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"En una noche negra,

sobre el mármol negro,

una hormiga negra...

Alá la ve..."

Proverbio árabe.

Sentí como si un rayo mortal hiriera mis pupilas y me atravesara el corazón. Tanto, que todo a mi alrededor se nubló. Y ya no supe quién era quién ni dónde estaba, ni porqué había vuelto de improviso desde el corredor.

Me sujeté al marco de la puerta entreabierta. Ahogué un grito de pánico. Estaba hiperventilando así que practiqué la única técnica de respiración que había aprendido en mis clases de yoga.

Aunque el sentido común me decía que no volviera a mirar, no le hice caso y entorné mis ojos hacia ellos: los dedos enjoyados sobre su hombro, los labios caros rozando su cuello masculino. Las manos pálidas de él sobre la cintura de ella, atrayéndola hacia su pecho viril y la luz tempranera entrando por las lujosas ventanas del décimo piso, iluminándolos a raudales.

Sabía lo que venía a continuación: un segundo beso. Aún así me fue imposible apartar mis ojos de aquellas bocas. Y cuando sus labios se juntaron otra vez, se me escapó el llanto, contra mi voluntad, interrumpiendo la escena.

Sus ojos verdes se posaron sobre mí, primero sorprendidos, luego intimidados. Le tembló el labio- como sucedía siempre que iba a mentir, en sus casos en la Corte, frente al Juez:

—Gulf, ¡no es lo que tú crees!

No le dejé terminar. Dejé caer mi mochila y con nada más que unas monedas tintineantes en el bolsillo y una sensación de fuego en el estómago salí al pasillo. Con voz ahogada, grité para que pararan el ascensor y me escabullí dentro. Cuando la puerta se cerró, recién pude respirar. Había otras personas conmigo, pero no los miré. Me tapé el rostro con ambas manos para evitar que vieran mis lágrimas. No sé si me miraban. No me importaba. Sólo quería salir de allí, lo más pronto posible.

Me imaginé que venía detrás de mí así que salí del edificio prácticamente corriendo. Sabía que Eric me seguía los pasos. En cambio Anna- la conocía muy bien- estaría arriba, observando por la ventana y pensando quizá que era una suerte que ya los hubiera descubierto: jugaba a ser mi amiga- de repente todo se volvió obvio en mi mente- se había acercado sólo con la intensión de quitarme a mi pareja. Aunque nadie obliga a nadie a engañar. Pero yo no supe darme cuenta a tiempo. O no quise. O no tuve el valor.

Llegué hasta la esquina, levemente consciente del frío de la mañana. Me asomé justo a tiempo para ver cómo Eric miraba urgido hacia un lado y hacia el otro. Su cabello claro, cuidado hasta la obsesión, su corbata Hermes , un poco torcida sobre su camisa favorita, comprada en una exclusiva tienda de Nueva York y su sobretodo negro finísimo, lo hacían parecer un modelo sacado de una revista. Cuando miró hacia donde yo estaba, retrocedí. Pero no le quité los ojos de encima a aquel que me había jurado amor eterno, hacía exactamente cinco años, frente a un puñado de conocidos.

No había familia.  Nuestro amor nos había hecho sacrificar varias cosas importantes de nuestras vidas, entre ellas, la familia. Aún así, con ese sacrificio a cuestas, yo me sentía el hombre más afortunado del mundo pues que creía que Eric Lorne era el ser más perfecto, inteligente y prometedor que había conocido jamás. Y me parecía mentira que alguien así se hubiera fijado en mí.

 A la noche de nuestro compromiso le siguió una semana en una playa exclusiva, acompañados por dos parejas más. Una de ellas, la formada por Anna, mi mejor amiga, y su esposo no se separaban de nosotros ni a sol ni a sombra. Hasta incluso, ahora que empiezo a recordar detalles simples, Anna me había dicho- en broma- muchas veces que un día me robaría a mi pareja.

Y al parecer no era broma.

Me pregunté, de repente, mientras la veía acercarse a Eric al borde de la calle y hablar con él unas palabras, cuánto tiempo llevaban burlándose de mí. ¿Cuántas veces, en mi propia cama, se habrían reído de mí? Sentí cómo crecía el dolor en mi pecho. Ahogué un nuevo sollozo mientras me alejaba calle abajo, sin prestar atención alguna a dónde me llevaban mis pasos. Tuve la lejana sensación de que mi celular vibraba en uno de mis bolsillos pero no le hice caso. 

A cada paso, aceleraba inconscientemente el ritmo. Y sólo frené cuando choqué con alguien. Levanté la cabeza y vi unos ojos brillantes, mirándome, puros y claros. Eran de un estremecedor color azul celeste, intensos, como nunca antes había visto. Aturdido, balbuceé una disculpa y crucé la calle sin mirar. Escuché entonces una frenada brusca y apenas fui consciente que era por mi culpa. Aún así no me detuve.

Mientras seguía avanzando sin saber a dónde, me aflojé el botó más alta de la camisa y me aflojé el nudo de la corbata. Me levanté el cuello de la campera beige que llevaba para resguardarme del viento frío y seguí, sin pensar, a un grupo de personas que entraba en tropel a la estación de tren. Recién cuando me enfrenté a un vendedor, en una de las ventanillas, supe que tenía que tomar una decisión. 

El vendedor me preguntó por mi destino. No supe qué responder. Mi cerebro parecía bloqueado. Miré a mi alrededor como buscando ayuda. La estación estaba a rebosar de gente, cargando maletas y paquetes, yendo y viniendo. Aunque yo parecía percibir la escena en cámara lenta y hasta las palabras del vendedor me sonaban vagas y lejanas. Ante la insistencia del hombre, metí la mano en mi bolsillo y saqué tembloroso el puñado grande de monedas que llevaba siempre, para repartirlo a todo aquel indigente que me cruzara camino a mi trabajo.

   — ¿Hasta dónde me alcanza…con este dinero?

El vendedor contó pacientemente, miró su planilla y dijo:

   — Sólo algunas pocas estaciones…, hasta Francfort.

Asentí, incapaz de volver a pronunciar palabra alguna. Francfort no estaba muy lejos. Además, ¿qué haría una vez que llegara allí? No tenía ni fuerzas ni ganas para pensar en eso. Lo único que deseaba era alejarme. Tenía la fantasía de que cuanto más distancia pusiera entre Eric y yo, más rápido se iría de mi pecho ese dolor continuo que me envolvía la boca con gusto amargo a traición.

Guardé el boleto en mi bolsillo y caminé hasta el baño más cercano. Tenía quince minutos antes de que mi tren partiera. Tiempo suficiente para mojarme el rostro. Agradecí que el baño estuviese vacío. Evité mirarme en el espejo hasta que no me tiré suficiente agua fría en los ojos. Suspiré y miré mi imagen de reojo. Mi piel estaba más pálida de lo habitual. Y la tonalidad almendra de mis ojos habían perdido si brillo. Algo parecía haberse ido de ellos. La vida. Mi vida. Me acomodé mi cabello ondulado hacia atrás y cerré los ojos. 

El dolor en el pecho se estaba volviendo intolerable y hasta sentí que iba a desmayarme. Y me inundó, sin permiso, otra vez, la imagen de la traición, tan clara y vívida como si se estuviera desarrollando frente a mí. No quería volver a ver ese beso otra vez, pero la imagen no se iba. Y cuando sus labios se encontraron, por enésima vez, abrí los ojos y volví a verlos, no a ellos sino a esos ojos, de un inolvidable tono azul celeste, que me miraban brillantes, reflejados en el espejo frente a mí. Me di vuelta de forma abrupta pero no había nadie detrás de mí. El baño continuaba vacío. Me volví entonces al espejo pero aquella magnética mirada ya había desparecido.

Sacudí la cabeza, confuso y entonces noté que la presión en mi pecho había cedido, sólo por unos breves segundos, justo cuando aquellos ojos me miraron. Pero al encontrar el espejo vacío, el dolor volvió. Me quedé unos minutos tratando de calmarme, hasta que unas voces en el pasillo me interrumpieron y me escabullí cabizbajo cuando unas personas entraron al baño.

Una voz en el alto parlante me avisó que mi tren estaba a punto de partir. Localicé el andén y me subí al primer vagón. Mi boleto era de clase económica así que me senté en primer asiento vacío que encontré. Mientras otro tren partía en el andén vecino, un guarda empezó a pedir boletos. Se lo entregué, cuando llegó mi turno, sin siquiera mirarlo.

   — Usted está en el tren equivocado.- me dijo el hombre de repente.

   — Per…dón. ¿Cómo dice?

   — Su tren acaba de partir. Allí va…— me dijo el guarda señalando por la ventanilla a una máquina roja que se alejaba a toda velocidad. Me devolvió el boleto sin decirme nada más.

No fui consciente de que me había bajado del tren hasta que lo observé alejarse hacia el norte. El andén había quedado vacío y yo me quedé parado, muy cerca del borde viendo, viendo el enorme techo de la estación, sin saber qué hacer. De lo único de lo que era consciente era de  la presión en mi pecho y de mi rostro mojado. No pude detener las lágrimas que comenzaban a mojarme la cara y me tapé el rostro con ambas manos, lleno de vergüenza y dolor.

   " ¡Idiota! ¡Inútil! ¿Es que no puedes hacer nada bien?", escuché en mi cabeza. Claramente mi pensamiento sonaba parecido a la voz de Eric.

Siempre me decía eso cuando yo fallaba en mi trabajo o cuando quemaba la cena por estar despistado con un libro o una película.

   — ¿Necesitas ayuda?— una voz distinta resonó en mi cabeza, de pronto. Pero no era la voz del traidor. Era una voz fresca, juvenil, conmovida.

Y entonces me di cuenta de que había alguien parado cerca de mí. Sentí una mano cálida sobre mi hombro. Levanté la cabeza y quedé petrificado: aquella mirada azul celeste, tan hermosa como el cielo de la mañana sobre el mar, estaba clavada en la mía. Y parecía mirarme preocupado, como si realmente le interesada mi estado.

   — No me…siento…muy bien.— logré balbucear.

Me dejé llevar hasta un banco cercano y acepté en silencio un poco de agua que el extraño me ofreció. El líquido fresco me hizo bien pero creo que aquella mirada fue la que logró que mi respiración se normalizara.

   — ¿A dónde viajas?

   — Acabo de…perder…mi tren— dije tratando de no romper en llanto otra vez.

   —¿Quieres que…te saque otro pasaje o quizá llame a…alguien?— su voz me seguía pareciendo conmovida. 

   — No tengo…más dinero. Sólo…quiero irme…lejos…

   — Entonces, eso harás. Yo te ayudaré…

Y por primera vez el dolor en mi pecho pareció desaparecer...

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