La historia de un niño cuya ingenuidad y necia bondad...
La historia de un niño cuya ingenuidad y necia bondad, atrajo a un dios de infinita ambivalencia
A continuación, asía tu mano con fuerza y lleva tus dedos hasta sus mejillas. Sientes la frialdad de su piel traspasar cualquier barrera entre ambos y perturbar la sangre de tus venas, provocándote una dolorosa sacudida interna que no puedes externar con un quejido. De esta forma, el espectro celestial, cuya ansia desafiaba el freno de sus impulsos, continúa:
—Siente mis mejillas, desafortunado hombre. Siente la sangre que no recorre sus interiores, siente la misericordia acobardarlas; convirtiéndolas en las sábanas de un niño, siente los dedos de Dios repasar su interior y ahogar mis palabras. Todo eso no es sino la viva encarnación de una hipocresía divina, etérea e indecible que otorga el cielo a aquellos cuyo único pecado ha sido nacer para vivir una interminable desgracia como recompensa a la incompetencia de su creador. —Un gruñido trepa por su garganta como una grave campanada—. Estas mejillas son las mismas que las de un niño, el niño de mi historia, el niño en el que te convertiste ni bien empezó esta epifanía.
Despojando sus mejillas de tu contacto, el ángel toma las tuyas con una mano y, manteniendo su boca lo suficientemente cerca de tu oído como para opacar todo aquello que desafíe su protagonismo, inicia su relato:
» De la belleza de un narciso, cuyas raíces lamen el infierno, nace nuestra historia de terror. No solo la inocencia y la sedosidad de unos pétalos malditos condujeron a un niño hasta el recóndito escondite en el que se encontraba dicha flor; no, sus agudos lamentos fomentaron una ya exasperante tendencia socorrista que lo llevó, finalmente, a esparcir su bondad, como siempre hacía.
» En su encuentro, los narcisos expresaron a su nuevo visitante sus más profundas inquietudes, que se resumían en su deseo por ver y conocer por su cuenta el origen de los agujeros en sus hojas que entorpecían su pulcritud.
» —Pero... usted no tiene ojos, señora flor —señaló el niño, entristecido por su pesadumbre.
» —Por esa razón necesitamos de tu ayuda, joven humano. Deseamos tomar tus ojos. —Sorprendido, el chico retrocedió, intentando entender la dimensión de sus palabras. Los narcisos no tardaron en intervenir, aprovechando su dubitativo silencio.
» —Te los devolveremos, lo prometemos. Cuando hayamos terminado, serán tuyos de nuevo. —La necesidad en su voz le derritió su indulgente corazón.
» —Pero... —repitió—... solo tengo dos ojos, señora flor. No serán suficientes para todas ustedes.
» A partir de su aparente cesión, las flores emprendieron una ferviente discusión sobre quiénes serían las elegidas, mientras el chico tocaba el blando borde de sus párpados. Llegando a una resolución, agradecieron a su visitante por tal préstamo y lo animaron con bendiciones huecas a abandonar la indecisión y entregarles sus risueños ojos marrones.
» —Pero... no se los quedarán, ¿cierto? —preguntó, angustiado.
» —¡Qué dices! Solo los compartiremos.
» Algo aterrado, el niño llevó sus manos a los ojos e introdujo dos dedos hasta sentir la húmeda esfera ocular bailarle en las yemas. El primer intento resultó un fracaso, pues la viscosidad le entorpecía el agarre. Sin embargo, cuando hincó sus pequeñas uñas sobre ella y jaló hacia afuera de un certero tirón, el globo salió resbalado y solo sus rápidos reflejos fueron capaces de atajarlo en el aire. Tomándolo con delicadeza, se acercó al primer narciso y lo dejó sobre su corona amarilla, que lo abrazó en sus paredes apenas sintió el contacto. Acto seguido, pidió disculpas al darse cuenta de que la forma de enganche había manchado con sangre sus pétalos.
» Imitando los mismos movimientos, extrajo el otro ojo y lo posó sobre la segunda flor; sin antes, esta vez, limpiar su superficie sangrienta con la tela de su camisa. Habiendo terminado, completamente ciego y con una incipiente ansiedad que le subía por la garganta, se atrevió a tocar los orificios de su rostro, hallando un vacío fantasmal que le agujereó el estómago.
» —¿Y-ya acabaron? —tartamudeó, sintiendo un repentino frío.
» Sus voces, de pronto, se apoderaron de todos sus sentidos.
» —¡Te lo dije! ¡Son esos malditos gusanos! ¡Todo este tiempo comiendo nuestras hojas y manchando nuestros pétalos! Debemos hacer algo para ahuyentarlos; si no, terminarán por devorarnos por completo, como la colmena de abejas vecinas de las arenarias, totalmente devastada por las hormigas, ¡las malditas hormigas!
» Mientras el chico buscaba a tientas un árbol al cual apoyarse, dos espantados gritos lo sacaron de su turbulento estado y le erizaron los vellos de la nuca. Provenían de las flores a las que había entregado sus ojos; lo sabía con solo escuchar sus voces.
» —¡¿Qué sucede?! ¡¿qué sucede?! —deseó saber el chico, a punto de tropezarse con las raíces de un abedul en tanto rodeaba su tronco.
» —¡Los gusanos! ¡Los gusanos! —clamaban, histéricas.
» El niño insistió, pero sus quejidos no eran escuchados y, al contrario, eran mitigados por los alaridos de los narcisos. Llevado por la preocupación, se atrevió a soltar la corteza y caminó a rastras hasta donde creía que estaban las flores, hiriéndose a su vez con toda aquella maleza que despreciaba su intrusiva presencia.
» —¡Los comen! ¡Los comen! —vociferó una de ellas.
» —¡¿Qué comen, señora flor?! ¡¿Qué comen?!
» —¡Tus ojos, miserable humano! ¡Tus ojos!
» Con el corazón desembocado y sus pensamientos eufóricos ensordeciéndolo, el chico se precipitó hacia la dirección de las voces, y guiado por su tacto, extrajo los ojos de las dos coronas, encontrando en ellos tan solo trozos de lo que habían sido. Ya no eran esferas, sino masas deformes con marcas de mordeduras que, al roce de la piel, se sentían vidriosas.
» —¡Malditos! ¡Malditos! ¡Malditos! —continuaron los narcisos.
» El repentino llanto del niño quebrantó aquellas maldiciones, tan fuerte que rompió el hilo de sus palabras. Enmudecidas, los narcisos cerraron sus capullos, conmovidas por la pena. Él continuó proclamando sus nombres, pidiendo su ayuda; y, como si no fuera suficiente con su cruel ausencia, el viento se detuvo en alto, provocando que las ramas de las grandes copas de abedules detuvieran sus roces y sus frágiles hojas resistieran la gravedad. Todo para dar lugar a un silencio estremecedor que solo incrementó el temor que el chico embargaba.
» Allí fue donde el viento volvió su vista y se acercó a la angustiada criatura, rozó su hombro y acarició su aguda voz con su vaporoso aliento cubierto de deseos ignorados. Contempló los agujeros que pervertían su afectuoso semblante infantil y luego escrutó a su alrededor en busca de testigos.
» Al no encontrarlos, la voz de su conciencia, la única que poseía y provenía de la profundidad de sus tentaciones, le susurró las siguientes palabras con una escabrosa tonalidad jocosa:
» —Si la víctima no ve, Dios tampoco lo hará —sugirió entre líneas la conciencia del viento, riendo sobre su arco de cupido, aquel que flotaba por encima de sus labios imaginarios.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro