28. ¿El comienzo o el final?
Brenda:
00:36 hs:
—¿Ya se fueron? —le pregunto a mi hermano cuando lo veo subiendo las escaleras que llevan a nuestro piso. Yo estoy parada al lado de la puerta abierta de nuestro departamento
—Supongo —responde sin dejar de subir los escalones.
Y como si su respuesta me hace estar más consciente de la realidad, busco mis llaves que están colocadas en el llavero y corro escaleras abajo como si estuviera compitiendo en un maratón, casi llevando a mi hermano conmigo.
Antes de terminar de bajar los escalones de la última escalera me encuentro con un vecino que está saliendo del edificio, le pego el grito que me deje abierto, el señor sin dejar de sostener la puerta de vidrio se hace a un costado, precavido para que no lo empuje por no poder frenar a tiempo y me da el paso.
—Gracias —le digo sin detenerme a verlo.
Él se saca la boina que lleva puesta y sonríe. Luego sigue con su cometido, tirar las bolsas de basura al canasto.
Al poner un pie en las baldosas de la vereda me doy cuenta como el cielo nocturno a lo lejos se resplandece por los relámpagos. No llueve, tampoco hay indicios de que lo haga en cualquier momento, pero hace mucho frío, así que me arrepiento de no haber agarrado un abrigo antes de salir.
Cruzo mis brazos sobre mi cuerpo para darme un poco de calor mientras busco a ese auto rojo.
Cuando miro un poco más lejos de mi panorama principal, hacia la esquina, en la vereda del frente a la mía, lo encuentro. Por la ventanilla del conductor que se encuentra baja veo como Diego habla con los otros chicos mientras espera a que se pongan el cinturón de seguridad después de dejar su teléfono sobre el tablero.
—¡Diego!
El auto no arranca aunque su motor esté encendido.
Me apuro a correr, antes de cruzar la calle me aseguro de que no venga ningún vehículo.
—Di... ego. —Me tomo unos segundos para reponer el aire.
Que sea deportista no significa que me quede sin aire o que no me afecte el hecho de correr escaleras abajo de muy mal forma y sin haber hecho la digestión.
—¿Podemos hablar? —Apoyo mis manos en el vidrio bajo de su ventanilla.
—Estoy algo cansado y antes de volver a casa tengo que dejarlos a ellos. —Señala a su copiloto y al chico del asiento de atrás.
—Serán unos segundos, lo prometo —suplico—. Por favor —susurro, casi sin esperanzas.
No soy capaz de mirarlo a los ojos.
Puedo aceptar un «No.» como respuesta, pero no ver su cara de odio al decírmelo.
Escucho el ruido que hace al deslizar sus manos por el volante que segundos atrás tenía sostenido de la parte de arriba. Levanto la cabeza, mis ojos viajan con rapidez a sus manos que se terminan de deslizar por la última parte del volante y se mueven hacia su cinturón.
¡Clic!
Dejo de escuchar cualquier cosa después de ese ruido, después del ruido del cinturón, siendo desenganchado del seguro. El sonido de liberación. Se saca el cinturón de seguridad y no puedo ocultar mi sonrisa. Una sonrisa que siento que va de oreja a oreja.
Cada uno de sus movimientos pasan lentos delante de mí.
Todavía con la sonrisa subo al cordón de la vereda; de la vereda que está frente a mi edificio y lo espero.
Lo espero con miedo, culpa, vergüenza, sin saber qué decirle, pero al fin y al cabo permanezco parada para darle una disculpas. Es mi oportunidad de arreglar las cosas, o al menos una parte de ellas, de decirle que tengo la culpa de todo y que ahora estoy más que arrepentida. No me importa tener que hacerlo delante de Tiago y Felipe y que piensen que estoy haciendo el ridículo.
Se para delante de mí con su expresión incomprensible, no tengo una pizca de intuición de lo que puede estar pensando.
De fondo se escucha un trueno.
Va a llover.
—Ahora querés hablar. —Voltea a ver el auto.
