Tres
Tres
Liz recordaba el lugar como si de un viejo recuerdo se tratase.
Las paredes descarapeladas, la cama sobre la que se encontraba tenía el colchón inservible y sucio, un ambiente gris y polvoriento, característico del lugar abandonado. Sin embargo, esta vez yacía en una habitación, y para su consternación, no era una habitación, sino más bien una celda. A pesar del oxidado metal de las barras, éstas estaban bien sostenidas, como si fuera la única parte de ese tétrico lugar que siguiera funcionando.
¿Cómo es que estaba en una celda si se suponía que estaba en un manicomio? ¿Ya no se encontraba ahí?
Otra cosa que le sorprendió fue traer puesta su misma ropa. Unos shorts, tenis y una blusita de tirantes debajo de un cárdigan de punto.
De repente escuchó música. Otra vez. Esta vez era sólo el piano, un allegro que la hacía recordar a una película donde había música alegre antes de que todo explotara.
—¿Hola?
Asomó la cabeza por las barras, esperando ver a alguien por el pasillo al que sólo le funcionaban dos focos y uno parpadeaba sin cesar.
Pensó en el chico que había visto la última vez, aquel cuyo nombre no recordaba.
—¿Hay alguien ahí?
—¿Qué haces aquí teniendo tantos hermosos lugares a donde ir?
La voz a su espalda la espantó y se giró en un acto reflejo.
Era el chico, aquel rubio.
Su cabello no estaba tan despeinado esta vez, percató; sino sutilmente peinado hacia la izquierda.
Él salió de las sombras desde la otra esquina de la celda, y aunque la luz era escasa, Liz supo que era el mismo de la otra vez.
—¿Y bien? —preguntó el chico.
—¿Qué cosa?
—¿Qué haces aquí teniendo tantos lugares qué visitar?
Liz se encogió de hombros.
—No sabía que podía elegir a dónde llegar.
—¿Ah no? —sonrió él y por primera vez ella notó que se le formaban dos hoyuelos al sonreír.
Caleb se acercó un poco para apreciarla mejor.
—Perdona, olvidé tu nombre. ¿Cómo te llamabas?
—Caleb.
—Hola, Caleb.
—Dime, Liz, ¿sabes cómo funciona esto?
—¿Esto?
—Esto —repitió él, extendiendo sus brazos, señalando todo alrededor.
—Pues... No. No realmente.
—Con razón estás aquí.
—¿Qué hay de ti? Tú también estás aquí.
La sonrisa de Caleb se ensanchó.
—Touché, ma dame, aunque eso ya es otro tema.
De la sudadera que llevaba puesta, Caleb sacó un cigarrillo y en el momento en el que se lo puso en los labios, éste encendió. Le dio una profunda calada y después exhaló con satisfacción.
—Lo que me encanta de aquí es que no necesito un encendedor. ¿Gustas? —le ofreció a ella.
—No, gracias. No fumo. Ya sabes, malo para los pulmones y eso.
Caleb rio, realmente divertido.
—Se nota que no sabes.
Liz frunció el entrecejo, ofendida.
—¿Disculpa?
La música se detuvo y de la nada, la celda se abrió con un estrépito metálico que hizo saltar a Liz.
—Te propongo un trato —dijo Caleb antes de darle otra profunda calada al cigarro—. Yo te muestro cómo funciona todo esto y tú bailas conmigo de nuevo.
Liz alzó una ceja, incrédula.
—¿Es en serio?
Él alzó las manos como si fuera algo evidente.
—¿Por qué no lo sería? —Liz no contestó y Caleb continuó—. Vamos, será divertido, y así ambos salimos ganando.
Ella recordó que no tenía tiempo, pues, en el mundo real, estaba dormida en el hombro de su mejor amigo y pronto tendría que regresar porque llegarían a Sheffield. De lo contrario, Cam se daría cuenta de que había tomado una de esas pastillas y se volvería a poner como loco.
—En realidad, creo que tengo que irme. No tengo tiempo ahora.
Escuchó a Caleb reír cuando se dio media vuelta y se giró, ofendida.
—Primera lección —dijo Caleb y exhaló humo del cigarro—: aquí no existe el tiempo. ¿Minutos? ¿Horas? No existen. Anda, ven conmigo.
Caminó por el pasillo como si esperara que ella lo siguiera, y en efecto así fue. Ella fue detrás de él, picada por la curiosidad que le proporcionaron sus palabras.
¿En verdad el tiempo no existía en ese lugar?
