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54. Noche de sentimientos

Capítulo 54

Noche de sentimientos



Seis meses desde que aquella propuesta de matrimonio me desconcertó por completo, desde que nada fuera de lo normal pasó entre nosotros a pesar de seguir conviviendo juntos, desde que los días se volvieron una cuenta atrás explosiva para mi alma, desde que mi corazón late desbocado cada segundo que pasa.


Seis meses llenos de una gran angustia y desesperación que casi me mata.


Abrí los ojos con dificultad, tal como lo hacía cada mañana al sentirme abrumada ante lo que me esperaba: un nuevo día donde la presencia del hombre que tanto amaba no existía.


Me levanté de la cama, estirándome levemente mientras caminaba hacia el baño que había dentro de la habitación. A través del espejo que colgaba en la pared, podía ver mi rostro, el cual denotaba signos de cansancio ante la mala noche que había pasado. Y es que eran innumerables las ocasiones en las que no podía conciliar el sueño, daba vueltas y vueltas sobre mí misma, pensando una y otra vez en el futuro que ya estaba dictaminado, y que, por desgracia, ya no tenía posibilidad alguna de cambiarlo.


Había dado mi palabra ante un hecho del que quizás me arrepentiría toda la vida... y aunque aún tenía la oportunidad de detenerme, no tenía la voluntad suficiente para hacerlo.


Peiné con ligereza mis castaños cabellos, asentándolos ante el revuelo que habían sufrido durante la agitada noche. Luego, tras lavarme la cara con agua fría para despertarme por completo, caminé de nuevo hasta llegar a mi cama, sentándome sobre ella y observando la que se encontraba a mi derecha, donde dormía aún tranquilamente mi hermana.


Lucy se había adaptado de maravilla a la casa donde ahora vivíamos; todas las tardes jugaba felizmente con los animales, correteaba por las tierras del inmenso campo y apenas echaba en falta nuestro antiguo hogar. Por suerte, ella vivía feliz y ajena al dolor que yo resentía.


Salí del cuarto silenciosamente, suspirando al cerrar la puerta tras de mí. Luego, caminando más despacio aún, llegué hasta el amplio comedor, sentándome de inmediato en el lugar que ahora siempre ocupaba. Un suspiro desalentador estaba a punto de salir de mis labios, cuando, de repente, una voz me lo impidió.


—Buenos días, Hanna —saludó el joven, sentándose justo a mi lado—. ¿Preparada para el gran día?


Un escalofrío recorrió mi cuerpo tras esa pregunta, haciéndome enmudecer.


—¿Qué ocurre? —preguntó el chico al percibir mi silencio—. ¿No estás feliz, Hanna? ¿Acaso lo has pensado mejor, y ya no deseas...?


—No, no... —negué con la cabeza rápidamente, tratando de sonreír al ver que su rostro estaba tornando una expresión abatida y preocupada—, no es eso. Yo... —tragué saliva, mirándolo fijamente a los ojos—, yo me convertiré hoy en tu esposa.




MARK


Estruendosos aplausos llenaban la gran superficie sobre la que me encontraba, palmadas sobre mi espalda y palabras de felicitación acotaban mis oídos, penumbras sin luz continuaban opacando la luminosidad que desde años atrás mis ojos no vislumbraban.


Si ella supiera que eso no me importaba...


La oscuridad que habitaba a mi alrededor, que me cegaba de forma permanente y que me condenaba a ver el mundo de color negro únicamente... jamás me afectaría si ella regresara a mi lado para siempre.


A pesar de todos los meses que habían pasado, mi pequeña seguía en mis pensamientos diariamente. Trataba de esconderlo lo mejor que podía; no hablar de ella, no decir lo mucho que la extrañaba, no nombrarla aunque llamarla a gritos era lo que a veces más deseaba.


Mis padres parecían más tranquilos al creer que me encontraba mucho mejor, al pensar que yo había olvidado a esa chica que contrariadamente a lo que ellos pensaban aún vivía en mi corazón. No había un solo instante en el que no pensara en ella, en el que no me arrepintiera de haber reaccionado a tiempo y detenerla antes de que se fuera. Su recuerdo me embargaba cada día; imaginaba su dulce voz aterciopelada llamándome, sus tímidas pero cálidas caricias que me adormecían, sus manos entrelazando las mías mientras paseábamos por las calles y sus labios besando los míos hasta llenarme de una pasión infinita.


A veces sentía que iba a volverme loco, que no podría soportar un solo día más sin su presencia. Necesitaba sentirla a mi lado, saber que estaba bien y que jamás volvería a irse lejos de mis brazos, acostarla sobre mi pecho y decirle lo mucho que la amaba hasta el cansancio.


Anhelaba con todo mi ser recuperarla, que volviese a mí... era un gran suplicio que ya no podía resistir.


—¡Mark, Mark...!


Esa voz me sacó de mi abstracción, llevándome de nuevo al enorme murmullo donde las voces llenas de alegría y celebración llenaban por completo el lugar.


—Mark, ¿estás bien? —me preguntó la misma voz, aunque esta vez en un susurro.


—Sí, Carol... —asentí ante la pregunta que indudablemente provenía de los labios de mi hermana, que ahora también me agarraba por el brazo—, estoy bien.


—Tienes que estarlo —aseguró ella en un tono animado, tratando sin duda de contagiarme aquella felicidad y fortaleza que siempre la había caracterizado—. Hermano... hoy es un gran día, tienes que disfrutarlo.


Asentí irónicamente con la cabeza, suspirando a la vez con desaliento. Eran ciertas las palabras de mi hermana; de alguna manera, hoy debía ser un día muy feliz para mí, ese que había soñado desde años atrás y que siempre pensé que iba a celebrar con la mayor de las ilusiones. Sin embargo, no era nada parecido a lo que ahora podía percibir.