—Diego, perdón. De verdad. Espero que puedas perdonarme —lloriqueo.
Me mira con pena.
Y de repente siento que me achico hasta llegarle a las rodillas. Me siento una nena que acaban de retar por una travesura, pero a pesar de eso no es quien se lleva la peor parte, sino que lo es el adulto al que le toca enseñarle que estuvo mal lo que hizo, a él le duele el doble.
—Yo... Yo no quería.
—Seguro que te obligaron a hacerlo, ¿no? —escupe de forma hostil.
—N... No, pero tenía miedo.
Tiemblo, en parte por el frío que hace y por otra porque estoy conteniendo el llanto, de quebrarme delante de él.
—Diego, en este momento no puedo darte la verdadera razón explícita, pero sí te puedo decir que fui una tonta en alejarte, en alejarme de vos. Si me das una oportunidad de demostrarte lo importante que te convertiste para mí, prometo que no te decepcionaré. Sé que el daño está hecho, pero sí una parte tuya...
Me freno.
El llanto se hace insostenible. Cubro mi cara para que no me vea llorar.
—No llorés... Bren, no llorés, por favor.
—Sí... Por... Porque me odiás.
—¿De dónde sacaste eso? Nunca podría odiarte... Ni aunque quisiera.
—Lo estás haciendo ahora.
—No. —Ríe, no sé bien la razón, pero lo hace y me corro las manos de la cara para verlo mejor—. No lo hago, estoy molesto porque no entiendo por qué me estabas ignorando.
—¿Entonces? ¿No me odiás?
—Por supuesto que no. Ya te lo dije; ni aunque quisiera podría hacerlo.
—¿Me das un abrazo? Por favor.
Antes que termine la oración me rodea entre sus brazos, no solo dándome calor y protección, sino seguridad también. Seguridad de que podemos seguir siendo amigos, de que no lo perdí por una mala decisión y lo más importante que sin importar que lo lastimé no me odia, o al menos no lo suficiente para no escucharme y negarme el abrazo.
Siento como algo cae sobre mi cabeza, sin soltar a Diego miro hacia el cielo y como si en una película hubieran dicho «Nada puede salir peor.» empieza a llover fuerte, muy fuerte.
—Perdoname, perdoname, perdoname —susurro contra su hombro.
Cuando un trueno hace presencia me aferro más a Diego.
—Por favor, por favor...
—Ya lo estás. Ya te perdoné, después hablamos de esto más tranquilos. Entremos al auto. —Su voz es pacífica, pero la siento lejana a mí, no es el mismo tono con el que me hablaba antes de todo esto, pero tampoco es uno con el que me demuestre que no quiere verme nunca más.
Tengo la sensación que aunque quiere perdonarme, no puede hacerlo hasta conocer la verdadera razón. Está dolido y lo entiendo. Si estuviera en su lugar no hubiera bajado del auto.
La lluvia no tarda en caer violentamente, con ella llega el viento queriendo llevarse todo a su paso.
—Yo... —lagrimeo— Gracias por no odiarme.
Las copas de los árboles se inclinan hacia la derecha.
A nuestro alrededor vemos como la tierra se levanta y empiezan a volar papeles, ramas y algunas botellas de gaseosa.
—Después me contás, ¿sí? Ahora subí al auto que está lloviendo y hay tormenta eléctrica. —Sus calientes manos me toman de la cara y cuando nuestros ojos conectan entre ellos me sonríe.
Entre toda la tormenta llega la calma con su sonrisa.
Una sonrisa que me da paz y alegría.
Una sonrisa nunca había logrado que mi pecho sienta calor; Un calor que me llena de satisfacción.
Subimos al auto. Él adelante y yo atrás.
—Ponete el cinturón —pide volteando la cabeza para verme. Lo miro extrañada—. Doy la vuelta de manzana y te dejo al frente de tu casa.
Sonrío en forma de agradecimiento y lo hago.
—Atrás hay una campera mía, usala.
—¿Y vos? —pregunto cuando la tomo.
