Capítulo 30
Eleonora había ido al lugar en donde se encontraba la aldea Chahiwa, con las esperanzas de que el tiempo se hubiera detenido, pero al llegar, solo encontró una avenida donde existían varias tiendas y otras más en construcción y arreglos, producto de sufrir destrozos e incendios.
No era necesario que Eleonora le explicarán la mala relación que existía entre los indígenas y los porteños, puesto que, al caminar por las calles de la ciudad, cada tanto escuchaba una maldición en contra de los Chahiwas y los Nuami, que eran otra tribu que se asentaban en las cercanías, y que también fueron expropiados.
Con dificultad, Eleonora preguntaba por los Chahiwas a quienes ella creía, eran personas de confianza. Pero, al tratarse de aquel tema tan delicado, no existía fidelidad, siendo acusada a sus padres, e incluso a la guardia, investigándola a ella y a los Fortunato, por si tenían relación con aquellos que eran considerados delincuentes.
Después de ser reprendida severamente por sus padres, Eleonora había decidido abandonar su búsqueda, por el hecho de que estaba poniendo en peligro la reputación de los Fortunato en el lugar.
El tiempo avanzaba, y Eleonora escribía constantemente a Luciana, para saber cómo era su vida como la nueva Condesa de Valcáliz, dedicándole algunas líneas para reír, haciendo referencia a que, al ser la nueva esposa del Conde, podría dejarle un ojo morado si no cumplía sus expectativas.
La ciudad de Puerto Blanco, cada mes era atacada, creando inseguridad en el ambiente, ya que varias familias habían decidido abandonar el lugar para proteger a los suyos, lo que afectaba las inversiones del lugar.
A pesar de aumentar la seguridad y edificaciones de murallas, estas siempre eran evadidas, siendo completamente ineficiente, puesto que nunca se lograba capturar a los ejecutores de los disturbios, escabulléndose ágilmente en la espesa selva tropical.
Los señores Fortunato, considerando la situación actual, estaban tomando una difícil decisión de regresar a España, hasta que sea más estable y seguro.
A pesar de todo lo que estaba ocurriendo, Carlos se negaba a abandonar la ciudad. En un comienzo, Eleonora creía que era por el amor a su tierra, lo que impidió que se quedara en España junto con ella. Pero no podía estar más equivocada.
Una tarde de día domingo, Eleonora había decidido visitar a su hermano, dándole una sorpresa al entrar por la puerta de atrás, ya que le había visto en la cocina desde la ventana del patio.
Al ingresar, silenciosamente se acerca a la puerta de la cocina, pero se detiene al escuchar la voz de Diego, ya que charlaban de algunos problemas que tenía la naviera a causa de los disturbios.
—... sería lo mejor.
—¿Tú lo crees?
—Claro que si mi dulce ternura. Me gustaría que compartieras tus angustias conmigo, para que dejes de arrugar tu frente que te queda tan mal.
—Tienes razón, le propondré el traslado y convenceré de la decisión a mi padre. —responde animado Carlos.
—Eso me gusta, que mi hombre se defienda y demuestre quien es.
—Gracias, siempre sabes cómo levantar mi ánimo, por eso te quiero.
—Yo sé que puedo levantar más que tu ánimo. —ríe Diego, que es acompañado de la risa de Carlos.
Escuchar aquella conversación, revolvía el estómago de Eleonora, con una desagradable sensación de mareo. Eso debía ser su castigo por escuchar a través de las paredes.
Silenciosamente se escabulle para escapar lo más rápido de aquel lugar, antes de que le descubran, pero por mientras salía, vuelve a escuchar decir a Diego.
—¿Cuándo llegará Eleonora? Quiero que pruebe mis pastelitos de naranja y canela. Estoy seguro de que le encantarán.
—Ya debería de llegar...
Ya afuera y caminando bordeando la casa, les indica a los criados que le acompañaban, que apresuren el paso, ya que deseaba alejarse lo más rápido de ese lugar.
Mientras caminaba sin detener su marcha, no podía dejar de pensar en aquella conversación que había escuchado, y aunque trataba de convencerse de que estaban jugando al hablar así, la verdad, es que había escuchado la conversación de dos amantes. Ahora comprendía, cuál era la enfermedad que padecía Carlos y que no podían tratar los médicos, porque su padre le rechazaba, y porque había decidido vivir solo.
