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Capítulo 10

Después de recibir aquella nota de Alberto para verse, le siguieron muchas más, debido a que Luciana no acudía a su encuentro. Pronto él se volvió más exigente y ahora de manera descarada le enviaba cartas preguntándole por qué no quería verle y volviendo a decirle que recuerde la promesa que le hizo, expresando en cada carta lo muy enamorado que estaba y cuanto sufría por su desprecio. El silencio de Eleonora asustaba a Alberto, al punto tal, de incluso pedirle a su esposa que escriba para invitarle a tomar el té en su casa.

Aquella desesperación de Alberto, alegraba de sobremanera a Luciana, esperaba que él sufriera, y con cada nota que llegaba, mejor se sentía, puesto que, a pesar de todo, él la seguía añorando.

Una mañana, Luciana, Eleonora y Danilo, acudieron a visitar a los abuelos Víctor y Amelia en su mansión que quedaba en el centro de la ciudad. Luciana seguía admirando a aquella pareja, ya que a pesar de los años, seguían teniendo una mirada llena de amor al ver a su cónyuge. Ella siempre quiso eso, pero ya había perdido las esperanzas en conseguir a un compañero de vida que la quisiera de esa manera o que ella pueda volver a amar.

Después de almorzar, los jóvenes acompañaron a los ancianos a realizar algunos trámites en la ciudad. Danilo le ofrecía el brazo a mamá Amelia para caminar por las calles y Luciana con Eleonora, cada tanto se turnaban para guiar la silla de ruedas de papá Víctor, ya que desde hace 4 años, sus piernas ya no pudieron resistir su peso, debido a una antigua lesión de su juventud, producto de un accidente al montar a caballo.

El último destino de ese día, era el Banco Claramonte, puesto que Víctor Fortunato deseaba comprar lingotes de oro que se guardaban en las bóvedas del banco, puesto qué es la mejor forma en que su dinero nunca se devalúe.

La llegada de los Fortunato, siempre era recibida por el Conde de Valcáliz, debido a que llevaba las finanzas e inversiones de esta familia. Luciana nuevamente hace sus consultas con respecto a los activos de las empresas y pidió la lista de aquellas en las cual deseaba comprar acciones. La gran lista estaba ordenada de manera alfabética, encontrando a los aserraderos Burgos, con un valor muy bajo por acción, ya que a nivel de mercado, era una compañía inestable, a diferencia de las minas Fortunato, en la que el valor por cada acción era muy alta.

— ¿Le interesa comprar alguna acción señorita Luciana? — pregunta el Conde con su habitual amabilidad — Si me lo permite, le recomiendo invertir en los viñedos de Navas, o la empresa constructora Roca del Este.

— Gracias, esperaré un poco antes de dedicarme a ser accionista.

— Será un agrado atenderle cuando desee hacerlo.

Eleonora se acerca a su prima, que estaba sentada en una silla de los mostradores de inversión, para avisarle que los abuelos desean regresar a casa.

Luego de despedirse del Conde de Valcáliz y agradecerle su atención, los jóvenes acompañaron a los abuelos hasta su mansión y se despidieron de ellos para dejarles descansar, así que decidieron dar un paseo por una plaza cercana, puesto que la tarde estaba soleada. Ya sabía Luciana que debía de alejarse de su hermano y prima para darles privacidad, ya que era la oportunidad de ambos para coquetear, así que se sentó en una de las bancas, mientras leía un pequeño libro que llevaba en su bolso de mano, pero no pasó mucho, hasta que alguien le habla.

— Me alegra que estés aquí. ¿Puedo sentarme?

Aquella voz, en una época, fue la que más deseaba escuchar, pero ahora, solo le producía pesar. Alberto se había acercado para hablarle, ya que debió de verla por una de las ventanas de su casa, debido a que él y su esposa vivían próximos al banco Claramonte.

Luciana, al verlo al rostro, podía notar notas de amargura en su mirada.

— Puede sentarse si lo desea, yo me marchó — Luciana se levanta de la banca, pero le corta el paso Alberto.

— Por favor, necesito que hablemos, no sabes cuán angustiado estoy al saber que no deseas verme.

— Es que no deseo interrumpir, ya que debe de estar muy ocupado atendiendo las necesidades de su esposa.

— No es así, no imagines situaciones erradas... yo te extraño, no ha pasado ni una sola noche en la que no piense en ti, mis sentimientos románticos no han cambiado y mi promesa se mantiene firme...

— Ya no deseo escuchar lo que usted me tenga que decir, una vez lo hice y termine con el corazón roto.

— Pero necesito que me des un momento para explicarme. Por favor, vamos a aquel restaurante para charla de manera tranquila — Alberto señala un restaurante cruzando la calle.