—Cuando llegue a casa ya habrá mejor clima.
En el espejo se refleja su cara y noto su malhumor y enojo; su semblante serio, sus ojos fijos al frente, no intenta buscar mi mirada a través de él y aprieta los labios entre ellos. Aunque me ofreció su abrigo para que me abrigue, no lo hago.
Me quedo pensando mis siguientes palabras y cuando parece que me voy a acobardar, ellas salen de mi garganta sin la mínima delicadeza.
—Es peligroso manejar con este clima, ¿no quieren quedarse?
—¡Por favor! —Tiago grita, asustado, desde el asiento de adelante, el del copiloto.
Diego sigue manejando tranquilo, a pesar de que su cara no puede simular su estado de ánimo y Felipe se ríe a mi lado de su amigo miedoso.
Cuando terminamos de dar la vuelta de manzana y llegamos a mi edificio vemos a Luca parado frente a las puertas de vidrio mirando hacia afuera. Diego estaciona, yo le agradezco, inmediatamente Luca sale del edificio a ayudarme a bajar.
—Bren, entrá.
No espero nada y abro la puerta del edificio para entrar, espero a que Luca se acerque para abrirle. Pero nunca lo hace, sino que abre la cochera para que Diego deje el auto.
Los cuatro chicos después de que el auto se haya guardado en el estacionamiento que tiene el edificio se ponen frente a la puerta y les abro, en este momento siento como el viento intenta arrancármela de las manos, tirando con tanta fuerza que parece que se estrellara contra la pared.
—Se quedan en mi habitación —dice Luca una vez que entran, girándose hacia Felipe, que está a mi lado mientras cierro la puerta con llave—. ¿Me escucharon? —Levanta el tono cerca del oído del chico.
Me causa gracia porque me recuerda a cuando yo hice algo parecido con Gala y un silbato. Después recuerdo que ese fue el último día que hablé bien con Diego.
Siento como debajo de las prendas de ropa, mi corazón se contrae de angustia. El remordimiento no se va después de haber hablado, y sé que no lo hará hasta que le diga la verdad.
Veo como ríe con los chicos mientras Luca abre el departamento, yo me quedo atrás. Atrás...
Atrás, como lo hice en su vida, ya no pertenezco ni tengo el derecho de hacerlo después de apartarme, dejándolo con mil dudas.
—¿Bren? ¡Entrá! —dice Luca en el bordo de la puerta.
Asiento.
—¿Hablaron? —pregunta, realmente parece interesado.
—Sí. —Empujo mi hombro contra su brazo de mala gana, aunque sin querer al pasar, y me encierro en mi habitación.
Minutos después escucho como los chicos entran a la habitación de Luca y cierran la puerta.
Lo perdí.
Desde muy chica tengo miedo de perder; de perder el juego de aros que me regaló Carlos, una competencia significativa, el tiempo —de todas sus formas posibles—, una oportunidad importante e irrepetible en la vida, a personas... A personas que realmente quiero.
Y es exactamente lo que acabo de hacer.
Hay solo una cosa en la que no me importa perder en la vida, y es a los juegos de mesa que jugamos con los abuelos. La final está siempre entre Luca y el abuelo, siento que si uno de ellos gana nada está mal, si pueden arreglar inconscientemente sus jugadas y las de los demás para que la final siempre sea la misma, pueden arreglar cualquier problema que se le cruce.
Pero hoy me doy cuenta de que no es así, no pueden arreglar todo. Por desgracia habrá situaciones que se les escaparan de las manos.
Luca: Diego está solo en la cocina, fue por agua 😉
Luca: HABLEN!!! Ya no lo aguanto escuchar llorar 🙄
Luca: Quiero dormir, no tener que consolarlo 😭😭
Tal vez, después de todo, sí es cierto que no se le pueden escapar de las manos ninguna situación.
Me quedo mirando los emojis de sus mensajes por unos segundos. Luca siempre los usa para bromear, no tengo recuerdo alguno de que los haya usado en serio, aunque sus mensajes sí lo sean.
