XI.
—Asashōryū-san. Solo pudimos detener la hemorragia de manera química. Las escamas del paciente son demasiado duras para los instrumentos. Por lo que no hay forma de cerrar sus heridas quirúrgicamente.
Yuriko-san no sabía qué hacer. Era el mejor hospital con los mejores profesionales de todo Japón y aun así, no tenían forma de tratar a su hijo.
—Lo mantendremos sedado y bajo observación. Realmente lo lamento, pero depende de la fuerza de su hijo de aquí en adelante.
Al escuchar al doctor, Robert sencillamente no lo toleró, y mientras su esposa consolaba a su hija, salió de la sala de espera al pasillo. Camino hasta la salida más cercana y una vez fuera, dejo de contenerse.
Pateando unos basureros, maldijo al aire una incesante lluvia de improperios en su lengua madre.
—¡Fucking hell! —Pisando el basurero con fuerza hasta romperlo—. ¡Shit! ¡Fuck! ¡Fuck! ¡FUCK! ¡Fucking dammit! ¡SHIT!
Su hijo, Michelle, el pequeño niño que no paraba de llorar hasta que lo cargaba en sus brazos, el niño que crio durante 21 años, ese pequeño niño que por culpa de su sangre termino viviendo en una constante incertidumbre. Michelle, su amado hijo, estaba atado a una cama de hospital desangrándose sin razón aparente con un cuerpo mutado hasta un punto que no creía posible.
La última vez que lo había visto, no era más que su espalda, pero ahora, se expandía como una enfermedad. Si no lo mataban las lesiones, lo mataría esa maldición antes de poder restaurar su escama.
—Mierda...
—No te veía tan enojado desde la primera vez que nos conocimos, Robert. —Se escuchó la voz de Yuriko-san.
—Yuriko.
Ella lo veía desde la salida. Encorvada, con los hombros caídos, y una expresión de dolor genuino.
—Y yo no te he visto tan deprimida nunca.
Ninguno tenía palabras de aliento para el otro. Se mantuvieron en silencio sin mirarse. Escuchando únicamente los sonidos de los autos y ambulancias, solo se sentaron en la acera, sin quitarle los ojos a sus zapatos.
Yuriko sostenía la chaqueta de su hijo en las manos, olía como él, entre la sangre y el dolor, aún percibida el sutil olor a sal de mar mezclado con tabaco mentolado.
Rebuscando en los bolsillos, encontró una cajetilla medio aplastada con un encendedor. Era un hábito asqueroso, y odiaba que fuera la única manera en que Michelle podía afrontar su día a día, pero si para algo servían, era para momentos así.
Sacando un cigarrillo, lo encendió e inhalando, le ofreció a Robert una probada.
—Creí que lo habías dejado —dijo Robert aceptado el cigarrillo.
—Lo hice hace 22 años, el día en que me enteré de que estaba embarazada. ¿Y tú?
Exhalando una gran voluta de humo, Robert respondió.
—El día siguiente a ese.
Siguieron pasándoselo entre calada y calada hasta que solo quedo el filtro entre los dedos de Yuriko. Apagándolo contra en suelo, guardo la colilla devuelta a la cajetilla y, aplastándola hasta que quedara echa una bola, la arrojó al basurero.
—Ya es hora. —Poniéndose de pie—. Levántate, Robert. Ya no tenemos 20 años, ahora somos padres. Tú tienes una esposa e hija aparte de Hibiki, y para mí, ustedes serán siempre la única familia que tendré.
—Yuriko —dijo Robert sin quitar la mirada de ella.
—Hibiki es único, lo hemos sabido desde antes que naciera. Y sigue allá adentro, luchando, con garras y dientes, se defiende de lo que sea que lo haya atacado.
—Pero Michelle...
—¡Es fuerte! Siempre lo ha sido. Y si él no se ha rendido, no hay razón para que nosotros lo abandonemos. Nuestro lugar es a su lado.
Robert no pudo evitar reír melancólicamente. En definitiva, esa era la Yuriko de quien se había enamorado hace ya tantos años. Fuerte y determina.
—Tienes razón —dijo mientras la abrazaba de improvisto—. Michelle nos necesita.
............................
Michelle flotaba plácidamente en el mar que tanto extrañaba. La briza acariciaba su nariz, el oleaje lo acunaba. El agua era fría y perfecta. Era definitivo, debía de estar muerto. Porque no había otra forma de que estar en el mar no lo matara.