Mientras caminaban, Liz observó estupefacta, cómo todo a su alrededor se iba derrumbando.
No, no derrumbando, se corrigió mentalmente, más bien... derritiendo. Las paredes, los barrotes, incluso los suelos, todo fue cayendo lentamente sin estruendo alguno, difuminándose en un fondo blanco.
—En realidad —Caleb extendió los brazos cuando estuvieron en un área infinitamente blanca, sin inicio y sin final—, aquí nada existe. ¿Tu ropa? No existe. ¿La mía? Tampoco. ¿Este cigarro? Menos —después rio como si se hubiera acordado de un chiste—. Por eso me carcome menos la consciencia cuando fumo aquí. No me hace daño; nada puede dañarte aquí. Tal vez sea por eso que es tan adictivo.
Lo último lo había mascullado casi para él mismo, pero Liz pudo escucharlo claramente y entendió un poco más. ¿Sería también por eso por lo que ella había regresado? Algo había sido lo suficientemente fuerte como para hacerla regresar, pero no identificaba qué.
—¿En dónde estamos entonces? —preguntó sin saber exactamente a qué se refería.
—Ahora mismo, en ninguna parte. Y en cualquier instante, en donde tú quieras.
—¿En donde yo quiera?
La de lugares que tenía en la cabeza...
—Bueno, no precisamente en donde tú quieras. Verás... Este escenario es mío.
—¿Qué?
Caleb rio ante la ignorancia de su acompañante. Claro que ella no sabía nada de eso, ¿cuántas personas lo sabían de todas formas? Quizá sólo él. Continuó.
—Cada persona tiene un escenario, así podrías llamarle a este lugar. Escenario, sueño, mente, fantasía... como quieras llamarlo. Después de la pastilla, en el momento en el que comienzas a soñar es cuando apareces en un escenario. Normalmente es en el tuyo propio. El escenario se amolda a tu subconsciente; cosas que viste en la calle, lo que te asusta, lo que más deseas... Igual que en un sueño. La única diferencia es...
Dejó las palabras volando en el aire y extendió los brazos, como un presentador en un circo antes de que la función comience. Justo entonces Liz observó cómo edificios se iban levantando de la nada, emergiendo de los suelos como árboles. Se posicionaron alto en un cielo inexistente y éste se pintó de negro. Al mirar debajo de sus pies, vio cemento gris y las rayas blancas características de un cruce de peatones. Algo la cegó y alzó la vista para toparse con cientos y cientos de carteles y anuncios neón que colgaban de las esquinas de los edificios, todos en una escritura vertical que reconoció como japonés, dándole a la calle una capa de luz artificial.
—El escenario puedes controlarlo —concluyó Caleb—, mientras que el sueño no.
—¿Estamos en Tokio? —preguntó Liz, fascinada.
—Más o menos, sí.
—¿Cómo? —susurró, asombrada.
Nunca había estado en la capital nipona, pero reconocía el cruce Shibuya por sus viajes a través de Google maps, el cruce más transitado del mundo. Sin embargo, en ese momento estaba desierto; los árboles, en las esquinas de los cruces, estaban totalmente pelones y no parecía haber ninguna señal de actividad humana.
Pero las televisiones funcionaban, así también como los semáforos, e incluso podía escuchar el bullicio de la vida nocturna urbana a lo lejos.
—¿Tú hiciste todo esto?
—No literalmente —respondió Caleb—. Yo sólo lo recreé.
—¿Dónde están todos?
El chico rio.
—No hay nadie, estamos tú y yo solos en Tokio.
Liz, que no podía tragárselo, se giró para mirarlo y le irritó la mirada divertida y relajada que él le dirigía.
—¿No puedes recrear personas?
—Claro, es posible. Pero yo decidí estar solos.
—¿Y puedes controlar lo que pasa en la ciudad?
—No. Tú solo pones las cosas, lo demás sólo sucede. ¿Alguna otra pregunta?
Liz se quedó pensando con la mirada fija en un semáforo en verde.
—¿Sólo pueden ser lugares que conozcas?
—No necesariamente. Es decir, este lugar lo conozco y puedo proyectarlo tal y como es porque mis ojos y mi cerebro lo recuerdan. Pero también puedes inventar tus propios lugares. Una pradera, una casa, incluso una ciudad, puedes inventarlo.
—¿Pero?