El ambiente era alegre para todos los que se encontraban a mi alrededor, un aura de inmensa felicidad parecía llenar por completo el establecimiento donde las sonrisas debían enmarcar los rostros de todos. Pero yo, por el contrario, lo único que sentía era un vacío devastador.


Ya habían pasado nueve meses desde que ella se fue, desde que me quedé tan solo y abrumado que a cada segundo sentía mi cuerpo desfallecer. No podía dejar de pensar qué habría sido de ella, en qué condiciones se encontraría, si estaría pasando penurias junto a su pequeña hermanita.


Mi dulce ángel, mi jovencita de alma tan pura que me rescató de la horrible depresión en la que vivía, mi amor más sagrado, mi vida entera... Dios mío, ¿dónde estaría?


Suspiré nuevamente, tratando de sacar fuerzas de algún recóndito rincón de mi cuerpo para no desmoronarme. Era algo increíble lo que había conseguido en estos meses, lo que había logrado a pesar de la tristeza tan grande que me invadía siempre. Al principio estaba convencido de que no lo lograría, o que, en caso de hacerlo, tardaría mucho más tiempo. Pero no; el día que años atrás hubiera ansiado con alegría, pero que en estos momentos percibía como algo sin mayor importancia, finalmente había llegado.


En realidad, nunca imaginé que un ciego pudiese terminar la carrera de medicina. Pensaba que, además de la dificultad que dicha condición de ceguera suponía, sería un título inservible pues jamás ejercería. Así lo creía, hasta que mi profesor particular, el cual era uno de los mejores del país, me aseguró todo lo contrario. Además de enseñarme rigurosamente la materia, teórica y práctica, me informó sobre la multitud de puestos que podría ocupar sin ningún problema. Por supuesto, no podría ser cirujano, pues para dicha especialidad era obligatoria la visión, pero sí había otras muchas cosas que podría hacer.


Había ocasiones en las que recordaba algo que me dijo el profesor, algo que en realidad no tenía por qué dar vueltas en mi cabeza al pensar en cómo sería si existiera la posibilidad. Me dijo que, a pesar de todo, quizás un día podría verme operando a alguien. Me aseguró que con lo buen alumno que había resultado, y por el talento nato que decía haber visto en mí, podría convertirme, fácilmente, en un gran especialista tras el caso de que en alguna ocasión recuperara la vista e hiciera las prácticas necesarias.


¿Yo, recuperar la vista algún día de mi vida?


Me decaí ante ese pensamiento, ante la chispa de ilusión que realmente me provocaron esas palabras... pero que también sabía que eran imposibles.


El profesor no debía saberlo, pero la única operación que podría devolverme la vista tenía una probabilidad de éxito casi nula. Si me sometía a ella, y si casualmente no moría en el intento... lo más posible era que quedara con algún daño severo en el cerebro.


Definitivamente, volver a ver no era mi destino. No había nada que hacer.


Los murmullos que habitaban a mi alrededor me sacaron de mi distracción, haciéndome volver a la realidad. Me encontraba en mi fiesta de graduación, en un lugar donde todo era risas y felicidad y donde irónicamente yo era el principal protagonista. Sin embargo, nada me podía alegrar.


De nuevo mis pensamientos volvían a ella, a mi dulce Hanna, al amor de mi vida que tanto anhelaba. No podía resistir estar sin ella, no concebía ni aceptaba que las circunstancias del destino nos hubieran jugado esta mala pasada. Yo la necesitaba... ella era la única persona que podía revivir mi alma.


De un momento a otro, me percaté de que aún seguía sujeto al brazo de mi hermana. La verdad es que era algo tan casual, que me había acostumbrado y casi no lo notaba. Carol se había comportado como la mejor hermana del mundo, eso era un hecho. Desde que Hanna desapareció, ella había sido mi soporte, mi paño de lágrimas cuando me derrumbaba, mi confidente y cuidadora cuando más lo necesitaba.


Lo extraño era que, ahora que me encontraba más concentrado en el ambiente y en todo lo que ocurría a mi alrededor, notaba que mi hermana estaba muy callada. No conversaba con ningún invitado, y tampoco me hablaba a mí. Era realmente extraño.


—Carol... —susurré lo más fuerte que pude para que me escuchara entre tanto murmullo, posando a la vez mi mano sobre su hombro—. ¿Ocurre algo?


Noté el contacto de su cuerpo sobresaltarse, exaltarse ante mi pregunta.


—Hermano... —contestó ella finalmente, aunque con una voz algo nerviosa—, no pasa nada, tranquilo. No puede ser, no te preocupes... No...


—¿Qué pasa? —pregunté con curiosidad y preocupación a la vez, bajando una de mis manos para encontrar la suya y agarrarla—. ¿Qué es eso que no puede ser? Dímelo, Carol, dime lo que sea.


Mi hermana pareció quedarse pensativa, inquieta, sin saber realmente cómo contestar. Algo le ocurría, y yo no tenía la más mínima idea de lo que podía ser.


—Hace un momento he recibido una llamada... —aseguró finalmente, logrando inquietarme a mi también—. Era una voz desconocida, donde me decía que...


—¿Qué? —pregunté con verdaderos nervios, con una especie de ansia que ni yo mismo entendía—. ¿Qué te han dicho, Carol? Habla, por dios.


Mi hermana parecía estar a punto de contestar, cuando, inesperadamente, el sonido de su teléfono móvil comenzó a presenciarse por nuestros oídos. Entonces no supe cómo, ni por qué, pero mis manos se movieron solas, arrebatándole el aparato a Carol y palpando con mis dedos el botón que aceptaría la llamada. Luego, mientras extrañamente mi corazón galopaba con fuerza, lo coloqué rápidamente en uno de mis oídos.


—¿Quién...? —comencé a musitar con nervios—. ¿Quién habla...?