Pretendía disfrutar todo lo que pudiera antes de que su paz acabara, pero fue tarde cuando lo pensó, porque una presencia invadía su ilusión.
Esta criatura alteró la marea y el viento, convirtiendo una tranquila escena en una tormenta de alta mar.
—¿Quién eres? —preguntó Michelle, fastidiado.
—Vaya, ¿así es como saludan los niños a sus mayores hoy en día?
Aunque lo oía, no lo veía. La voz no era agresiva, pero sí de aquellas a las que les gusta molestar innecesariamente.
—¡Saludos! —Vociferó Michelle—. ¿Quién carajos eres?
La marea era cada vez más agresiva, al punto en que le daba trabajo mantenerse a flote.
—Muy valiente, ¿no? —La voz no parecía molesta, estaba más intrigada que otra cosa—. Pero bueno, mi nombre no es importante. No tienes por qué saberlo, después de todo, te estás muriendo.
Era verdad después de todo.
—Lo sé. —Respondió todo fatalista.
Lo que no hizo más que llamar el doble la atención de la voz.
—Tienes coraje, niño. Después de todo, peleaste contra la bestia de la montaña. Siendo alguien tan débil, me sorprende que sigas vivo.
«La bestia de la montaña». Michelle jamás había escuchado algo similar. De seguro, ese era el nombre de la raíz Yōkai de Aiko-san. Tamaña criatura despertando en el cuerpo de un humano, había tenido suerte de haber conseguido recuperar la conciencia de Aiko antes de que la devorara.
—No es su culpa. —Defendió Michelle a Aiko—. Yo debería estar muerto ya, hace 5 años que debería estar muerto, si es que no antes. La bestia solo está asustada. No es su culpa que yo terminara así.
—Puede que tengas razón en eso —apoyó la voz—. Pactaste con un descendiente de esa bestia, claro, no lo sabías. ¿Pero quién sí? Si se supone que su linaje estaba extinto. Ese remanente se aferra a esa mujer humana en un esfuerzo por no desaparecer.
¿Remanente? ¿Quién era este sujeto? ¿Cómo sabía tanto de la raíz de Aiko-san?
—Entonces, ¿quién eres? —Insistió Michelle al ver que esta voz sabía mucho más de lo que creía en un principio—. ¿Para qué estás aquí? ¿Acaso eres mi muerte?
—¿Muerte? —Se ofendió—. No, para nada. No tengo la aflicción de sacar a débiles criaturas como tú de su miseria. Solo estoy aquí para equilibrar la balanza.
¿Balanza?
—¿De qué hablas?
—«Obtendrás tanto como lo que entregues» —Recitó—. Tu juramento no está saldado, niño.
¿Hablaba de la escama?
—La mujer con la que pactaste ya no está en este mundo, pero tú cumpliste tu parte, concediste su más grande deseo. —Michelle lo escuchaba expectante, este tipo sabía cosas que ni él tenía del todo claras—. A cambio, su sangre ha heredado su juramento. La bestia está inquieta porque sabe que el pago está más allá de lo que posee. Intenta matarte para cancelar el pacto, y eso no lo permitiré.
—¡Momento! ¿Cómo que concedí un deseo? Yo no hice nada, yo soy quien fue salvado.
Ignorándolo, la voz prosiguió.
—Tienes 7 días, es todo lo que puedo darte en tu estado. Reclama tu pago antes de que «la bestia de la montaña» use tu escama para penetrar en tu alma una segunda vez.
La marea se convirtió en un oleaje salvaje que rodeo a Michelle. Las pesadas masas de agua chocaron contra su cuerpo, hundiéndolo en las profundidades. Asustado, temió ser demasiado débil para tolerar esa fuerza aplastante.
No podía gritar, el aire se escapaba de sus pulmones por la presión. Y cuando creyó todo perdido, entre la oscuridad, se vio cara a cara con una entidad de leyenda que reconoció solo por las pinturas en los tapices de su templo familiar.
Ese era...
—Ryūjin —dijo la voz—, eres Ryūjin. No existe Ryūjin débil. Tu cuerpo es una armadura, tus garras son tus sables. Tu cola es un látigo y tus ojos el anuncio de la muerte. La bestia de la montaña lo sabe, doblégalo, aplástalo. Ryūjin es la fuerza del mar, es el dios de la tempestad.
