Dos
Dos
Liz no sabía, no recordaba ya, desde cuándo era así, cuándo las cosas se volvieron de esa manera, pero una vez que estuvo dentro del tornado, se encontró a sí misma demasiado cómoda, incapaz de salir.
Al abrir los ojos, Cam estaba a su lado, respirando quedamente. Su oscuro cabello había crecido poco más de lo usual y algunos mechones se expandían por la blanca almohada, soplado por la brisa veraniega y dándole un halo angelical.
No recordaba haberse quedado dormida, se suponía que ella tenía su propia habitación.
Miró a su alrededor, recordando lo que había sucedido los últimos días. Las últimas horas.
Se encontraba en la habitación principal, la que tenía un ventanal con balcón frente a la cama. Impersonalizada como estaba, pues era nueva, parecía más un hotel que una casa.
Liz pensó que, con Cam acostado así boca abajo, abrazando la almohada que yacía bajo su cabeza, y su desnuda espalda baja escondida bajo el enredón —y el resto de su desnudo cuerpo también—, daba la impresión de que acaba de suceder exactamente lo que acababa de suceder.
Se pasó la mano por la cara y maldijo no haberse quitado el maquillaje por la noche. ¿Pero cómo lo iba a hacer si apenas había podido poner un dedo delante del otro?
Se puso de pie, sin preocuparse por vestirse con algo, y tuvo cuidado de no pisar ninguna de las botellas que estaban esparcidas por el suelo.
Se lavó la cara en el baño común y después de pensárselo dos veces, decidió bañarse. En su habitación buscó unas bragas y en la de Cam, una playera que el chico usaba como pijama usualmente. Finalmente recogió la ropa que estaba en el suelo y la puso en el cesto de ropa sucia.
Al regresar, Cam, en su misma posición, le sonreía cómplice en sus ojos miel.
Amaba cómo se veía su mejor amigo en las mañanas.
—¿Cómo dormiste? —le preguntó ella a él.
—¿Contigo aquí? Adivina.
Ella sonrió.
—¿Dónde está Angie?
—No lo sé —respondió Liz—. No está en su cuarto.
—Tal vez salió. Ven acá.
Cam palmeó a lado suyo, incorporándose, y Liz trepó sobre la cama hasta apoyar la cabeza en la del chico. Él pasó un brazo por su cintura y apoyó la mejilla en la sien de ella.
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó Cam en un susurro.
Liz sabía a qué se refería.
—Bien.
—¿Segura?
—Sí. Es más, me siento fresca.
—Claro que sí, boba. Te acabas de bañar.
—Eso también —rió ella.
En ese momento se escucharon rápidas pisadas por las escaleras y ambos esperaron a que Angélica apareciera por la puerta.
Llegó empapada en su traje de baño, descalza y goteando de las puntas del corto cabello castaño. Sus mejillas, redondas como siempre, estaban teñidas de rosa.
—¡Chicos, tienen que probar el agua! ¡Está sabrosísima!
—Yo sé qué otra cosa esta sabrosísima —respondió Cam sin pudor y escondió el rostro en el pecho de Liz, casi en un acto tímido.
Angélica, comprobando que se estaban divirtiendo más que ella, se cruzó de brazos en un mohín y pasó todo su peso a una pierna.
—Si los escuché anoche, cabrones. ¿Creyeron que no me iba a dar cuenta?
Se aventó a la cama y trepó hasta el otro lado de Cam y le dio un rápido beso en los labios.
—¿Cómo durmieron? —dijo abrazándose al torso de su amigo—. No, mejor no contesten.
Angélica miró a Liz, recién bañada como ella.
—Quiero los detalles después —le susurró, aunque sabía que Cam también la había escuchado.
El chico besó la frente de una y luego de la otra con suavidad, sintiéndose arrullado de nuevo por el calor de los cuerpos de sus amigas.
Agosto estaba llegando a su fin y los tres amigos debían volver a su ciudad natal.
Había sido idea de Angélica pasar a "visitar" a su querida tía Jasmine y a su marido a Lunan Bay durante las vacaciones. Los padres de los tres chicos, conociendo gustosamente a dicha tía, estaban convencidos de que a la joven pareja le haría bien tener tres jovenzuelos en casa durante todo el mes de agosto. Sin embargo, lo que los padres desconocían era que Angélica y su tía eran muy íntimas amigas y habían guardado en secretito que Jasmine pasaría todo el mes de vacaciones en España, como celebración de su tercer aniversario de matrimonio.
Angélica llamó por la mañana a su tía diciéndole que estaban dejando la casa y tomarían el tren hacia Edimburgo cuando el sol comenzara a ponerse.
Dejaron la enorme casa tradicional escocesa con la sensación de estar dejando toda una vida atrás.