Tengo miedo de no poder verlo a la cara. O peor aún, que Diego no sea capaz de verme.
Quiero que sigamos siendo amigos, y si para eso tengo que ocultar todos mis sentimientos al fondo de un cajón lo haré para que no intervengan. Aunque en parte sea una tortura para mí.
Me levanto de la cama y después de debatir en silencio si ir o no hasta la cocina abro la puerta de mi habitación.
Diego está de espaldas a mí, frente a la ventana de la cocina que da a la calle mirando la lluvia, justo al lado de la larga y ancha alacena.
La lluvia sigue, más calmada, pero sigue presente. Cada tanto aparecen rayos en el cielo y truena, dejando en evidencia el mal temporal que hay afuera. Aunque afuera el caos siga, acá dentro, en la cocina, reina el silencio.
Ni siquiera se escucha un mínimo ruido que puede provocar Diego sin querer.
—Hola.
—De nuevo —responde sin ni siquiera voltearse a verme. Da un sorbo de su vaso.
—Vos también viniste por agua.
Esta vez no responde. Finge no escucharme.
Me pongo más nerviosa de lo que estaba antes de hablar con él. Estuvimos sin saber del otro más de tres meses. En todo este tiempo solo pensé en el error que cometí, no solamente eso, sino que le di vueltas al tema una y otra vez. A pesar de que hablamos antes de la tormenta, no sé cómo están las cosas entre nosotros, no sé si me quiere volver a ver una vez que vuelva a su departamento, y no sé qué significó el abrazo para él; si lo hizo para que no llorara, para no quedar mal frente a sus amigos —o para que yo no lo haga— o porque quería sacarme de encima.
Creo que me estoy arrepintiendo de que Luca lo haya convencido de quedarse, pero ya estamos en la cocina.
No estoy segura si es porque no respondió mi intento de romper el hielo entre los dos o si la lluvia se vuelve más intensa, pero escucho como las gotas pesadas y gordas de lluvia comienzan a chocar contra el aserrín de la ventana.
—¿A partir de ahora vas a fingir que no existo?
Diego apoya el vaso sobre la mesada y noto como su cuerpo se tensa. Nuevamente, se queda mirando la lluvia y no me ve, pero al menos sí responde.
—No estoy fingiendo nada.
—No me respondiste.
—No tengo ganas de hablar ahora, Bren.
Siento que sus palabras son distantes hacia mí, y esa frialdad me apuñala el corazón.
—Solo viene por agua. —Camino hasta quedar a su lado para tomar un vaso de la alacena.
Él, ante mis movimientos, se gira de malhumor hacia el frente, dejando a su espalda la ventana a la que tanto admiraba segundos atrás.
—Buenas noches —me despido con el vaso lleno.
Antes de salir de la cocina, volteo a verlo por última vez, está cabizbajo, mientras pasa ambas manos sobre las hebras de su cabello. A su espalda, la cocina y el cielo se iluminan de más por un rayo. Él no se mosquea ante el sonido ni el destello de luz; sigue igual a como estaba antes de la descarga eléctrica. Doy media vuelta retomando el camino a mi pieza.
—Bren —susurra tan bajo que por unos segundos pienso que lo imagino.
Levanta su cabeza y sus ojos miran los míos. Deja sus manos apoyadas sobre la mesada.
—Bren, ¿qué fue todo esto? ¿Lo de las últimas semanas?
Me da la sensación que no puede decir la palabra «Meses», como si se hubiera encerrado en una burbuja en la que los días pasan más lentos para no lastimarse. Como un escudo de protección.
—Ya te dije, no puedo decirte qué pasó específicamente.
—¿Por qué no?
—Porque... Porque si lo digo se hace más real, y si eso pasa tengo una guerra conmigo misma.
Ignora mis palabras, como si en cierta parte entendiera que es algo que no tengo resuelto del todo, o que al menos quiero olvidarme. Internamente, se lo agradezco, no estoy preparada para decirle lo que siento por él y menos que menos si no tengo asegurado que me corresponda.