SHARON


Miraba con curiosidad la peluda y blanca bola de pelo que se movía de un lado a otro, y que finalmente parecía haberse acomodado en la que se convertía en estos momentos en su cama de paso. Su iris azulado se escondía poco a poco al cerrarse sus párpados, dando paso al dulce y tierno sueño que llegaría dentro de poco. Era extraño, pero mirarla me daba una paz tan grande que por momentos me desconcertaba.


Me levanté del suelo, caminando despacio para no despertar a aquel animalito que dormía ahora en silencio. No sabía en qué momento, pero esa blanquecina gata se había ganado un pedacito de mi corazón. La verdad es que era una dulzura, un ser que se daba a querer ante sus constantes muestras de cariño cuando se acercaba para que la acariciaras y mimaras.


Aún recordaba ese día que llegó a la casa, cuando Hanna la rescató de un árbol, viniendo con el uniforme sucio y rasgado. En ese momento me indigné, me enfurecí de sobremanera y le exigí que dejara al animal en la misma calle donde lo recogió. Yo no podía controlar mi enfado, mi envidia ante aquella chica que había llegado a la casa para quitarme mi puesto. Y ahora me daba cuenta de que ella no tenía la culpa de nada, que no era la causante de mis amargas desgracias... muy tarde de ello me percataba.


Suspiré con nostalgia, volviéndome a centrar de nuevo en la gata. Era gracioso; meses atrás, ni siquiera le dirigía una sola mirada al pequeño animal, y sin embargo, ahora no lo podía dejar de mirar. Aunque, la verdad, de pequeño no tenía nada. Había crecido mucho desde aquella primera vez que lo vi, cuando llegó a la mansión casi en los huesos. Ahora, era una gatita grande, peluda y gorda, y ciertamente, parecía que cada día que pasaba, su panza se inflaba y redondeaba más.


Sí, definitivamente desde que un mes atrás se escapó por unas horas, su estómago parecía agradar por cada día que pasaba...


Mis ojos continuaban fijos en aquel pelaje blanco y aterciopelado, cuando, de repente, escuché el sonido del timbre. Sin dilación alguna, corrí hasta la puerta, teniendo la esperanza de encontrarme con la persona que sin duda ya extrañaba.


—Buenas tardes, mi bellísima dama —me saludó con una inmensa sonrisa el chico de mis sueños, que instantáneamente ya plasmaba un dócil beso sobre mis labios—. Ya llegó el príncipe azul que tanto esperaba usted, ¿no está contenta?


Una ligera carcajada salió de mi boca sin poder evitarlo, cogiéndolo de la mano y cerrando la puerta tras de él.


—Eres un payaso, ¿sabes? —reí, mirándolo fijamente a los ojos—. Pero sí, te estaba esperando.


Mi chico de cabello alborotado y cristalinos ojos sonrió ampliamente, alzando una de sus manos para acariciar mi pelo. Podía fundirme en su mirada por horas, quedarme embelesada como una niña al ver un pastel de chocolate, suspirar de forma ilimitada ante la escultura humana que mi intenso iris deleitaba. Eric era como el bombón más dulce del mundo y no había nada que me lo quitara.


—¿Ya acabó la fiesta? —pregunté de repente, algo pensativa—. Creí que duraría más.


—No, aún estaba bastante animada cuando me fui —aseguró, plasmando un tierno beso sobre mi nariz—. Pero me moría de ganas de verte. Eres demasiado irresistible, ¿sabes?


—¿Ah, sí? —pregunté con gracia, alzando mi mano hasta sus rubios y desordenados cabellos.


—Sí —afirmó con una sonrisa pícara, acariciando mis mejillas—. De hecho, ni siquiera me he despedido de Mark. Aunque no importa, supongo que ahora cuando vuelva lo veré.


Me quedé pensativa al escuchar el nombre de Mark, el de ese chico que tras su esfuerzo se había convertido ya en un médico. Tras todos estos meses, había tratado de interactuar algo con él. Sinceramente deseaba llevarme bien con todos, tener una relación amistosa con cada miembro de la familia y convivir en paz y armonía. Sin embargo, era algo difícil con Mark, pues si bien se pasaba todo el día encerrado en su cuarto, estudiando o simplemente llorando su pena de no tener a su novia con él, las veces que lo veía, apenas sabía sobre qué tema hablarle. La verdad es que me daba un poco de vergüenza, sobre todo por la forma en la que me dirigí siempre a Hanna... por esa razón mi relación con él apenas había avanzado. Aunque, eso sí, un saludo por las mañanas nunca nos los negábamos.


Con Caroline todo era muy diferente; con ella sí, había logrado entablar algo muy parecido a la amistad y al cariño sincero. En todos estos meses habíamos conversado mucho, nos habíamos conocido en todos nuestros aspectos y habíamos limado cualquier tipo de aspereza que hubiésemos albergado tiempo atrás. Nos llevábamos cada día mejor, y eso me había hecho, sin duda, muy feliz.


Con la señora, mi relación también fluía con verdadera sinceridad y cariño. Ella era un alma de Dios, siempre bondadosa, comprensiva y caritativa, me trataba ahora como si fuera su hija. Estaba muy agradecida con ella, inmensamente contenta ante su actitud. Tanto, que por instantes lograba verla como a una verdadera madre.


Todo era un idilio de rosas... si no contara con que el miembro sanguíneo más importante de la familia, continuaba como cual témpano de hielo sin una fogata que lo calentara y derritiese.


Frío, severo, e increíblemente tozudo; así era el señor que era mi padre.


A pesar de todos los meses que habían pasado, nuestra relación seguía completamente igual. Él se negaba a mirarme, a dirigirme la palabra, a tratarme si quiera con un poco de delicadeza. Para mi padre yo era una completa extraña, un ser indeseable, un estorbo al que solo por mera obligación mantenía en su preciada mansión. Y ya me había resignado un poco a su actitud, no me había quedado de otra. Al menos, no sufría como antes por sus desplantes, ni entraba en un ataque de ansiedad cuando me ignoraba tan pasivamente, ni me enfadaba cuando lo veía retirarse de la sala sin dedicarme una única mirada. La verdad, ya me había acostumbrado a tener un padre fantasma.