En especial Liz. En tan solo un mes habían sucedido tantas cosas que al volver a casa ya no sería lo mismo. No con Cam, ni con Angie, ni en ningún aspecto. Se sentía una persona nueva y al mismo tiempo tenía la sensación de que ella siempre había sido así.
—¿Tienen todo? —les preguntó Cam a las chicas antes de trasbordar al tren que los llevaría hasta Doncaster.
—¡Que sí, por tercera vez! —respondió Angélica.
—La última vez tuvimos que esperar dos horas porque se quedó tu estúpida maleta, Angie —se quejó Liz.
—Como si hubiera sido mi culpa...
Una vez dentro, Angie y Cam tomaron asiento juntos y a Liz le tocó irse junto con una señora mayor en los asientos de frente a sus amigos. Podía imaginarse al menos la mitad del camino la señora tratando de mantener una conversación con ella, o con los tres si se enteraba de que iban juntos.
Dormitaba con la frente pegada a la ventana, apenas quince minutos después de arrancar, cuando la señora habló por primera vez y Liz maldijo mentalmente.
—¿Son novios?
Tenía unos ojitos azules y pequeñitos, con los párpados caídos en una expresión más bien tierna, que miraban frente a ella, hacia las manos de Cam y Angie entrelazadas.
—No —respondió la última con una sonrisa tímida.
Liz notó a la señora confundida, pues frunció aún más su envejecida frente cuando los dos chicos se susurraron algo y él le dejó un pequeño beso en la frente a ella antes de dejarla dormitar en su hombro.
—Pues vaya —suspiró la señora y Liz sonrió. Sí se había confundido.
Volvió a apoyar la sien contra el vidrio y había cerrado los ojos cuando la voz de la señora la volvió a obligar a abrirlos.
—Perdona, niña —y le hablaba a ella—. ¿Podrías cambiarme el lugar? Te lo agradecería bastante. Esta almohada para mi espalda funciona sólo si la uso de lado.
Liz la observó un segundo.
La luz que tenía era tenue, pues a esa hora la noche estaba cerrada y muchos en el vagón dormían, pero pudo apreciar que la señora oscilaba entre los setenta y su atuendo era algo que usaría la Reina, aunque su rostro era humilde.
Pero sabía que le mentía. La misma almohada que tenía entre las manos la usaba su madre para los viajes largos y sabía que funcionaba sobre cualquier superficie.
O tal vez no le mintiera.
Fuera cual fuere el caso, no tenía ganas de discutir.
—Claro.
Y ahora cómo dormiré yo, pensó molesta.
Cam vio su incomodidad al tratar de hacer una almohada improvisada con su pequeña mochila de viaje y le ofreció su suéter.
—Gracias —dijo y se acomodó la mochilita del lado del pasillo antes de cerrar los ojos y abandonarse unos minutos al sueño.
Pero fue ésta vez un estruendo lo que la despertó.
Al abrirlos, vio su mochila y sus cosas tiradas por el pasillo y a la canosa señora con la mano en la boca, tratando de recoger lo que había tirado al intentar pasar.
—Perdona, niña. Sólo me paré para ir al baño y no vi tu bolsa. Debí haberle dado un rodillazo al pasar. A ver, déjame ayudarte.
—Oh, no, no se moleste, señora. Ya lo recojo yo. No se preocupe, usted vaya al baño.
Hágame el favor.
Se apresuró a agacharse antes de que la vieja lo hiciera, se rompiera la espalda y ella fuera acusada. No fuera a ser.
Se dispararon sus alarmas cuando vio su cajita especial abierta. Todas las píldoras se habían desperdigado.
Mierda, mierda, ¡mierda!
Una azafata se encargó de ayudarla y de hacer que la señora siguiera su trayectoria.
Liz se apresuró a recoger todas las píldoras que veía y depositarlas dentro de la cajita azul. Cam no podía verlas. Angie no podía verlas. Nadie podía verlas, nadie lo sabía.
Sin embargo, se supo observada por Cam.
—Liz, ¿qué es eso? —preguntó con el tono de quien conoce la respuesta.
El chico apoyó la cabeza de Angie del otro lado con cuidado y se levantó a ayudarla. Ella estaba contando las que tenía. Tenía siete en la caja, y eran diez. Al sentir que Cam se acercaba, se paró de golpe.
—No es nada. Gracias —le dijo a la azafata y aventó su mochila en el asiento, con las siete pastillas en la mano—. Son para el dolor de cabeza
Oh, pero Cam la conocía y aunque fuera una buena mentirosa, él sabía que no era cierto.
—Liz, dame eso —extendió la mano.
—Ya te dije que son para la cabeza.
—Que me las des.
—¡No! Ya vuélvete a dormir. Todo por esa vieja estúpida... —masculló.
Cameron se inclinó hacia ella con la intención de arrebatarle la caja pero ella logró zafarse y ponerla lejos de su alcance.
—Dámelas, Liz. Prometiste que no lo volverías a hacer.