—Podrías haberte acercado.
—Lo sé. Realmente lo sé, incluso se me pasó por la cabeza ir a tu casa, pero tenía miedo de que no me quisieras ver. De que me cerraras la puerta en la cara.
—Está bien; solo quería saber eso. Andá a dormir, yo haré lo mismo.
—Diego, ¿en qué queda todo?
No responde, creo que no entiende del todo la pregunta.
—¿Seguimos siendo amigos?
Se queda un rato en silencio, meditando una respuesta. Hasta que finalmente me da una respuesta siento que pasan veinte años.
—Somos amigos. —Sonríe y me deja un beso en mi cachete—. Buenas noches, Bren.
—Igualmente —respondo.
Apago la luz de la cocina y lo sigo hasta el pasillo que divide mi habitación con la de mi hermano.
—Perdoname por haber sido cortante en la cocina. Solo necesitaba mi tiempo para procesar mis emociones. Estaba enojado, todavía lo estoy —murmura, débil.
—Me trataste lindo, en ningún momento me gritaste o te dirigiste de mala forma.
—Que esté molesto, no significa que tengo el derecho a tratarte mal.
Me quedo en silencio. Quiero decir algo, pero no estoy segura qué.
—Bren, nadie debería tratarte mal por estar enojado con vos.
Y con sus palabras me abraza el corazón.
—Lo sé —digo entre cortado.
—Perdón. No tendría que haberte ignorado.
—Está todo bien, no te preocupes. Olvidado.
Ilumina todo el pasillo con una sonrisa.
—Descansa, linda —habla despreocupado, como si no fuera consciente de que sus palabras no tuvieran poder en mí.
Por culpa de ellas, del «Linda», mis piernas se debilitan, tiemblan tanto que por momentos siento que me caeré porque no van a poder soportar mi peso; mi corazón está en la duda de paralizarse o de bombear como nunca antes, por lo que termina haciendo ambas casi en simultáneo; mis manos comienzan a sudar.
Me quedo quieta frente a él, rezando para tener una reacción y no quedar como tonta, pero nunca llega. No llega hasta que su voz me ayuda.
—¿Todo bien? ¿Pasa algo?
—No, nada —respondo negando con la cabeza—. Está todo bien. Gracias por preocuparte de todas formas.
—No es nada.
Nos quedamos un instante mirándonos a los ojos, mutuamente. A pesar de que son solo segundos, los siento como minutos, horas.
Podría estar así por horas. Mirándolo. Mirándonos.
Quiero que nos perdamos en los ojos del otro.
Me estoy perdiendo en sus ojos, y creo que él hace lo mismo en los míos.
Quiero que me vea de la forma que yo lo hago.
Por unos segundos, cuando sus ojos se oscurecen, siento que me ve con la misma intención con la que yo lo veo, de la misma forma. Deseando lo mismo que yo.
Mi mente me hace imaginar muchas situaciones por las que podemos terminar, pero ninguna sería posible, y si lo es, hoy no es la noche en la que ocurrirá.
El calor comienza a sentirse, rozando ser sofocante.
Mi cuerpo se acerca al suyo y Diego hace lo mismo, parece que lo hace sin pensar; nos acercamos mutuamente. Estamos envueltos por una pequeña burbuja. Y mi mente entra en crisis.
Pero todo lo que tiene su principio tiene su fin, y este llega rápido como un relámpago. Diego carraspea y ambos apartamos la vista del otro.
—Nos vemos mañana —me despido.
—Nos vemos. Descansa —responde, pero a diferencia de mí no vuelve a verme.
Cada uno se gira a abrir la puerta correspondiente y cuando ambas se cierran al mismo tiempo pasan dos cosas: la primera es que mi habitación se ilumina por un rayo detrás de la cortina que tapa la ventana, y la segunda es la más obvia; dejo de saber de Diego, pero me acuesto tranquila, teniendo la seguridad de que lo veré al despertar, en el desayuno.
