Capítulo 20
El tiempo avanzaba, las clases en la escuela Fortunato continuaban con normalidad, pero la salud de don Agustín, cada vez empeoraba, lo que mantenía preocupada a Eleonora, que les visitaba con frecuencia.
La correspondencia que llegaban desde Colombia, ya no le traían la misma alegría a la joven como antes lo hacía, puesto que las cartas de Aarón, ya no eran llenas de pasión y felicidad, por el contrario, cada vez se volvían más frías y forzadas, o tal vez, así ella lo percibía, puesto que al mirar lo que escribía en su propia correspondencia, eran carentes de afecto. Quizás, todo aquel tiempo separado, había mellado su relación sentimental, puesto que era muy difícil mantener un noviazgo a través de cartas que llegaban cada cuarenta días. Eleonora temía que su romance se terminara, siendo ambos, solo un recuerdo en la mente del otro, pero tenía fe, de que al regresar para el verano de ese año, todo volvería a ser como antes, y les daría fuerzas para reavivar el fuego de su amor.
En una caminata por un parque, en aquel inverno de 1866, Eleonora, ya no sentía frío, eso debía de ser, porque ya tenía 16 años, o ya se había acostumbrado al clima del lugar.
Ella se encontraba caminando en compañía de Danilo, quien le hablaba sobre cualquier tema, ya que se habían separado de Luciana y Alberto, para darles un momento de privacidad, puesto que estaba floreciendo entre ellos un tierno amor.
Luego de dar una larga caminata, habían llegado a la antigua mansión Fortunato, debido a que Eleonora, quería saber cómo se encontraba su abuelo hoy.
El anciano había tenido una leve mejoría, lo que le hacía comer más, a pesar de las molestias gástricas, pero a pesar de esto, la joven presentía, que su abuelo no viviría para ver otro año más.
Al regresar al palacio de sus tíos y entrar en su alcoba, se sobresalta cuando abruptamente, Luciana abre la puerta e ingresa, con una sonrisa brillante y las mejillas sonrojadas.
—Pero qué susto me has dado —reclama Eleonora.
—Se ha confesado... oh Dios mío... me ha declarado su amor —dice Luciana, tomando las manos de su prima.
—¿Alberto?
—Quien otro. Oh, Ely, creo que voy a estallar de la emoción.
Las preocupaciones de Eleonora desaparecen, para cambiar a felicidad, abrazando a su prima al sentir la dicha de ella.
—Me haces tan feliz mi querida Luci. Pero, ¿Cuéntame? Quiero saberlo todo. ¿Tomo de tu mano? ¿Te ha besado?
Luciana relata cómo fue la confesión de amor, como tomó de su mano para dejar un beso en ella, y la petición de que guarde en secreto aquel romance, ya que por la situación financiera en la que se encontraban sus padres, aún no podía pedir su mano formalmente, pero que en poco tiempo, cuando los aserraderos vuelvan a tener ganancias, en ese entonces, la desposaría.
Las jóvenes estaban desbordantes de felicidad y ambas charlaron hasta la hora de cena, para luego regresar a la alcoba de Luciana y continuar con su plática.
***
La primavera había llegado, y con ella, días más cálidos y soleados. Eleonora se mantenía preocupada por la salud de su abuelo, ya que, en el último tiempo, había empeorado, comía escasamente debido a sus dolores, lo que le hacía adelgazar.
Ella había faltado varios días a la escuela para cuidarle, pero es don Agustín, quien le pide regresar a sus rutinas, y que no pierda más días de clases.
Eleonora le había hecho caso a su abuelo, pero no se podía concentrar aquella mañana, solo presentía lo peor, así que, durante un receso, comienza a redactar una carta a sus padres, para que viajen lo más pronto posible de regreso a España, ya que estaba segura, su abuelo pronto fallecería.
Cuando Eleonora solicita a un criado que se envíe aquella correspondencia, acepta el triste destino que se aproximaba, puesto que ella amaba a su abuelo y no sabía cómo sería la vida, ahora que ya no tendría su protección y cariño.