—Pero es más complicado inventar un lugar de la nada. Lo usual es recrear cosas que tu cerebro u ojos recuerden porque es más fácil. De una foto, una película, un lugar que te imaginaste mientras leías un libro... —metió sus manos en sus jeans y exhaló. Salió vaho de su boca—. Hace frío.
Liz, quien comenzaba a notarlo, se frotó las desnudas piernas.
—¿No puedes hacer que haga más calor?
Caleb rio.
—La temperatura es otro tema. Hará frío si en el lugar donde estoy dormido en la vida real hace frío, y hará calor si en el lugar donde estoy dormido hace calor.
—¿Y donde yo estoy no cuenta?
—Negativo, ma dame, estás en mi escenario.
—Estoy jodida entonces.
Él soltó una carcajada.
—No, no lo estás.
Liz sintió el calor antes de notar una parka de algodón abrigando su cuerpo. Una de las comisuras de sus labios se curvó cuando un pensamiento le cruzó la cabeza.
—¿Entonces podrías tenerme desnuda ahora mismo si quisieras?
Caleb reflejó sorpresa en sus ojos un nanosegundo y después sonrió con picardía.
—¿Me estás dando ideas?
—Para nada —rio Liz.
Caminaron y Caleb se dedicó a fumar otros dos cigarros que seguían prendiéndose solos. La guio por la ciudad mientras le contaba anécdotas de cuando había visitado Japón.
—¿Tienes familia en Japón?
—A mi abuelo le gusta este país —contestó él, sonriendo—, así que solía venir con él frecuentemente.
Caminaron en silencio durante minutos que a Liz le parecieron horas, cruzaron calles que parecían sacadas de una película, hasta que comenzó a darse cuenta de a dónde la llevaba Caleb.
—La Torre de Tokio... —susurró, sorprendida.
Frente a ella yacía la torre de más de trescientos metros de altura, ocho más que la Eiffel, en cuya arquitectura fue inspirada. La torre más alta del mundo, de blanco y rojo, y a esas horas de la noche, con una cegadora luz amarilla que la iluminaba de pies a cabeza. Una lucecita en la punta que parpadeaba constantemente llamó su atención.
—¿Por qué parpadea esa luz?
—Oh, es una antena de transmisión de señales analógicas. Hermosa, ¿no? No importa cuántas veces la vea, siempre me cautiva.
Liz asintió, en total acuerdo.
—Entonces no podemos subir, supongo.
—¿Qué dices? Pues claro que podemos.
—¿Nos harás volar?
—No precisamente—Caleb rio con gracia—. Utilizaremos el elevador.
—¿Elevador? —Liz se sintió estúpida.
—Claro, ¿cómo esperabas llegar al mirador?
—¿Mirador?
Caleb soltó una carcajada.
—Boba.
Boba. Liz detuvo sus pasos ante la mención de esa palabra, aquella que Cameron siempre utilizaba cuando se reía de ella. Lo había olvidado por un momento, que realmente estaba dormida sobre su hombro. Tenía que regresar.
—Eh... ¿Caleb?
Él se había detenido ante la puerta de un pequeño edificio que estaba conectado con el elevador de la torre.
—Oui, ma dame?
—Tengo que irme.
Caleb elevó las cejas, como fingiendo angustia.
—¿No vas a cumplir tu parte del trato y además vas a dejarme en la parte donde me estaba emocionando por mostrarte lo más bello de todo Tokio?
Liz se mordió el labio, inexplicablemente sintiéndose mal por lo que Caleb había dicho, aunque sabía que parte era broma. Ella nunca se sentía mal por nadie ni por nada, se describía a sí misma como una perra egoísta indiferente a los sentimientos de los demás, pero tenía la sensación de que, si se iba en ese momento, despertaría con un amargo sabor en la boca. Y no entendía por qué: sabía que a él le era indiferente si se iba o se quedaba.
Suspiró cuando vio a Caleb con la puerta a medio abrir, sin saber si parar o continuar.
—De acuerdo —cedió y a Caleb se le formaron dos hoyuelitos en las comisuras—. Pero no por mucho.
Siguió al chico por el interior del edificio y entraron en el elevador.
—¿Le tienes miedo a las alturas? —preguntó él cuando las puertas se cerraron.
—No.
Caleb colocó una mano sobre la pared del cubículo y le susurró:
—Esto hará que lo tengas.
Conforme el elevador iba subiendo los metros, el estómago de Liz se iba revolviendo más, pero fue una sensación que disfrutó y se preguntó si Caleb se sentiría igual.