—Deberías haber venido —aseguró Eric, sacándome de mis pensamientos—, sabes que tenías todo el derecho. Además, Mark te invitó, y Carol y la señora te insistieron mucho para que fueras con ellas.


—Lo sé —asentí, bajando la mirada—, pero la verdad es que no me hubiera sentido cómoda, ha sido mejor que me haya quedado aquí.


—¿Acaso aún no te sientes de la familia? —preguntó, alzando una de sus manos hasta mi barbilla para elevarla y hacer que lo mirara a los ojos—. Nena, sabes que todos te han aceptado y que...


—¿Todos? —inquirí irónicamente, alzando las cejas con incredulidad—. Creo que te estás olvidando de alguien.


Eric tomo mis manos, besándolas tiernamente mientras tornaba una mueca. Él sabía perfectamente a quién me refería, así como también tenía la esperanza de que dicha persona cambiara algún día.


—Tranquila, no hablaremos de eso si no quieres —susurró, agarrando aún mis manos—. ¿Sabes? Tengo una idea mejor.


Sonreí ante sus palabras, animándome casi de inmediato. La verdad es que Eric era un chico mágico, siempre lograba arrancarme una sonrisa por más apenada que estuviese. Él era mi gran apoyo, mi más adorada tentación.


—¿Y qué idea es esa? —pregunté con curiosidad, enredando un mechón de sus rubios cabellos entre mis dedos.


Eric no dijo nada. Simplemente alzó sus manos hasta mi pelo, acariciándolo con suavidad mientras muy lentamente acercaba su cabeza a la mía, plasmando luego un ferviente beso sobre mis labios. Al separarnos, sonreí con picardía, mirándolo a los ojos mientras pensaba en el ataque de cosquillas que le esperaba. Él correspondió a mi sonrisa, sin duda, adivinando mi ingeniosa idea, y me apretó entre sus brazos para evitar que lo hiciera.


Reí con ganas ante su actitud, correspondiendo a su dulce gesto de inmediato.


Sin duda, estar a su lado era como una bendición para mí; no pedía más.




HANNA


Me miré de arriba abajo con tristeza, con una angustia tan grande que provocaba un nudo inmenso en mi garganta. Estaba vestida de blanco, con un traje simple pero hermoso, con uno de esos con los que las mujeres, normalmente, se sentían las personas más dichosas del planeta. Pero yo no podía estarlo, no me sentía feliz. En mi corazón se hallaba una abertura inmensa, descomunal, llena de un vacío que únicamente era tapado por amargura, dolor... y más dolor.


Suspiré de manera abatida, colocándome los zapatos para así culminar con mi arreglo. Mi cabello estaba recogido en un ligero pero elegante moño, uno donde varias flores pequeñas lo adornaban. No eran de mi agrado los peinados extravagantes, ni demasiado detallados o finos, pero Alexander había contratado a una estilista profesional con toda la ilusión de dejarme más bella de lo que era, de forma que no tuve opción de negarme.


Él estaba contento, tanto como jamás lo había visto. Desde que le di aquella respuesta afirmativa meses atrás, no había dejado de consentirme en todo, de tratarme cada día con el mayor de los cariños, de abrazarme y darme un beso cada noche antes de irme a dormir.


Alexander era un hombre estupendo, de eso no cabía la menor duda. Su dulzura, comprensión, y sobre todo, nobleza, eran cualidades que, sin duda, tenían el poder de enamorar a cualquier mujer. Sin embargo, yo no podía quererlo, no de esa manera.


No, porque mi corazón solo lo ocupaba el hombre de mis sueños, mi príncipe adorado al que iba a amar hasta el resto de mis días aunque fuese en silencio.


Mark... Mi Mark... 


Inspiré con profundidad, tratando de retener las lágrimas que amenazaban con salir. Ya no podía echarme para atrás, eso era un hecho. Estaba vestida, aunque no preparada... pero de igual forma hoy era mi boda con Alexander y no había nada que pudiese cambiarlo.


Caminé lentamente, saliendo de la habitación con la cabeza baja. Estando en la sala, cerré los ojos por un instante, recordando lo feliz que era meses atrás y pensando en lo desdichada que iba a ser de ahora en adelante. Iba a casarme con un hombre bueno, que me quería sinceramente... pero una amargura sería para mí de forma evidente.


—Hanna... estás preciosa.


Un sobresalto acechó a mi cuerpo tras escuchar esas palabras, provocando que diera un pequeño salto sobre el suelo. Era Alexander el que se encontraba frente a mí, el que sonreía de manera muy dulce mientras me miraba de pies a cabeza.


—N-No deberías verme aún... —susurré con nerviosismo, tapándome inconscientemente el vestido con las manos.


—Tranquila, no pasará nada —aseguró, sin dejar de sonreír—. Eso que dicen de la mala suerte... no creo que sea verdad. Seremos muy felices, no te preocupes. Además —alzó una de sus manos hasta mis mejillas, acariciándolas con suavidad—, me alegra mucho haberte visto ahora, creo que no resistiría hasta la ceremonia.


Me sonrojé ante su contacto, ante esa caricia que en realidad mi cuerpo no podía corresponder. Me apenaba no poder hacerlo, no poder sonreír y abrazarlo, no hacer nada a pesar de que en menos de una hora nos convertiríamos en marido y mujer.


—B-Bueno... —comencé a decir, girando mi cuello y deshaciéndome del contacto de su mano—, c-creo que es hora de que nos vayamos, no deberíamos llegar tarde.


—Sí, por supuesto —asintió él—. Ya está el chofer listo, te está esperando en la entrada. Lucy viene conmigo, tal como habíamos quedado, así luego nos encontraremos todos en la iglesia.