—¿Qué pasa Ely? Has tenido un rostro triste durante todo el día —comenta Danilo al aparecer por la puerta de su salón de clases, mientras que el resto de sus compañeras, habían salido a merendar.
—Es que... solo pienso lo peor... —Eleonora vuelve a llorar, sin poder contenerlo.
Danilo le abraza y acaricia su cabello, puesto que la pelirroja en aquellos días, no había dormido bien, lo que se denotaba en sus ojeras.
—Perdón, pero no dejo de pensar en él. —contesta Eleonora, sentándose en una de las sillas del salón, mientras Danilo seguía frotando de su espalda.
—¿Por qué sigues llorando Ely? ¿Aún estás preocupada por Papá Agustín? —pregunta Luciana con tono cariñoso, al ingresar en el salón.
A pesar del consuelo que le daban sus primos, Eleonora estaba inconsolable, así que decide faltar al resto de clases que tenía ese día, puesto que no podía concentrarse, prefiriendo estar cerca de sus abuelos, siendo acompañada por Danilo.
Al llegar a la antigua mansión Fortunato, un médico estaba saliendo de la habitación de don Agustín, dándole indicaciones a la familia, puesto que estaban en el lugar papá Víctor y mamá Amelia acompañándolos.
—Me alegro de verlos muchachos. Linda Eleonora, si quieres ver a tu abuelo, entra, pero ya no llores más —dice Amelia de manera cariñosa al ver a los jóvenes llegar y abriendo la puerta de la habitación.
Don Agustín tenía un semblante adolorido, con su frente sudorosa, producto de sus molestias. Se encontraba acompañado por su esposa, quien estaba sentada encima de la cama, leyendo un libro en voz alta un, mientras él tenía su cabeza apoyada en su regazo, recibiendo caricias en su cabello, de la misma forma que lo hacían cuando eran jóvenes.
Los ancianos al ver a los jóvenes llegar, le indican que se acercan, a lo que Eleonora se recuesta al lado de su abuelo para abrazarlo, y llorar silenciosamente.
***
La condición del mayor de los Fortunato empeoraba con los días, preocupando a su familia, ya que esto no era una simple enfermedad como antes.
Se llamó a un sacerdote, quien le dio la extrema unción y con dificultad tomó su última comunión.
Don Sergio anunció que le escribiría a Sebastián, pero Eleonora informa que ya les había escrito a sus padres desde hace días, con esperanzas de que puedan llegar y resolver los conflictos del pasado, antes de su descenso.
—La vida pasa como un sueño. Todo lo que he vivido, se siente como si fuera hace poco tiempo. Den lo mejor, no lloren, no odien... eso no sirve de nada —murmura el anciano hablando a los que estaban ahí.
La familia completa se encontraba en el dormitorio de Agustín Fortunato, acompañándolo y haciendo vigilia, ya que los médicos informaron, que no le quedaba mucho tiempo.
—Duerme papá —dice Víctor, que estaba sentado en su silla de ruedas.
—No te canses abuelito —pide Eleonora, que no se despegaba del lado de su abuelo.
—Esta es una bendición, ser amado por tan hermosa mujer —ríe el anciano, que recibía besos en la mejilla por parte de su nieta —Eleonora, realmente eres una bendición, y llegaste de dónde menos lo esperabas, por eso eres especial y por siempre te querré.
—Y yo a ti abuelo, por siempre, así que no me dejes.
—Nos volveremos a encontrar, después de que hagas tu vida, así como hice la mía. —mira Agustín a su esposa —y por ti, luego vendré.
Al día siguiente, Agustín dejó de hablar, abría levemente los ojos y gemía cuando se le ofrecía algo de beber.
Durante la madrugada, Eleonora, que estaba acompañando a su abuelo, junto con su tía Emelina, se sobresalta al ver que el médico que hacía su ronda, tomaba de su pulso, para finalmente decir.
—Se ha ido. Lamento su pérdida.
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