Al salir, se sentía en la cima de un palito que en cualquier momento se doblaría con el aire.
Se encontraban en medio de una habitación con un ventanal diez veces más alto que ellos, donde se podía apreciar la ciudad de noche. Sólo las luces de algunos edificios y los semáforos y la publicidad neón chillón, pues no había carros, o personas. La ciudad estaba en completo silencio, el cristal mitigaba cualquier grillo que antes pudo haber escuchado en el cruce Shibuya.
—Es precioso —se asombró.
—Creo que sí tendremos que volar —sonrió Caleb.
—¿Por qué lo dices?
—Bueno, ésta no es la parte más alta.
A Liz se dio un vuelco en el estómago.
—Aquí estamos bien.
Caleb rio y Liz no pudo evitar imitarlo.
Tomaron asiento en uno de los sillones frente a los ventanales y Liz se aseguró de grabarse a detalle esa ciudad, las calles, las luces, para recordar la paz interior que sentía al observar tan bella ciudad.
—¿Vienes aquí a menudo?
—Solía venir una vez al año con mi abu... Ah, ¿te refieres a aquí? Sí, a menudo, ¿por qué?
Liz jugó con el cordón de la parka.
—No... por nada.
Caleb alzó una ceja y se encogió de hombros, dejando el tema estar.
—¿De dónde vienes? —preguntó ella después de un rato.
—Hoy andamos preguntones, ¿eh?
—No respondas si no quieres. Sólo me dio curiosidad porque dijiste que hacía frío en donde estabas y en la mayor parte del mundo justo ahora es verano.
La sonrisa de Caleb disminuyó en una de lado, casi halagado por la curiosidad que despertaba en ella. Embelesado en las luces nocturnas, se vio a sí mismo caminando las calles debajo de ellos. Le parecía sumamente triste y deprimente estar solos en ese enorme lugar, pero no veía sentido poblarlo si en minutos no estarían ahí y porque, del otro lado, la verdadera ciudad estaba repleta.
—Londres. Estoy en Londres.
Liz asintió.
—Entonces nunca hará calor.
Caleb rio y entonces comenzó a llover.
—O estará seco —completó—. ¿De dónde vienes tú?
—Sheffield.
—Bonita ciudad.
—Londres es más bonito.
—Pienso lo mismo.
Liz sonrió –a lo cual se estaba acostumbrando– y se sorprendió cómoda con ese extraño en ese extraño lugar porque no lo sentía como tal. Podría recostarse en el sillón y cerrar los ojos apoyada en su hombro, en confianza de que nada malo pasaría. Ese era el problema, demasiada confianza.
Suspiró, resignada.
—Gracias por mostrarme esto, pero ahora sí debo irme.
—¿Bailarás conmigo en otra ocasión?
Había olvidado el trato que habían hecho.
—Sí.
—¿Lo prometes?
Caleb puso frente a ella su dedo meñique y Liz casi suelta una carcajada incrédula. ¿Qué eran, niños?
—Prometido —cruzó aun así su dedo meñique con el de él.
—Si rompes tu promesa tendrás que cortarte el dedo —Caleb le dirigió una última sonrisa—. Y eso duele mucho.
Lo miró a los ojos, de un azul casi gris, y éstos la miraron de vuelta y aún tenía grabada la imagen de sus pupilas cuando despertó. Cam la zarandeaba con parsimonia.
—Liz, despierta, ya llegamos.
Seguía apoyada en su hombro y él bajaba la vista a su altura.
Sabía que sus ojos eran de un claro ámbar, pero seguía viendo los que segundos antes la habían mirado.
—¿Liz?
—Sí, ya oí.
Salieron lentamente, y Cam notó que Liz estaba más pensativa de lo usual. No se atrevió a decir nada, pero supo que lo había vuelto a hacer. Cuando vio a Liz correr hacia sus padres que la recibieron en la estación, se preguntó qué hacía Liz del otro lado que parecía preferirlo a estar con ellos, sus amigos y su familia.
***
Me retrasé un día pero lo logré *suspira pesadamente*
muchos tienen la duda: ¿quien es Caleb? ¿que relación tienen esos tres? ¿que hace la pastilla? y derivados, pero tranquilizaos, esas preguntas se irán resolviendo poco a poco, por lo tanto, ya entienden un poco más lo de la pastishita?
Si les gustó por fa dejen un voto y un comentario y esas bellezas que hacen, siempre me encanta saber qué opinan, gracias por leerme!
xoxo panda girl
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