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JADE

Sus ojos negros y brillantes observaban desde el suelo del baño, como si fueran dos pequeñas galaxias esperando a ser descubiertas.

Su cabeza estaba apoyada sobre sus patitas delanteras, sin la más mínima intención de levantarse para ver quién había llegado a interrumpir su sagrado descanso. Porque, claro, ¿quién se atreve a molestar a la reina de este reino de azulejos fríos? 

Era una bola de pelos negros, un auténtico desastre peludo que solo dejaba entrever el alma de ángel a través de su mirada. Pero el poco interés que demostró en la persona de pie junto a la puerta decía mucho: su bienestar estaba primero, antes que cualquier humano ansioso por adoptarla.

Irse significaba abandonar esta casa que, aunque no era un hotel cinco estrellas, al menos le ofrecía comida. Y, seamos sinceros, ¿quién en su sano juicio querría dejar atrás el frío piso del baño donde los humanos se echaban agua de una fuente con agujeros (que ellos llamaron ducha) o se sentaban horas en ese extraño trono llamado sanitario? Para ella, eso era un universo entero.  Así que no percibía para nada atractiva la idea de salir de allí.

¿Quién le aseguraba que la nueva dueña no sería una villana más temible que la anterior?

Aún así, no podía opinar; los humanos aún no habían desarrollado la capacidad de entender sus quejidos dignos de una tragedia. Era demasiado pequeña para ladrar como había oído hacer a su madre (la única cosa importante que realmente extrañaría al marcharse). 

De todos modos, intentó hacerle comprender a esta nueva humana que no le gustaba la nueva casa. Se quejó toda la noche porque la cobija era fea y porque el aroma familiar de su madre había desaparecido. Lloró por el suelo que no era como el del antiguo baño y luego porque tenía hambre... y después porque extrañaba aún más a su madre.

La nueva dueña, por supuesto, no pudo dormir esa noche. Decidió llevarse a casa a un ser peludo pese a las advertencias de su padre sobre las responsabilidades.

Así que se levantó en la madrugada al escuchar los gritos desgarradores de angustia de la perrita. Le echó un poco de leche en un plato pensando que tendría hambre. Pero después de ver cómo se lo tragó sin dejar gota y luego volvió a llorar como un bebé pequeño, no supo cómo calmarla. La brillante solución que encontró fue meterla en la cama con ella para que el calor la mantuviera callada. Y funcionó... hasta cierto punto.

—Te llamarás Jade—dijo un día la nueva dueña—. Es un nombre raro, pero eres especial como las piedras preciosas, así que debes llamarte como una—sentenció con toda la autoridad del mundo. 

La bola de pelos estaba olisqueando la hierba del patio cuando escuchó su nuevo nombre. Al principio no le entusiasmó demasiado; después de todo, ser llamada "Bola de pelos" tenía su encanto... o no. Pero entendió que ser llamada como una piedra preciosa era realmente especial; al menos era mejor que "Bola de pelos", aunque eso tampoco era muy difícil. Contenta porque su nueva dueña parecía verla como algo más que un simple accesorio peludo, decidió hacer pis junto al sillón donde los humanos se sentaban a reírse frente a una pantalla luminosa. Era su forma de demostrar amor por su nuevo hogar. 

Por supuesto, hubo mucho drama por este pequeño incidente (porque los humanos son unos exagerados). Pero la nueva dueña defendió su derecho a quedarse con la perra argumentando algo sobre cómo tener un miembro canino en casa mejoraba milagrosamente la salud del corazón humano. Al final ganó esa batalla absurda. 

Después de varias semanas, Jade estaba lista para jugar; solo había un pequeño problema: nadie estaba en casa para regañarla. Así que decidió usar las medias de su nueva dueña que estaban sobre una silla frente a la cama, para divertirse, mordisqueándolas con entusiasmo desmedido, como toda una gran pastora rebelde.

Se dio cuenta rápidamente de que además de ser divertido, eso ayudaba a calmarle la comezón en las encías.  Se quedó dormida hasta que llegó la nueva dueña a media mañana y fue testigo del desastre total: medias destrozadas por todas partes y Jade mirando inocentemente desde el rincón como si fuera un corderito perdido en medio del caos.