— Claro que no, las personas hablaran de nosotros y mi reputación sería mellada si se enteran de que un hombre casado me está pretendiendo.

— Solamente charlaremos, como si fuéramos buenos amigos... por favor amor mío. Si no quieres que nadie se entere de lo que estamos hablando, acompáñame al restaurante, porque si te niegas, te seguiré hasta que me escuches.

Nuevamente, la coraza que protegía a Luciana del cariño de Alberto se rompe, ya que deseaba en lo más profundo hablar con él y volver a tener esperanzas en aquel amor, así que lo acompaña.

Se sentaron a una mesa, y Alberto pidió unos aperitivos fríos con dos tazas de té.

Luciana escuchaba cómo él se justificaba por no escribirle después de la boda, argumentando que sería muy obvio el enviarle notas durante su luna de miel, pero aquello no era suficiente para Luciana, puesto que las insistencias en sus cartas, volvían muy evidente sus intenciones. Alberto volvía a hablarle de amor y de su promesa, pero había algo que hacía dudar a Luciana de sus palabras, probablemente era debido al resentimiento que sentía por él, lo que le hacía pensar en lo peor y cuestionar cada palabra que le digiera.

Al salir del restaurante, Alberto insiste en acompañarla hasta la mansión Fortunato, a lo que Luciana se volvía a negar, alegando que ya le había escuchado y que no tenían de nada más que hablar, pero él volvía a insistir casi de manera suplicante el acompañarla, a lo que finalmente ella accede.

Tomaron un carruaje en la proximidad de la plaza para que los llevara, y adentro de él, seguían charlando, acompañados del sonido del traqueteo de los cascos de los caballos.

— Los aserraderos Burgos tienen un bajo desempeño y su valor en el comercio no es bueno. De seguir así, dudo que logren finiquitar la deuda con los Astorga en el tiempo que has estipulado — comenta Luciana.

— Lo haré, ya estamos trabajando con mi padre en mejoras, pronto se verán reflejadas nuestras ganancias.

— Pero, aun así, el mercado les considera una empresa débil.

— ¿Cómo sabes eso?

— Lo averigüé en el banco Claramonte.

Una leve sonrisa de satisfacción se dibuja en los labios de Alberto.

— Estás investigando sobre el progreso de los aserraderos, pero, aun así, dices que no te interesa lo que pase conmigo y que nuestra relación ya se ha terminado, pero la verdad de todo, es que te preocupas por mí y nuestro futuro juntos. Ten confianza, no te decepcionaré.

Aquello sonroja a Luciana, ya que se había delatado a sí misma.

— Tú ya me has decepcionado y no confío en todas tus burdas promesas.

— Sé que sigues confiando en mí y que me amas tanto como yo a ti, porque sigues usando el anillo que te regalé.

Rápidamente, Luciana mira su mano derecha en donde estaba el anillo, maldiciéndose por seguir llevándolo.

Alberto toma las manos de ella y gracias a la proximidad que ambos tenían en la silla de aquel estrecho carruaje, él la abraza de manera firme para darle súbitamente un beso en los labios, lo que sorprende y asusta a Luciana.

— No. Tú tienes esposa.

— No es nada para mí, no he estado con ella de manera romántica, porque solo pienso en ti.

Nuevamente, Alberto la presiona para volver a besarla, a lo que ella se resistía.

— Suéltame... no quiero.

— No me sigas alejando, ambos necesitamos de esto para calmar nuestro dolor. No perdamos el poco tiempo que nos queda, porque sé que no contestaras mis cartas.

De forma más calmada, Alberto besaba los labios de Luciana, puesto que ella había dejado de luchar y se había entregado al sentimiento, correspondiendo aquel ansiado beso, pero que sabía a amargura y traición, muy distinto a lo que había imaginado que sería su primer beso.

Cuando el carruaje se detiene y el chófer informa que ya habían llegado. De un sobresalto, Luciana se aparta de Alberto al darse cuenta de que se habían besado por demasiado tiempo, abriendo de manera apresurada la puerta del carruaje y escapando al interior del palacio de sus padres, si darle chance a Alberto de impedir que se marche o al menos de decir algo.

Mientras corría, no podía dejar de llorar, solo deseaba llegar a su habitación para que nadie pueda ver su vergüenza, puesto que se sentía una pecadora por estar de manera romántica con el esposo de otra mujer. Al llegar al dormitorio y cerrar tras de ella la puerta, presiona sus labios con sus dedos, la culpa era demasiado grande y no sabía cómo poder olvidar ahora a Alberto, porque por mucho que digiera que lo odiaba, en el fondo, lo amaba más de lo que se podía permitir.

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