Asentí ante sus palabras, tratando esta vez de dedicarle una sonrisa. Efectivamente, días atrás habíamos programado que mi hermana fuese con él en su coche, pues ella iba a estar en el altar junto con Alexander para esperarme. Y por un lado la idea no me desagradaba, pues temía que si Lucy venía conmigo en el camino, iba a verme llorar, y eso no era algo que deseara.


Tras un intenso cruce de miradas, donde el joven que se convertiría en mi futuro esposo me observaba detenidamente con algo parecido a la nostalgia, nos encaminamos hasta el vehículo que me llevaría hasta la iglesia. Alexander me ayudó a meterme en el coche, y tras darme un beso en la mano... uno que sin duda me enterneció, desapareció de mi punto de visión, encaminándose así a su coche.


Tras varios minutos, lo vi aparecer de la mano de mi hermana, dirigiéndose, claramente, al coche que él mismo manejaría. Luego, pasados unos diez minutos desde que ellos se fueron, el chofer del vehículo en el que yo me encontraba me preguntó si ya podíamos arrancar. Yo asentí levemente, condenándome de esa manera al matrimonio del que ya no podía escapar.


***


Era un tortuoso camino el que estaba pasando, el más amargo a pesar de que, a través de la ventanilla, un paisaje agradable y verdoso era el que me estaba acompañando. Tal como había deducido, me fue imposible reprimir las lágrimas que en este momento aguaban mis mejillas. No podía dejar de pensar en el hombre al que verdaderamente amaba, en ese que anhelaba con toda el alma, en ese con el que todas las noches soñaba. Lo extrañaba tanto, y me hacía tanta falta... A veces sentía que se me cortaba la respiración al recordarlo, al sentir el ansia tan profunda que me producía no tenerlo a mi lado.


Lo amaba tanto, y por el contrario no podía estar con él... era desesperante e imposible de superar esa sensación tan cruel.


Sumergida entre mis tristes pensamientos, pude darme cuenta de que el coche se acababa de detener. Al parecer, ya habíamos llegado al lugar que sellaría mi desdichado destino, ese que ya no había posibilidad de retroceder.


Tomé aire con profundidad, secándome las lágrimas de mis ojos. Luego, tras unos segundos en los que mis nerviosas manos no atinaban en abrir la puerta del coche, logré hacerlo, saliendo y cerrando dicha puerta de inmediato mientras reprimía un sollozo ahogado.


Tras unos segundos de trance, donde ninguno mis sentidos parecía funcionar de forma coherente, volví a la realidad, notando algo que realmente me pareció extraño. Mis zapatos de tacón parecían hundirse, haciendo irreal la imagen que tenía en mi cabeza del alisado suelo de los alrededores de la iglesia. Abrí entonces los ojos con estupefacción, viendo que efectivamente no me encontraba bajo una superficie plana. Fruncí el ceño, sin entender absolutamente nada, acercándome a la ventanilla donde se encontraba el chofer para indicarle que el destino donde me había dejado no era el correcto.


Pero no pude hacerlo; no cuando dicho chofer arrancó el coche, desapareciendo en cuestión de segundos de mi punto de visión.


Volví a mirar la superficie que se hallaba bajo mi calzado con extrañeza, con verdadera confusión. Arena. Fina y delicada arena era lo que se encontraba bajo mis pies, lo que provocaba que mis zapatos se hundiesen levemente.


Aún no podía entenderlo, no encontraba una respuesta a lo que estaba pasando. Me encontraba en medio de la playa, rodeada de la inmensidad de las aguas del mar y de los graznidos de las gaviotas que volaban sobre el cielo azul. En estos momentos debía estar en la iglesia, y sin embargo estaba aquí, ¿qué se suponía que estaba ocurriendo?


Miles de ideas descabelladas pasaron por mi cabeza, hasta que finalmente decidí dar unos pasos para tratar de tranquilizarme. Quizás esto solo era una broma, o simplemente el chofer había tenido algún tipo de urgencia personal y por eso me había dejado aquí.


Continué caminando, tratando de entender en vano lo que estaba pasando. Así fue, hasta que una sombra a lo lejos me hizo detenerme. Era una persona, estaba segura. Comencé a andar de nuevo, está vez con sigilo y algo de miedo, tratando de averiguar así su identidad. Para hacer más ligero mi paso, me deshice de los blancos zapatos de tacón, sintiendo así un verdadero alivio en la planta de mis pies. Entonces sí, continué con el recorrido.


Cada vez me acercaba más, haciendo que fuera evidente mi suposición; era un hombre el que estaba quieto, el que además se encontraba muy cerca de la orilla, no cabía la menor duda.


Podía apreciar su composición física, la cual parecía ligeramente ejercitada, y también captaba que era alto, más que yo. Aún me separaban unos metros de él, y aunque estaba de espaldas y no podía ver bien el colorido ni las tonalidades de su pelo y piel, imaginé de inmediato que se trataba de Alexander.


Claro, sin duda debía ser él. ¿Pero por qué estaba aquí y no en la iglesia? ¿Qué hacíamos ambos entre la inmensidad del mar y la arena?


Suspiré con cansancio, con gran confusión. Luego, tras pensarlo un poco, decidí acortar el leve camino que aún nos separaba, caminando hacia donde se encontraba inmóvil.


—¿Qué significa esto, Alexander? —pregunté con abatimiento, demasiado abrumada y confundida mientras caminaba a zancadas sobre la arena, llegando finalmente a su lado—. ¿Por qué estamos en...?


Pero no pude continuar la frase. Mis pulmones parecieron quedarse sin aire, las extremidades de mi cuerpo se endurecieron, mis ojos se abrieron como platos y mi corazón se paró en seco.


Pestañeé varias veces, temblando sin parar. El hombre que se encontraba frente a mí no era Alexander, no lo era.