Y así pasa.
A la mañana cuando me levanto mamá se encuentra ya vestida para ir a trabajar, está peinando a Sele en la cocina mientras ella desayuna en su vasito de princesas, como todas las mañanas a las que Sele le pide a mamá que la peine porque no le gusta como yo lo hago. Luca y sus amigos las acompañan con mate y facturas, hablan entre ellos, pero cada tanto intentan sacarle conversación a mamá sobre su profesión y a Selena sobre algo relacionado con el jardín.
—Buenos días.
—Buen día —recibo como respuesta de todos, pero solo soy capaz de concentrarme en la voz de Diego. Le sonrío y él repite el gesto.
Me uno, alrededor de la mesa con todos, en el lugar libre entre Tiago y Selena; y desayuno con ellos.
Por unos segundos intercambio mirada con Diego, ambos sonreímos, ninguno dice nada, es como si estuviéramos firmando un pacto en silencio del que nadie sabe y probablemente no sabrán. A veces las miradas dicen lo que las bocas no pueden decir, no estoy segura de lo que dice la del chico al frente mío, pero no tengo que detenerme a pensar en lo que dice la mía. Amor.
Sí, amor, exactamente eso. Un amor que guardo en silencio; una disculpa por apartarme sin previo aviso; y una promesa que hago cuando intensifico mi mirada hacia él, una promesa que solo sabremos los dos, Diego y yo. Nadie más.
Cuando aparto la vista de él, veo a Luca que está a su lado, guiña uno de sus ojos, sonríe, pero enseguida se lleva la bombilla del mate a la boca para ocultarla. Por su forma de verme sé que el ego le crece con cada segundo. Si él no hubiera mandado esos mensajes, las cosas entre Diego y yo seguirían tensas, probablemente más que anoche. También veo una pizca de felicidad en su rostro; desde que tengo memoria, Luca se pone feliz cuando yo lo estoy; Al igual que cuando estoy triste, él también lo está. Tiene mucha empatía.
Los chicos se quedan en casa un rato más después de que mamá se vaya a trabajar. Se quedan hablando del avance del trabajo práctico que empezaron anoche, pero, sin embargo, no hacen más nada de la boca para afuera.
Después del mediodía justo cuando Sele y yo estamos saliendo del departamento para ir al jardín de infantes, los chicos se despiden de Luca y de nosotras. Mi hermano me pide el favor de abrirles no solamente la puerta del edificio sino también el portón de la cochera para que Diego saque el auto, acepto ya que iba a bajar de todas formas para llevar a Selena al jardín.
Vemos los destrozos que causó la tormenta cuando salimos del edificio —incluso podemos notarlos antes de que abra la puerta por el vidrio en ella—. Ramas de los árboles arrancadas en la calle y en la vereda, autos que no fueron guardados a tiempo, dañados, botellas de gaseosa, cerveza y algunas que no puedo distinguir bien desparramadas por todas partes, al igual que papeles de todo tipo y en todos los estados posibles. También fueron perjudicados algunos árboles y plantas, en especial las de la vecina de enfrente. Ella tiene una especie de jardín delantero antes de que uno pueda llegar a la puerta de su casa, lo cuida todos los días sin faltas y casi siempre a la mañana, hoy parece no haberlo hecho, seguramente que en cuanto vea cómo quedó se entristecerá —si es que todavía no lo hizo—.
Abro el portón para que Diego pueda sacar el auto, pero este no lo hace, con una seña despreocupada le da la llave a Tiago para que lo haga por él y corta la distancia entre nosotros.
—Vi en las redes que se vienen las competencias nacionales.
—Sí, estamos muy emocionadas por eso. A principios de julio tenemos que viajar a La Rioja para competir. Primero lo haremos acá contra un club de allá, y luego nosotras viajaremos a su provincia para competir con ella. Un partido de local y otro de visitante.
—¡Qué bueno! —Siento como se le contagia mi alegría.