—No prometí nada.
—Elizabeth, por favor.
Odiaba que la llamara por su nombre completo.
Lo miró unos largos segundos a los ojos, llenos de preocupación, enojados, demandantes al mismo tiempo.
¿Por qué lo hacía? ¿Por qué a ella?
Se giró bruscamente y avanzó a trompicones por el pasillo, sin saber dónde se escondería. Cam la siguió, llamando su nombre y molestando a los demás pasajeros. Enseguida las azafatas comenzaron a llamarlo a él y pedirle silencio, pero él las ignoró.
Liz llegó al baño justo cuando la estúpida vieja salía y se metió casi de un portazo.
—¡Liz! ¡Liz, abre!
Cam daba golpes a la puerta con la palma abierta y pronto Liz escuchó a las azafatas exigirle silencio. Más calmado, esta vez habló.
—Sal, por favor. Hablemos de esto al llegar. No tiene que ser así. Por favor.
Pero ella ya no lo escuchaba, sino que miraba absorta la cajita abierta en su palma. Se sentó sobre la taza porque de repente sintió las piernas aflojársele.
No entendía la paranoia en la voz de Cameron, pero tampoco podía entender de dónde había surgido su apego por esas píldoras. Tenían algo que le impedía dejarlas. No eran drogas, aunque mucha gente las consideraba como tal sin argumentos sólidos. Y en ese momento, se sentía como si lo fueran, como si fueran ilegales, como algo malo. ¿Por qué la hacía sentir así si estaba comprobado que no eran más dañinas que una copa de vino?
—Liz...
Escuchó cómo una azafata le pedía a su amigo retirarse y se puso de pie, pues siempre le había molestado que le dieran órdenes a Cameron.
Sin pensárselo dos veces, se llevó una pastilla a la boca que empujó con un poco de agua de la llave y se escondió otra en el sujetador. Abrió la puerta justo cuando Cam se disponía a retirarse. Éste se dio la vuelta cuando la vio salir y ella le tendió la caja.
—Ten —dijo, vencida—. Eran ocho y tres se perdieron al caer. Puedes contarlas si quieres.
Él miró alternativamente la caja y luego a ella. Cogió la caja con lentitud y después la atrajo para abrazarla y ella se dejó hacer. Sintió cómo la gentil mano de su amigo acariciaba su espalda y cerró los ojos, comenzando a sentirse culpable por mentirle a él. A él, que no lo merecía.
Cameron se alejó unos centímetros para verla a los ojos y ella detectó el orgullo en ellos. Bajó la mirada, culpable.
—Perdón.
Él acarició su mejilla con el pulgar se acercó hasta que sus alientos se mezclaron.
—¿Liz? ¿Qué pasó?
Se separaron cuando escucharon la preocupada voz de Angie. Su corto cabello era un desastre y se sujetaba de los dos asientos laterales ante la turbulencia.
—No pueden estar aquí, por favor regresen a sus asientos si no tienen nada qué hacer de pie—les pidió la misma azafata que había exigido a Cam a retirarse antes.
—Sí, lo sentimos —respondió él.
—¿Qué sucede? —exigió Angie de nuevo.
Cameron se limitó a mostrarle la cajita y los ojos castaños de su amiga se abrieron de par en par, mirándola igual que él había hecho antes.
—Liz... —susurró, sin saber qué decir.
—Está bien, hablaremos de esto luego, ¿de acuerdo?
Ambas asintieron y se dirigieron de nuevo a sus lugares y Liz ni siquiera se dignó a ver a la vieja mujer.
—Liz, te cambio el lugar —le dijo Angie cuando estaba a punto de sentarse.
—¿Por qué?
—Quiero que duermas con Cam, su hombro es muy cómodo.
Sabía que Angie no mentía, pero no había terminado su oración: no quería que se quedara sola por temor a que, cuando no estuvieran mirando, recuperara las píldoras.
Puede que Cam la conociera, pero Angie también y ella prefería tomar precauciones.
Suspiró y se sentó a lado de Cam, quien ésta vez le dio su suéter a Angie para que lo usara de almohada y ella se acomodó en él.
De sobra sabía que su hombro era cómodo, pero ella prefería la concavidad entre su hombro y su cuello, donde desprendía su característico aroma sin necesidad de colonia. Un aroma que siempre la hizo sentir en casa.
—Descansa un rato —le susurró él y sintió el vibrar de sus cuerdas vocales.
Ella buscó su mano y dibujó suaves círculos en su dorso con el dedo índice.
—Durmamos, yo te despierto cuando lleguemos.
Eso, pensó Liz reprimiendo una sonrisa, durmamos.
Cerró los ojos y sintió la píldora hacer efecto.
***
Chale, qué cosas.
¡Cada lunes hay capítulo nuevo! Y esta vez intentaré ser puntual...
xoxo gossip gir... ehh digo, ale.
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