al percibir una leve luz que se encendía en su mirada. Él me miró de pronto, sonrió y dijo:
—Me pasé toda esa mañana pintando lo que había visto en mi sueño. Tenía algunas pinturas viejas que no había tenido el coraje de tirar. Me encerré aquí arriba y me olvidé de todo y de todos. Dejé todas mis obligaciones sin hacer. Me estuvieron buscando durante horas hasta que a Bridgit se le ocurrió que yo podía estar aquí. Hacía ocho años que no subía hasta aquí, ni agarraba un pincel. Eso fue hace once días exactamente.
Volvió a callar. Y cuando vi que su mirada se clavaba en el pequeño baúl no pude más con la curiosidad y pregunté:
—¿Y qué fue lo que pintaste?
— Un rostro…— me respondió Mew casi en un susurro. Aún había estremecimiento en su voz– No, un rostro, no. Tú rostro…
Y antes de que yo pudiera reaccionar, Mew dio un par de pasos urgidos hacia el pequeño cofre. Lo abrió y sacó un lienzo. Se giró hacia mí y sonrió.
—¿Quieres verlo? Más bien, ¿quieres verte…?
Asentí mudo. No podía creer lo que acababa de escuchar. Avancé un paso mientras Mew levantaba el lienzo a la altura de su pecho y le quitaba un fino retazo blanco de tela que lo cubría a medias.
Me llevé las manos a la boca para ahogar un grito de sorpresa al encontrar mis propios ojos mirándome desde la pintura. Cuando la sorpresa inicial pasó, fui capaz de mirar el resto: una copia magistralmente calcada de mi rostro en hermosos tonos claros de acuarelas con un suave fondo celeste y una sonrisa en los labios que me hacía verme como si estuviera feliz…., como si hubiera recibido una buena noticia…, la mejor noticia de mi vida.
Parpadeé exultante y sin darme cuenta esbocé la misma sonrisa que mis ojos veían allí pintada.
—¡Esa sonrisa!— exclamó Mew.
La emoción del momento me hizo superar la timidez propia de mi personalidad y me lancé a sus brazos, sin saber qué decir, embriagado completamente por su perfume y su calor.
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