Observé, totalmente impactada, su cabello castaño oscuro algo alborotado, sus ojos marrones inmensamente bellos, su tez bronceada y cada una de sus facciones perfectamente creadas. Una lágrima resbaló por mi cara, seguida de otra, otra, y otra más. Mi cuerpo temblaba sin control, sentía que me desvanecía pero a la vez aguantaba al admirar lo que había frente a mí. No podía creerlo, no podía concebir lo que mis ojos estaban viendo.


Era Mark... Dios mío, frente a mí estaba Mark...


Sus manos comenzaron a alzarse en el aire, palpando por todos lados hasta encontrarme. Sus dedos recorrían con ansia mi rostro, temblorosamente rozaban mi frente, mis mejillas, mi nariz, mis labios... después de nueve meses sentía su contacto.


—¿H-Hanna...? —preguntó con una voz afligida, entrecortada, llena de dolor y verdadero sufrimiento—. ¿E-Eres tú, Hanna, de verdad eres tú...?


Un sollozo ahogado salió desde lo más profundo de mi alma, logrando que innumerables lágrimas salieran de mis ojos. Era él, realmente era él... no podía creerlo, de verdad no podía hacerlo.


Mi cuerpo continuaba temblando sin parar, y sus manos seguían puestas en mi rostro, deslizándose con tanta dulzura como temor a la vez. Mark me seguía preguntando con desesperación si era yo, me suplicaba que le contestara, se desarmaba en una mueca de angustia que me partía en dos. Pero yo no podía contestar, mis palabras no salían de mi boca y lo único que podía hacer era llorar. Él estaba frente a mí, me tocaba con sus manos, me hablaba... y yo aún no lo podía asimilar. Habían sido nueve meses de ausencia, de no tenerlo conmigo, de suplicio y amargura infinitos... creí que jamás podría volver a verlo, que nunca iba a sentir el roce de sus manos, y sin embargo ahora mismo estaba a mi lado. ¿Dios mío, de verdad esto estaba pasando?


—H-Hanna, por favor... —comenzó a suplicar nuevamente con la voz rota y desgastada, sin dejar de pasar sus dedos por mi rostro y provocando que una inmensidad de emociones recorrieran mis adentros sin pausa—. D-Dime que eres tú, d-dímelo, por favor...


Un dolor desgarrador recorría todo mi cuerpo ante sus palabras, ante la impotencia de no poder decir nada. Únicamente podía sollozar, llorar sin control; era lo único que lograba hacer.


—H-Hanna...


—S-Soy yo... —conseguí decir finalmente en un susurro, mordiendo mis labios mientras más lágrimas se fundían por mi cara—. S-Sí soy yo... —volví a asegurar, alzando mis manos hasta las suyas inconscientemente, brindándome de su contacto tras tanto tiempo—. S-Soy yo... s-soy yo...


Sus ojos se llenaron de lágrimas ante mi respuesta, haciendo que una mueca de dolor y a la vez alegría se formara en su rostro. Entonces sus brazos, sin espera alguna, estrecharon mi cuerpo con total desesperación, anhelo y emoción. Yo cerré los ojos, abrazándolo también con fuerza, posando mi cabeza sobre su hombro mientras me echaba a llorar con total desahogo. Una infinidad de sentimientos me invadieron, haciendo indescriptibles las sensaciones que ahondaban en este momento mi alma. Me encontraba abrazando al hombre que tanto amaba, sus brazos me arrullaban y podía sentir el calor de su cuerpo en el mío. Esa calidez que tanto anhelaba, que tanto deseaba, que tanto necesitaba... no podía creerlo, al fin la reencontraba.


Los minutos pasaban y ambos seguíamos abrazados, agarrándonos con fuerza, aferrándonos el uno al otro. Nuestros corazones palpitaban con mucha rapidez, al mismo tiempo que seguíamos temblando aunque con menos intensidad. Ninguno de los dos hacía amago de separarse, sin duda teníamos miedo de que si lo hacíamos, podíamos volver a perdernos, a distanciarnos y a morir en vida ante la angustia que el no estar juntos nos iba a provocar de nuevo.


Era algo tan increíble lo que estaba pasando que aún no podía creerlo...


—Mi pequeña... —susurró Mark en mi oído, algo más tranquilo aunque sin separarse de mí—, eres tú, eres tú...


Asentí, aún entre leves sollozos, estrechando al hombre de mis sueños con más fuerza.


—Me estaba muriendo sin ti... —aseguró con una voz tan afligida y desesperada que me mató—. Mi vida no tenía sentido, pequeña, no sabes el infierno que he vivido... Lo único que deseaba era morir, únicamente...


—N-No, no... —musité entre llantos, alzando una de mis manos para tapar su boca mientras me separaba un poco de él para mirarlo a los ojos—. N-No vuelvas a decir eso, n-no lo digas nunca, n-no...


Mark volvió a atraerme hacia su cuerpo con ímpetu, con verdadero anhelo y desesperación. Su cara estaba desencajada, realmente se notaba el sufrimiento por el que había pasado y el miedo que tenía de volver a perderme.


El mismo miedo que tenía yo, ese terror infinito que sentía de volverlo a perder ahora que de nuevo lo tenía a mi lado...


Tras otros largos minutos donde continuamos abrazados, en silencio, pero hablándonos con el latir de nuestros corazones, nos sentamos lentamente sobre la arena, dejándonos llevar sin duda por nuestros cuerpos cansados ante la gran emoción que estábamos viviendo.


Mi cabeza descansaba sobre su hombro, sus brazos me acunaban con dulzura y a la vez persistencia, y nuestras respiraciones entremezcladas con el revuelo de las olas del mar era lo único que se escuchaba en la infinita playa.


Suspiré con descanso, con paz y verdadero concilio. Después de tanto tiempo podía sentirme tranquila, liberada, feliz, inmensamente dichosa. Aún temblaba un poco, pero con el paso de los minutos, iba asimilando que esto era real, que me encontraba entre los brazos de mi amado Mark, que después de haberlo creído perdido, lo tenía para ya no soltarlo jamás.