—Sí, la verdad es que sí. Lo mejor de todo es que va a ser una vez que termine el cuatrimestre, así que no voy a atrasarme en las cursadas.
—Buenísimo, entonces.
—Sí —afirmo, contenta, casi sin poder esconder mi emoción de estar hablando del tema con él—... Mmm... Diego —llamo su atención con muchos nervios—, estás invitado si querés ir. Si querés y podés ir.
—Gracias, lo tendré en cuenta. —Guiña uno de sus ojos—. Llevaré mi collar.
Sonrío.
—No esperaba menos. —Choco mi puño en su brazo con suavidad.
—Nunca fui en auto hasta La Rioja, pero siempre hay una primera vez para todo, ¿no?
—¿Qué? No, no, para nada. De ninguna manera —niego—. Decía que podés ir al enfrentamiento de acá.
—¿Y perderme de verte jugar, además de viajar por trece horas en auto? Na, paso. Por nada me lo perdería.
Mi sonrisa no había desaparecido, y con sus últimas palabras no solo permanece ahí, sino que se alarga.
Nos quedamos en silencio. Un silencio agradable mirando al otro. Diego se acerca más a mí y río bajo por inercia.
Mi cerebro me engaña y me hace olvidarme de que Sele está jugando a nuestro alrededor a recolectar las hojas mojadas de los árboles que están en el piso, y de los otros dos amigos de Luca que están en el auto de Diego.
Me acerco a medio paso a Diego, logrando que la tensión de anoche en el pasillo reaparezca; esta vez mucho más intensa.
Y cuando su perfume llega a ser todo el aire que respiro y siento que me emborracha, la magia que nos habían envuelto como el papel de aluminio manteniendo el calor se rompe. La rompen. La rompe Federico que se inclina desde el asiento de atrás por el espacio que hay entre los dos asientos delanteros y presiona la bocina por varios segundos.
—¡Ey! Si se van a besar apuren porque se me enfría el guiso de mamá —bromea a los gritos.
Tiago se retuerce a carcajadas en el asiento del copiloto.
Siento como el calor comienza a subir en mi pecho y en mi cara, Diego también parece estar incómodo por la situación y nos despedimos rápido. Él sube a su auto y yo con una mano tomo la mochilita que mi hermana dejó en el escalón del edificio y con la otra le agarro la mano a Sele para empezar a caminar al jardín.
—¿Quieren que las lleve? —pregunta Diego prendiendo el motor.
—¡Sí! —Selena grita de alegría.
—No se preocupen. Estamos bien.
—Bren, ¡aceptá! —hace berrinche—. No quiero caminar.
—Siempre caminamos.
—Por eso mismo. Dale, por favor —zapatea contra el suelo.
—¡Vamos! Suban. —Diego abre la puerta de atrás desde su asiento.
—¿Seguro? —Él asiente—. Gracias.
Nos subimos al auto y nos deja en el jardín. Antes de bajar Diego me avisa que me esperan, ante los nervios le miento diciéndole que no se preocupe que tengo que hablar con la directora y que no sé cuánto tardaré. Entro al jardín con Sele tomada de una de mis manos, la saludo antes que vaya corriendo a abrazar a su señorita, la cual saludo de lejos con una seña de mano.
Salgo del jardín y me encuentro de lleno con el auto de Diego.
—Rapidita fue la charla —menciona entre risas—. Dejo a los chicos en sus casas y después te llevo a vos. Creo que hoy está pronosticado lluvia, otra vez.
Insiste por unos segundos más hasta que finalmente acepto, nuevamente. Esta vez sin las súplicas de Selena de por medio.
_______________ღ_______________
Llegaron los reyes (un poco tarde) a traerles este capítulo que me encanta! 💗✨
*Corre lejos*
Sin más que decir, les dejo mis redes sociales. A veces dejo algún adelanto del próximo capítulo en Instagram y Twitter [X], también hago dinámicas con ustedes.
Instagram/Tiktok/Twitter [X]: @enuntulipan.
Un beso con cariño
-Ruʃ!tos.
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