La regañó con tal fuerza que Jade pensó que iba a recibir algún tipo de castigo hiriente (porque claro, cada perro tiene sus traumas). Se sintió mal por hacerla enojar y se encogió en un rincón con miedo a ser agredida.  Sin embargo, para sorpresa de Jade (y quizás del resto del mundo), la nueva dueña le aseguró que no le haría daño; que aunque estuviera furiosa, jamás le golpearía. Porque esa es la diferencia entre un hogar real y uno lleno de sombras: aquí había amor... incluso si venía acompañado por unas cuantas regañinas.

Jade salió poco a poco ante las palabras de ternura y, sobre todo, por la sinceridad que vio en los ojos de la nueva dueña. Era como si esas miradas pudieran derretir el hielo que había estado acumulándose en su corazón, o tal vez solo era una ilusión provocada por la falta de comida.

Después de aquel incidente fueron a la tienda de juguetes. La nueva dueña regresó adonde tenía a Jade amarrada al pasamanos, escondiendo las manos detrás de la espalda, sonriente, con un brillo inusual en los ojos. 

—Te tengo una sorpresa —dijo—. Sé que te va a encantar.

Jade movió la cola ante la idea de un regalo. Estaba conmovida al ver que la chica supiera sus gustos en tan poco tiempo. Si eso no era amor verdadero, no sabía qué lo era.

Impaciente, comenzó a sacar de la garganta sus primeros ladridos, sentándose asustada por lo claro y fuerte que sonaban. Casi no se acordaba de su madre y esos ladridos la trajeron de vuelta a recuerdos difusos como sombras en un día nublado. La nueva dueña no esperó demasiado; estaba casi tan ansiosa como su perra. Le mostró un hueso de goma que hizo que Jade girara la cabeza al ver el objeto pero no poder olerlo como comida. Estaba confundida ante esa sorpresa. 

—Es un juguete —explicó la nueva dueña—. Puedes morderlo todo lo que quieras. 

Jade lo cogió entre los dientes y sintió ese nuevo contacto incómodo, pero estaba segura de que se acostumbraría, igual que se estaba acostumbrando a los cambios en su vida últimamente.

Cuando llegaron a casa —sí, su casa— se pasó buen rato jugueteando con el regalo hasta la hora de comer. Ya no tendría que tomar leche obligatoria; eso fue reemplazado por una pasta que sabía riquísimo. La nueva dueña se quedó observándola mientras comía, y Jade disfrutaba también percibiendo su presencia... pero no cuando estaba en medio de algo tan crucial como el alimento. Ya habría tiempo para lo demás. 

En los cinco meses  siguientes, se pasó jugando con el hueso de goma, con la cobija y con cualquier cosa cercana. Cuando escuchaba la puerta abrirse, salía corriendo emocionada por volver a ver a la nueva dueña; cualquier juego valía menos al lado de ese momento glorioso. Su lista de gustos era bastante corta: primero estaban la leche, las croquetas y la carne —es decir, todo lo comestible—; segundo venía la nueva dueña y tercero los juegos. De todos modos, esa lista era más movible que los planes de un adolescente: las prioridades cambiaban con cada sonrisa o cada caricia suave. 

—Tiene que irse —gritó un día el señor del bigote que gobernaba por encima de todos como si fuera el rey del mundo. 

—Pero, papá —protestó la nueva dueña siendo interrumpida inmediatamente.

—Nada de peros —replicó el señor del bigote—. Esta tarde llévasela a María.

  Jade estaba durmiendo sobre la cama cuando la nueva dueña entró en su cuarto como un torbellino y lanzó la puerta despertándola del dulce sueño canino. No levantó la cabeza porque desde su posición pudo ver cómo su humana buscaba una maleta y echaba ropa como si estuviera huyendo de algo realmente terrible. Agarró también el hueso de goma, su cobija, su plato y le puso la correa para obligarla a salir del refugio seguro.

—Papá, me iré a vivir con mi madre al campo —dijo con convicción la nueva dueña—. Nos iremos a vivir al campo; Jade y yo —rectificó señalando con un ligero movimiento de cuerda.

La aludida alzó las orejas y ladró queriendo decir que estaba totalmente de acuerdo con esa decisión tan audaz y romántica. No había oído hablar del campo; pero si allí estaba su nueva dueña sería también su hogar... incluso si eso significaba dejar atrás el reino del señor del bigote. 

La nueva dueña aseguró estar contenta ante la falta total de apoyo del señor del bigote mientras caminaban rumbo a la estación de trenes; pero Jade notó un nuevo olor emanando de ella. Si hubiera una adaptación entre un color y ese aroma grisáceo... sería gris: no era el mismo tono radiante que iluminaba cuando sonreía como si estuviera llena de estrellas. 

—¿Estás bien? —preguntó alguien desde el otro lado de los asientos en la sala de espera.

Jade agudizó los sentidos por si se tratara de una amenaza; no tenía idea de lo que pasaba en ese momento confuso e incierto, pero estaba segura: si tenía que defender a su nueva dueña estaba preparada para ese trabajo noble, aunque más bien lo tomara como un gesto agradecido: protección a cambio del amor incondicional que le había dado ella. 

—Sí—respondió la nueva dueña frotándose los ojos—. Perfectamente.

A Jade no le pareció que estuviera perfectamente, así que soltó un bufido digno de una diva que acaba de descubrir que su café no está a la temperatura adecuada. Colocó la cabeza sobre sus piernas, mientras el chico de la fila contraria se acercaba con un ceño fruncido que decía "vengo a cuestionar tu existencia". Sin aviso ni confianza, pasó su mano por el hocico de la perra, haciendo que esta estornudase como si hubiera inhalado una nube de polvo.

—Perdona—dijo con una media sonrisa apenada que intentaba ser encantadora pero solo era incómoda—. Yo soy una persona de gatos. 

La nueva dueña asintió con desdén porque ella odiaba a los felinos con la pasión de mil soles. Acarició a Jade, como si fuese su terapeuta canina, intentando sutilmente corregir la falta de tacto del chico.

Jade, por otro lado, parecía disfrutar mucho más las caricias de su nueva dueña que las del amante de los gatos.

  —Supongo que me gané tu silencio—suspiró resignado el amante de gatos—. La verdad pensaba tener un perro en algún momento, pero resulta que los gatos se ajustan mejor a los departamentos. Ya sabes, vivir toda mi vida en uno me ha hecho un poco... seleccionador. 

—Soy alérgica a los pelos de gatos—respondió la nueva dueña, sorbiendo de la nariz como si estuviera tratando de contener una explosión emocional—. Mi padre también es una persona de gatos, pero solo puedo tener perros en casa.

El amante de gatos asintió animado, como si hubiera encontrado el sentido a su vida en medio del caos del tren. Una vez acomodados uno frente al otro, permitiendo que Jade se recostara en el suelo del vagón junto a los pies de ambos, la plática continuó gracias a su curiosidad casi desesperada. 

—¿Regresas a casa o vas de vacaciones a las afueras? 

—Un poco de las dos—respondió ella, recordada por su estómago que parecía tener opiniones propias. Gimió mientras intentaba ahogar el ruido con dignidad.

—Tranquila, debe pasar el vendedor por nuestro pasillo.

La nueva dueña se sonrojó como si hubiera sido atrapada robando dulces en una tienda; había olvidado llevar dinero por culpa de un enfado infantil con su padre y jamás se le ocurriría pedir prestado a un extraño cuya cara probablemente no volvería a ver.

Tanteó dentro de la mochila con esperanza desmesurada, como si eso fuera a resolver todos sus problemas existenciales. Pero no había billete escondido entre los pliegues de la tela. El amante de los gatos lo notó y decidió que su empatía era más fuerte que sus preferencias felinas; además, no podía hacer nada contra el fulgor inesperado que emanaba del rostro sonriente de la nueva dueña. Era algo fuera de su control. 

Al final, el amante de gatos compró dos sándwiches y luego un tercero al notar que Jade lo miraba con ojos tan desorbitados. Su cola se movía frenéticamente mientras devoraba la salchicha.

Llegaron a su destino en dos horas eternas. Apenas bajaron del tren, Jade inhaló profundamente el aire del campo; puro y agradable. ¡Y esos olores! Enseguida quiso recorrer el lugar buscando otros animales para hacer amigos... o enemigos. 

—Ya nos vamos—le avisó la nueva dueña al sentirse arrastrada desde el otro extremo de la cuerda—. Antes tenemos que despedirnos.—Sonrió con esa mezcla entre tristeza y esperanza típica de las películas románticas. 

—El pueblo es bastante pequeño; seguro nos volvemos a encontrar—aseguró el amante de los gatos también sonriendo, aunque quizás con un tono menos entusiasta que antes—. Jade, fue un placer conocerte. Me han dado deseos de tener un perro gracias a ti; ojalá fuera tan bueno. 

Jade ladró porque quería irse ya; pero para no ser maleducada le dedicó un meneo de cola al amante de los gatos mientras lo veía alejarse hacia las pequeñas casitas en la distancia. La nueva dueña suspiró y apresuró el paso arrastrando la maleta por las empolvadas aceras de la estación, como si cada paso fuera una metáfora sobre dejar atrás lo familiar para abrazar lo desconocido.

La casa de la madre de la nueva dueña quedaba cerca de la parada, un lugar donde las promesas se mezclaban con el aire polvoriento de la nostalgia. Iban emocionadas; Jade, en busca de posibles compañeros de juegos, y la otra, atrapada en un torbellino de recuerdos que no veía desde su infancia.

Sin embargo, no fue como pensaban. La casa parecía acogedora, como un abrazo que se siente muy bien hasta que te das cuenta de que está demasiado apretado. La señora que abrió la puerta seguramente no quería que sucediera lo que estaba a punto de ocurrir, porque el destino tiene una manera muy peculiar de jugar con las expectativas.

—Quizás ella no se infecte...—pensó la mujer.

Pero luego de unos días llegaron los estornudos y las diarreas. Sí, porque claro, lo peor siempre llega justo cuando estás tratando de disfrutar la vida. Jade se sentía débil, como un héroe en una película de bajo presupuesto que pierde su superpoder justo antes del clímax. Comía, pero sabía que pronto lo echaría todo de nuevo.

Notaba la preocupación en los ojos de su nueva dueña; el veterinario del pueblo no tenía medicinas para lo que parecía un simple resfriado. Todo se estaba yendo a la deriva, como un barco sin capitán.

No quería jugar. No podía dormir. No podía ser ella misma, y aunque quisiera volver a ser Jade, sus patas traseras parecían haber decidido entrar en huelga.  Los nervios le ganaban y tenía miedo por cualquier cosa; era como si todas las sombras del mundo conspiraran contra ella. Se sentía inútil, incapaz incluso de defenderse a sí misma. ¿Y cómo podría mostrar gratitud cuando su cuerpo le fallaba?  

—Te quiero—balbuceó la nueva dueña acunando la cabeza de Jade entre sus piernas—. Me siento impotente al no poder hacer nada para que estés bien.

Jade no pudo decirle que ese era su trabajo: protegerla a ella y no al revés. Y que la quería mucho más de lo que cualquier gato con aires de divo jamás podría quererla.

Una gota salada cayó en el hocico de la perra; no era agua porque estaba cálido y provenía de los ojos llorosos de su dueña. No quería irse de su lado, y Jade lo agradeció porque en esos momentos difíciles sólo deseaba estar junto a la humana que amaba.  La chica no dejó de llorar cuando Jade soltó su último aliento; escupió un mar negro que la ahogaba por dentro y su estómago se detuvo en un silencio ominoso.

Estaba quieta, como el hocico frío que ya no respiraba. En la noche del campo se escuchaban los grillos, pero aquella noche ni siquiera ellos se atrevieron a cantar; el silencio era tan pesado que parecía tener peso propio. Un vacío dominó el corazón joven como si alguien se lo exprimiera con un pellizco cruel. 

Tenía que enterrarla, pero eso significaría aceptar lo inevitable: que se iría para siempre. 

—Te voy a extrañar, Jade—sollozó—. Y puede que tenga más perros, pero te juro—besó su pulgar en medio de la promesa salada por tantas lágrimas—que no te olvidaré. 

La nueva dueña–la última dueña–abrazó a Jade con tal fuerza que parecía querer infundirle vida nuevamente; como si aferrándose a su cuerpo pudiera devolverle el brillo a esos ojos apagados.

Carmen Silva apagó la lámpara sobre la mesita de noche y se acostó a dormir. Habían pasado quince años desde aquella noche fatídica en la que murió su primera mascota, la perrita llamada Jade, pero aún la recordaba cada vez que miraba el juguete desgastado sobre el estante en un rincón. Allí estaban también la pelota destrozada de Mar, los calcetines deshilachados de Houston y las flores marchitas desenterradas por Sultán, quien fue el último en morir una semana atrás.

No se arrepentiría jamás de haber tenido a ninguno de ellos; por mucho dolor que sintiera al perderlos, volvería a repetir cada adopción sin pensarlo dos veces.

—¿No te has dormido cariño?—preguntó su esposo al entrar en el cuarto.

Ella no respondió; todavía viajaba al pasado mientras su mente danzaba entre recuerdos.

Él dirigió la mirada hacia donde miraba su mujer y vio los juguetes; luego negó suavemente con la cabeza sin decir nada, pero pensó: "Qué lástima que no podamos tener gatos".

     Jade
2021—2022

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