De repente, Mark alzó sus manos hasta mi cabello, pasando sus dedos por mi pelo recogido. Me llené de vergüenza al pensar en lo que ese moño en mi cabeza significaba, al percatarme de que, horas antes, iba a cometer la locura de casarme. Así, impulsiva pero lentamente a la vez, deshice las horquillas y adornos de mi cabeza, eliminando por completo el peinado, dejando completamente suelto mis cabellos, tal como siempre habían estado.


—Mark... —susurré, avergonzada, bajando la mirada hacia la arena—, tengo tantas cosas que decirte, tantas cosas que...


—No digas nada... —contestó en un suspiro, sonriendo con felicidad y plena tranquilidad—, ahora lo único importante es que estamos juntos, solo eso —alzó sus manos hasta mis cabellos ahora sueltos, acariciándolos con la mayor dulzura del mundo—. Lo único que quiero que tengas claro... —llevó sus dedos hasta mi rostro, acunándolo entre sus manos—, es que te amo.


Una lágrima cayó de uno de mis ojos inmediatamente al escuchar esas últimas palabras, provocando que mi corazón se acelerase ante la inminente emoción.


—Yo... Yo también te amo —aseguré en un sollozó ahogado, mientras una sonrisa de inmensa felicidad se plasmaba en mi rostro—. T-Te amo con todo mi corazón, Mark...


Mark sonrió enormemente, alzando sus manos hasta mi nuca mientras acercaba su cabeza a la mía. Sentía su respiración cerca, muy cerca. Nuestras frentes estaban juntas, pegada la una a la otra, y nuestros labios comenzaron a acortar la diminuta distancia que los separaba, hasta que finalmente se encontraron. Una sensación de ansia, rubor, y verdadera pasión revoloteó mi estómago al sentir sus labios besando los míos. Me llené de euforia al sentir su sabor, su aroma, su suave textura después de tanto tiempo.

No podía sentirme mejor, ni estar más agradecida con el regalo que había recibido hoy. Lo amaba, amaba a Mark con todo mi corazón.


***


El tiempo pasaba, y yo no me cansaba de admirar al hombre de mis sueños al que hoy tenía a mi lado. Aún no entendía nada de lo sucedido, cómo había cambiado mi desdichado destino, el cual ya creía dictaminado, a uno de inmensa felicidad que ya creí haber perdido. Pero la verdad es que no quería, ni tenía cabeza para pensarlo. Ahora, lo único que sabía, es que era la mujer más dichosa del mundo.


Acaricié uno de sus pardos mechones, deslizando luego mi mano por todo su demás pelo, llegando después hasta su tibio y terso rostro. Sus labios eran tan suaves, su nariz tan respingona y delicada, y sus marrones ojos tan hermosos, de apariencia tan vivaz... aunque sin luz.


Palidecí ante la idea que se sumergía en mi cabeza, ante el recuerdo de la indudable razón por la que me fui de la vida de Mark. Él no podía ver, si no fuera por aquello que pasó, aún seguiría contemplando los colores de la vida, y sin embargo, no...


—¿En qué piensas, mi pequeña? —me sobresaltó Mark, que tomaba ahora mis manos—. Estás muy callada.


—Pienso en... —dudé antes de continuar, aunque finalmente, no pude detenerme en hacerlo—. Mark... —susurré con la gran pena que comenzaba a indagarme—, si no fuera por aquel accidente, si yo no me hubiera lanzado a esa carretera sin mirar... tú ahora mismo podrías... —tragué saliva, reteniendo las lágrimas de mis ojos—, p-podrías ver.


Un silencio sepulcral inundó el ambiente ante mis últimas palabras, haciendo que inevitablemente me sintiera demasiado mal. Sin embargo, aquello no duró mucho, no cuando la voz de Mark aplacó aquella neblina de silencioso dolor.


—Hanna, quiero que entiendas algo —comenzó a decir con una voz seria, aunque no enfadada—: tú no eres culpable de mi ceguera, no lo eres —tomó mis manos con fuerza, con mucha fuerza—. ¿Sabes? Creo que ambos estábamos predestinados, que unirnos fue nuestro destino desde aquel día —suspiró con nostalgia, sonriendo levemente—. Un impulso indescriptible hizo que me abalanzara a esa carretera para salvarte... y no me arrepiento —mordí mis labios, tratando de no llorar—. Al contrario, pequeña —llevó mis manos hasta sus labios, plasmando en ellas un beso—: soy feliz por ello, inmensamente feliz.


—M-Mark... —musité, comenzando a temblar mientras veía una sonrisa sincera en sus labios.


—Estar contigo es lo único que necesito —aseguró con firmeza—. No tienes idea de lo feliz que me haces, de lo dichoso que soy a tu lado. Por favor, mi vida... —susurró en forma de súplica, aún sin soltar mis manos—, prométeme que jamás volverás a irte de mi lado.


Inspiré con profundidad, tratando de no derramar más lágrimas. Las palabras de Mark eran tan sinceras, tan llenas de amor, tan verdaderas... Él me aseguraba que era feliz conmigo, que eso era lo único que necesitaba.


Y yo... yo también, era eso lo que mas anhelaba.


—Te lo prometo... —aseguré en un susurró, sonriendo con una inmensa felicidad—. Jamás me iré de tu lado.


Una esfera de esperanza, resplandor y grandiosa fortaleza, inundaron nuestros corazones ante esas palabras. Definitivamente, ambos debíamos estar predestinados, no cabía la menor duda. A pesar de todos los obstáculos que pasamos, y después de que creímos todo perdido... al fin estábamos juntos.


Juntos para no volver a separarnos...



De un momento a otro, pude percatarme de que la noche había llegado. Habíamos pasado tanto tiempo hablando, o simplemente abrazados en silencio, que las horas habían pasado sin que nos diésemos cuenta. Estar al lado de Mark era una verdadera bendición, aún no sabía cómo había resistido tanto tiempo sin estar a su lado, cómo habría sobrevivido sin él. Era algo tan hermoso estar ahora rodeada entre sus brazos, sentir tu tibieza... era indescriptible y maravilloso a la vez.


—¿Cómo es el paisaje que nos rodea? —preguntó de repente mi amado, plasmando un dulce beso sobre mis manos—. Quiero que me lo describas, me gustaría imaginarlo lo mejor posible.


Lo miré a los ojos, a aquellos ojos sin luz pero igualmente bellos que este instante parecían poseer un aura de gran luminosidad.


—Es hermoso —contesté, sonriendo—. Bajo nosotros se extiende una fina arena, de color muy claro y nada espesa. Muy cerca, las olas del mar están tranquilas, oscurecidas por la noche que ha llegado —besé su frente con dulzura, recostándome sobre su hombro—. El cielo está repleto de estrellas —continué relatando—, y una media luna se encuentra en medio de todas ellas. Y en un rinconcito... —susurré, rodeándolo—, en una esquina, muy cercana a la orilla de aguas sosegadas y limpias... se encuentra una pareja de enamorados.


Mark sonrió de forma muy tierna, buscando mi frente para besarla.


—Y esos enamorados... —pronunció en un susurro—, ¿se quieren mucho?


—Yo creo que sí —contesté al instante, riendo.


—¿Cuánto?


Alcé mis manos, agarrando su mentón con ternura. Luego, impulsivamente, acerqué mis labios hasta los suyos, plasmando un beso tierno, dulce y lento. Tras unos segundos, quise separarme, mirarlo a los ojos y decirle de nuevo lo mucho que lo quería. Pero no pude hacerlo. Mark había apresado mi boca con desesperación, con ansia y deseo. Al parecer no deseaba que nos separásemos... y en realidad, yo tampoco.


Nuestros labios seguían juntos, danzando lentamente, saboreándose por cada rincón existente. Mark sujetaba mi cabeza entre sus manos, pasando sus dedos entre mi cabello suelto con delicadeza. Poco a poco, el peso de su cuerpo cayó sobre el mío, haciéndome quedar tumbada por completo sobre la arena. Pestañeé, nerviosa, al sentirme acorralada bajo el manto de su piel, al no saber qué hacer ante la inquietud de los sentimientos que comenzaban a embargarme por dentro.


Mi corazón empezó a latir con fuerza, con demasiada fuerza. Las manos de Mark comenzaron a recorrerme, haciendo que cada uno de los poros de mi blanca tez se erizasen. Sus dedos pasaban por mis hombros, deslizándose luego por mi cintura, llegando hasta mis muslos. Comencé a respirar aceleradamente, sintiéndome tan nerviosa como nunca. Sus caricias eran tan suaves, tiernas, y a la vez tan placenteras, que sentía que mis mejillas se ruborizaban. Su tacto hacía que me electrizase, que temblase sin control... y aunque por un momento pensé en salir corriendo, no lo hice.


Mark hizo señal de detenerse, de hacerlo si eso era lo que yo deseaba. Sin embargo, y aunque realmente me sentía nerviosa, lo rodeé entre mis brazos, haciendo negativa la respuesta. Sus manos comenzaron entonces a subir mi blanco vestido, dejando al descubierto mis piernas. Por inercia, comencé yo a desabrochar su camisa torpemente, temblando al desprenderme de ella y al contemplar su pecho descubierto. Sin dejar de besarme, Mark se deshizo por completo de mi vestido, haciendo que únicamente mi ropa interior me cubriese. Sus dedos pasaban ahora por mi abdomen, haciéndome estremecer de forma sobrenatural. Era una sensación que sin duda me hacía vibrar.


Deslizando sus manos hacia arriba, y rodeando la parte superior de mi espalda, desabrochó mi sujetador, quitándomelo suavemente. Las yemas de sus dedos rozaron entonces mis senos, haciendo inevitable que un gemido escapase de mis labios. Me agarré a su espalda desnuda con vehemencia, con verdadero furor al sentir que de nuevo sus manos descendían. Recorrieron mi torso, llegando a mis caderas, deteniéndose justamente sobre la única pieza de ropa interior que me quedaba. Mi corazón palpitó con demasiada fuerza cuando sentí que dicha prenda se deslizaba hacia abajo, cuando las manos de Mark me la estaban quitando. Jadeé al sentirme completamente desnuda, al sentir el roce de un bulto arropado sobre mi zona íntima. Respiré aceleradamente, aferrándome nuevamente a su espalda, arqueándome contra su cuerpo mientras temblaba y a la vez sentía que una sensación de placer me embargaba.

Consumida entre caricias que me estremecían y agitaban, desabroché el botón de los pantalones que aún llevaba puestos Mark. Nerviosamente, comencé a bajárselos, culminando la tarea, finalmente, con su ayuda. Mis manos temblaron al agarrar sus boxers, al tratar de deshacerme de ellos. Habiéndolo hecho, un gemido salió de mis labios, generando un leve eco entre la inmensidad del aire que respirábamos.

Las olas del mar, el aroma de sus aguas, y la arena bajo nosotros... era lo único que nos rodeaba.


Finalmente, cerré los ojos, dejándome llevar por él. Su cuerpo contra el mío, cálido y placentero, me transmitía una serie de sensaciones maravillosas, unas que jamás había experimentado. Ahora podía decir que ambos éramos uno solo, que nuestras almas se habían unido para nunca volver a separarse, que nuestros cuerpos se pertenecían el uno al otro.

Podía decir que nos amábamos con todo el corazón, que lo haríamos toda la vida... y que todo había quedado plasmado en la hermosa noche de sentimientos que estábamos deleitando.


* * *



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