.........................
Sudando y con el corazón en la garganta, Michelle despertó de un salto sin saber si todavía estaba soñando o si este ya era el mundo real. Entre jadeos, un nauseabundo sentimiento le presionó el estómago. Su vista permanecía borrosa y la cabeza le punzaba.
Solo cuando quiso llevarse las manos a la cara notó que estaba atado a una camilla de hospital, con una vía intravenosa conectada a un suero, y sensores en su pecho conectados a un monitor cardiaco.
Lo único fresco en su memoria era su sueño y las palabras de Ryūjin, como si el resto de la historia fuera prescindible, Michelle cortó sus ataduras valiéndose de fuerza bruta y arrancó la vía sin cuidado.
Su garganta se quemaba, necesitaba agua, ahora.
Al levantarse y caminar, arrastró el monitor consigo y sin preocuparse mucho, se quitó los sensores de un tirón. Frente a esto, la máquina comenzó a dar pitidos que atravesaron los oídos de Michelle.
—Agua...
Yendo al baño de su habitación, dio la llave completa del lavamanos y metiendo la cabeza, sintió el agua correr por su cabeza. No percibía frío ni calor, el cuerpo no le pesaba ni estaba rígido, pero se sentía seco. Agua, era todo lo que le exigía, agua.
Con las máquinas sonando tan agudo como para romper los oídos de Michelle, una enfermera entró corriendo a la habitación. Estaba oscuro, muy oscuro, no había más luz que la del pasillo, aun así encontró a Michelle de inmediato y en cuanto lo vio con la cabeza en el lavamanos se apresuró a detenerlo.
—¡Loughty-san! ¿Qué es lo que hace? ¡Por favor, deténgase de inmediato! —ordenó la enfermera tomándolo del brazo.
Su condición como paciente era grave, ni siquiera debería de haber podido levantarse, aun así, allí estaba. Claro, no era plenamente consciente de su estado. Podríamos decir que apenas estaba en sí mismo, ya que en cuanto sintió la mano de la enfermera, reaccionó bruscamente frente a lo repulsivo de su tacto. Y al empujarla, por accidente la hirió con sus garras.
—¡No me toques! —gritó Michelle asustado. El mero hecho de haberlo tocado le heló la sangre.
La enfermera chocó contra el marco de la puerta y cayó al piso. Solo el olor a sangre le dio algo de claridad a la mente de Michelle.
¿Sangre? Pensó. Era un olor ferroso y amargo, nunca antes lo había percibido con tal lujo de detalle. Fue entonces que vio sus manos, una de ellas apestaba a sangre.
—¡Michelle! / ¡Hibiki —Llamaron sus padres. Estaba muy oscuro y difuso, pero reconocía sus voces y sus olores.
¿Qué sucedía? ¿Por qué había sangre en sus manos? ¿Había lastimado a alguien? ¿Cómo? Si solo la había empujado. No era tan fuerte como para derribarla y ¿por qué todos gritaban tan fuerte? Las constantes puntadas en la cabeza le hacían difícil concentrarse en una sola cosa.
—Kaasan, papá —entrecerrando los ojos para lograr distinguir algo—. ¿Qué pasa? —Confundido.
Cuando intento tocarse la cabeza sintió como algo se le clavaba en la piel, dolió. ¿Tenía algo en los dedos? Vio así sus manos con detenimiento y no parecían ser las suyas, eran mucho más gruesas y toscas que las suyas, y sus uñas, eran negras y afiladas, se veían como las garras de un animal salvaje.
—¡Hibiki, mírame! —Gritó Yuriko-san mientras Robert se acercaba lentamente en un intento para auxiliar la enfermera que permanecía en el suelo, inmóvil—. No voltees al espejo, ¡solo mírame!
¿Espejo? ¿Qué tenía el espejo?
—¡Hibiki!
Nada tenía sentido. Sus padres estaban demasiado alterados para que no fuera nada, algo pasaba con él. Sus manos, su cabeza y de pronto, sus ojos, que ardieron terriblemente, obligando a Michelle a encorvarse y retroceder mientras se cubría el rostro.
Aprovechando la distracción de su hijo, Robert tomó a la enfermera por el brazo y la arrastro hacia atrás. Yuriko-san la recibió y utilizando su cuerpo como escudo, Robert las cubrió a ambas mientras intentaba centrar a su hijo.
—¡Michelle! Escúchame, tienes que calmarte, sé que estás confundido, pero todo estará bien. Estamos aquí.
Perdido, busco a su padre con la vista, sus ojos aún ardían, pero ya era más claro, de hecho, ahora podía ver como si fuera de día.
—Papá... Tú, ¿eres tú?
No fue que no lo reconociera, sabía que era él, solo que ya no se veía como él. La enfermera detrás de él tampoco se veía como una mujer, no, ni siquiera parecía humana.
—¿Tengu?
Finalmente, vio a Yuriko-san y ella se veía como Ryūjin, no como un Yōkai Ryūjin, sino como ese Ryūjin. El de su sueño.
Esto no hizo más que enloquecerlo. Estaba viendo las sombras tras las sombras, Michelle veía a través del disfraz de Yōkai. Si todos lucían así entonces, ¿cómo se veía él?
—El espejo —susurró.
En cuanto notó que su padre lo escuchó, Michelle cerró instintivamente la puerta del baño.
Robert intentaría detenerlo, pero no lo lograría.
—¡Michelle, no lo hagas! ¡No mires el espejo!
Su padre forcejeaba bruscamente en un intento por abrir la puerta, pero sería inútil. Mientras los guardias del hospital y el personal masculino de enfermería corrían a su habitación. Michelle permaneció encerrado.
Con el corazón en la garganta, hizo oídos necios de las advertencias de sus padres y decidido. Vio su reflejo en el espejo. Recogió su cabello mojado que parecía más largo de lo normal y lanzándolo hacia atrás, despejó su rostro.
Lo que vio, no fue algo que no esperara.
Ya no era solo su espalda y hombros, su maldición se había expandido. Por donde viera habían crecido escamas, su cuello estaba plagado de ellas, y su rostro, la mitad derecha de su cara estaba cubierta de ellas.
Sus ojos ya no eran humanos tampoco, su color había cambiado a un pálido azul cielo y sus pupilas eran una línea negra vertical.
En el interior de su boca, sus dientes se habían vuelto puntiagudos, sus colmillos afilados y su lengua mucho más larga.
A su apariencia le quedaba muy poco de humano llegado a ese punto. Su piel, tapizada con ese hipnótico patrón azul turquesa y su cabello decolorado hasta parecer plateado. Faltaba poco para que asomaran cuernos de su cabeza y le creciera una cola.
La conmoción le afecto tanto, que comenzó a reír irónicamente. Estaba enojado, asustado, y con un agujero en su alma. Quería culpar a alguien, a quien fuera, pero no podía. No tenía el valor para echarle en cara a sus padres el haberlo traído al mundo siendo tan defectuoso, o a su cuerpo por ser tan miserablemente débil o a Aiko-san por provocar todo esto.
Nada de esto era su culpa, pero eso solo lo jodía más, porque no era culpa de nadie.
Michelle estaba de rodillas, con la mente sumergida en la desesperación cuando lograron abrir la puerta. Nadie sabía cuál era su estado mental o físico, y con su cuerpo a media metamorfosis, era peligroso acercarse sin precaución.
Si atacaba lo reducirían por la fuerza. Si intentaba huir, lo atraparían. Y de haberse desmayado, lo llevarían devuelta a la camilla. Pero ninguno supo qué hacer al ver que no reaccionaba. Estaba estático en el suelo con una expresión que parecería que se deshacía por dentro.
—Hibiki.
Yuriko-san fue la primera en acercarse junto con Robert. Ella tocó suavemente el hombro de su hijo, con el cuidado con el que tocarías un adorno de cristal. En cuanto sintió la presencia de su madre, Michelle no pudo tolerar su dolor mucho más.
—Kaasan —dijo Michelle, que derramaba lágrimas de impotencia.
Viéndolo tan destrozado, no pudo hacer más que abrazar a su hijo con todas las fuerzas que tenía. Lo sostenía como si temiera que se marchitara y se desvaneciera en la nada. Hibiki siempre había sido duro y determinado, por muy mal que fuera todo, por muy asustado que estuviera, no se rendía, pero el Hibiki que tenía en frente parecía un alma en penas.
—Todo estará bien. Lo arreglaremos. Te lo prometo.
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