Al regresar a su alcoba en la mansión de sus padres, Eleonora se había echado sobre su cama para llorar ¿Cómo pudo ser tan ciega? Las pruebas eran evidentes y ahora podría encajar todas las piezas del porqué su hermano jamás quiso hablar de esto.
Al día siguiente, Eleonora recibe una nota de Carlos, preguntándole por qué no había llegado a la cita de ayer. Ella tenía una desagradable sensación, en la que no sabía cómo actuar, y a pesar de entregarle una nota de respuesta, excusándose por dejarles plantado, se sentía que era una traicionera.
Por algunos días, había evitado hablar con su hermano, ya que no sabía cómo mirarle a la cara, luego de enterarse de su secreto, inventando tontas escusas.
Una noche entre semana, Carlos había acudido a la mansión Fortunato, para charlar con su padre sobre la empresa de barcos, aprovechando de quedarse a cenar.
Durante aquel momento, volvían a ser la familia que fueron hace más de cuatro años. Al servirse los postres en compañía de una taza de café, Carlos toma asiento al lado de su hermana para charlar.
—Cuando vendrás a visitarme.
—Pronto, cuando pueda te avisaré.
Carlos da un suspiro, mientras untada un tenedor en su tarta de frutas.
—Siento como si me evitarás ¿Ha pasado algo? — pregunta con voz triste.
—No pasa nada.
—¿Me lo prometes?
Eleonora levanta la vista para ver a Carlos, que tenía una mirada melancólica. ¿Por qué lo estaba rechazando, si le quería? Ella siempre había abogado porque los problemas ajenos, no eran sus problemas, pero actuaba en contra de todo aquello.
—Claro que no hay problema. Para que me creas, te visitaré mañana.
—Podríamos dar un paseo por la playa y comer sentados en la arena ¿Te gustaría?
—Eso sería estupendo.
Nuevamente Carlos sonreía.
—Me hace muy feliz, pues, estaba preocupado de que nuevamente te alejes, ya que ahora somos más cercanos, y extrañaba a mi hermanita.
—Yo también te extraño, y extraño a Diego —Susurra Eleonora, para que sus padres no escuchen.
—También te extraña y pregunta por ti.
Luego de aquello, Eleonora comprende la verdad de su hermano. Él siempre se mostraba arisco con los demás y un tirano con sus trabajadores, para imponer respeto que era difícil de tener en un mundo prejuicioso. Por el contrario, con los que le tenía afecto, era un hombre tierno y sensible, que siempre busca afecto, retribuyéndolo a montones.
Por un momento, Puerto Blanco se mantuvo tranquilo, deteniéndose las hostilidades y se creía que se había vuelto a la normalidad, respetando así las festividades cristianas.
Era 24 de diciembre de 1868, celebrándose Nochebuena con una homilía en la catedral de nuestra señora de la Caridad, para luego los feligreses acudir a sus casas y pasar la Navidad en familia.
Los Fortunato acudirían a una fiesta al terminar la misa del gallo que había sido organizada por una familia rica del lugar, ideal para que Eleonora, que ya tenía 19 años, pueda tener pretendientes.
La joven pelirroja, no deseaba acudir a esas tediosas fiestas para mostrarse como una dama casadera, pero ahora su preocupación era otra, ya que se estaba quedando dormida durante el aburrido sermón del clérigo, y temía quemarse, ya que sostenía una vela en la mano, al igual que el resto de feligreses que encontraban escuchando misa.
Súbitamente, Eleonora vuelve a estar alerta al igual que el resto, cuando un estallido lejano y gritos se escuchaban afuera de la catedral, y hacían murmurar a los que se encontraban ahí.
Una nueva explosión, debido al lanzamiento de una bala de cañón, golpeó la zona del campanario de la catedral, lo que hizo gritar, creando caos entre los feligreses y religiosos, que escapaban hacia el exterior, mientras sonaban las campanas que alertaba sobre los piratas.
Los Fortunato se refugiaron en una de las esquinas del templo, ya que la gente en pánico, comenzó a golpearse y aplastarse en contra de la salida principal del templo.
Muchos gritaban con desesperación y entran en pánico, cuando se escuchaba a un guardia que informaba desde afuera.
—Resguárdense, nos atacan los indios y los piratas. Oh Dios, que se apiade y nos proteja, izaron banderas rojas. LOS PIRATAS IZARON BANDERAS ROJAS.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro