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49. Sin opciones

Capítulo 49

 

Sin opciones

Una mano que tapaba mi boca, que me impedía gritar y a la vez respirar, que me llenaba de miedo y terror ante lo que pudiera pasar. Todos mis músculos estaban tensados, un sudor frío recorría mi frente, y unos pensamientos nada optimistas llenaban mi cabeza. La situación era tan irreal como espantosa y no había nada que pudiese efectuar.

Tras unos segundos, y haciendo un esfuerzo sobrenatural, alcé mis manos hasta las de esa persona que tapaba mi boca con las suyas, y las retiré de un tirón.

Entonces intenté escapar.

—¿Adónde vas, muñeca? —esa voz, junto con unos brazos que me agarraban con fuerza por la cintura, me inmovilizaron por completo.

Tragué saliva, impregnándome de un profundo miedo. Mi hermana estaba a unos pasos de mí, observando con horror la situación, paralizada ante la escena en la que no podía hacer nada.

—¿Q-Qué quiere? —logré preguntar en un hilo de voz, aún sin poder ver el rostro de ese hombre que me agarraba desde atrás.

—¿Qué hace una niña por aquí, a estas horas de la noche? —preguntó con una voz ronca, nada formal y desgastada—. ¿Quieres dar una vuelta conmigo? Te puedo llevar a un lugar muy bonito, ya verás.

Negué con la cabeza, cada vez más asustada, deseando que esto fuese una pesadilla y se acabara.

—Ven, nenita, ven conmigo —comenzó a decir mientras me arrastraba con él—. Vamos a pasarlo muy bien, te lo puedo asegurar.

—¡N-No! —grité mientras trataba de zafarme de su agarre—. ¡D-Déjeme, por favor!

Traté con todas mis fuerzas de escaparme, de salir corriendo. Sin embargo, el hombre tenía demasiada fuerza, y en el forcejeo caí al suelo.

Rodé los ojos hasta mi pierna. Mi rodilla sangraba, se había golpeado con la rocosa superficie y comenzaba a dolerme. Pero el miedo que sentía era aún más grande que ese dolor, sobre todo cuando alcé la mirada y vi el rostro del hombre que anteriormente me sostenía con fuerza y me llenaba de horror.

Se estaba acercando a mí. Era un hombre algo mayor, vestido con harapos sucios, con una expresión desorbitada y una botella de alcohol en una de sus manos. Estaba agachado, ya a mi misma altura, pero yo no podía hacer nada por el miedo que me inmovilizaba.

Comencé a llorar, a temblar sin control ante su presencia cada vez más cercana. El hombre nuevamente me estaba agarrando del brazo, pero mi cuerpo no reaccionaba para defenderse. Cerré los ojos, sabiendo que no tenía escapatoria, muriéndome por dentro ante el espanto que me producía su contacto de piel rasposa.

Todo estaba perdido para mí...

—¡Qué hace! —escuché que decía una voz—. ¡Suéltela ahora mismo!

Mis ojos continuaban cerrados por el miedo, pero pude notar que el agarre de ese hombre había desaparecido por completo de mi brazo. Escuché algunos golpes, quejas, movimientos bruscos, hasta que después de unos instantes todo se quedó en silencio.

—¡Hanna! —la voz de mi hermana me hizo abrir los ojos. Había corrido hasta mí, y ahora me abrazaba con fuerza mientras unos sollozos inevitables escapaban de su boca.

—L-Lucy, ¿estás bien? —pregunté con una voz entrecortada, correspondiendo a su abrazo—. T-Tranquila, nena, ya pasó... n-no llores más...

Nos quedamos sumidas en ese abrazo por varios minutos, llorando las dos, temblando aún por el miedo. Todo había sido terrible, pero por suerte ya había pasado. Estábamos vivas, sanas a pesar del susto, y eso era lo que contaba.

—Señorita, ¿se encuentra bien?

Me sobresalté un poco al escuchar nuevamente la voz de un hombre, pero de inmediato me calmé. Era un tono mucho más dulce, libre de maldad, aparentemente sincero y veraz.

Mi visión aún se encontraba en mi hermana, en el suelo, en los alrededores del callejón oscuro. Lo único que veía de la persona que me había hablado, eran unos zapatos y pantalones de traje, pues no me atrevía a alzar la vista a ni levantar la cabeza para verlo por completo. Aún estaba cohibida por el miedo.

—Quédese tranquila, ese hombre ya no está —volvió a hablarme la misma voz—. Era un vagabundo, un alcohólico de los que suelen abundar por estas calles. Pero no se preocupe, no volverá.

Comencé a reaccionar, a tomar un poco de conciencia de lo ocurrido. Ahora lo entendía todo. El bullicio que escuché antes, era producido por este nuevo hombre. Él había echado al que trataba de atacarme, lo había desencadenado de mi brazo, y por lo tanto me había salvado.

—¿Se encuentra bien? —volvió a preguntar, mientras que yo notaba que comenzaba a agacharse a mi altura.

—S-Sí, muchas gracias por... —alcé la mirada, y al ver su rostro me quedé inmovilizada.

MARK

Estaba desesperado, cada vez más nervioso y angustiado. El tiempo parecía eterno, los minutos parecían no pasar, y el horror era un hecho que no podía superar. Caminaba de un lado para otro, chocando constantemente con los muebles de la sala, lamentándome por ser un inútil y no poder hacer nada. Todo era terrible. Ya había pasado mucho tiempo y Hanna no aparecía, los empleados habían vuelto sin noticias y a pesar de que nuevamente salieron a buscarla, sabía que volverían con las manos vacías. Todo era una pesadilla.

—Mark, siéntate un poco, por favor... —la voz de mi hermana me sacó de mi abstracción—... Te vas a caer, estás muy nervioso y...

—Ya sé que soy un inútil... —mascullé con verdadero dolor—... Por eso mismo no puedo ir a buscarla, ¡por eso mismo se fue por mi culpa de la casa!

Un pequeño silencio ahondó la sala. Por suerte mis padres ya no estaban, minutos antes se retiraron a dormir y me dejaron solo con mi hermana. Me instaron varias veces para que también me fuese a la cama, pero les dejé claro que bajo ninguna razón lo haría. Hasta que Hanna regresara no me retiraría.

—Mark, hermano, tranquilízate... —noté sus brazos que me rodeaban, que trataban de darme consuelo bajo una voz conciliadora y cariñosa—... Aparecerá, ya lo verás... Pero tienes que estar calmado, te vas a enfermar si continúas así.

Suspiré con profundidad, tratando de sosegar mi alma, pero fue completamente en vano. Mientras ella no estuviera no podría descansar.

—¿Qué voy a hacer si ella no aparece, Carol? —pregunté en un susurro, aferrándome al consuelo de sus brazos—. ¿Qué voy a hacer?

Mi hermana no respondió. Simplemente me abrazó con más fuerza, dando suaves palmadas sobre mi espalda, llenándome de una calidez que al poco tiempo se enfriaba.

Yo la necesitaba a ella, a mi pequeña Hanna... Con su ausencia el sentido de mi vida no era nada.

SHARON

Me encontraba tumbada sobre mi cama, mirando el techo blanco sobre mi cabeza mientras pensaba. No podía dormir. A pesar de que entré en mi habitación con la intención de conciliar el sueño, en ningún momento pude hacerlo. No sabía por qué, pero en mis pensamientos estaba más que vigente la desaparición de Hanna, y era por esa misma razón que mis párpados no se cerraban.

Cerré los ojos por unos instantes, tapándome con las sábanas para protegerme del frío que entraba por la ventana. Era inevitable que ese cristal siempre estuviese abierto. Aunque hiciese frío, cayeran copos de nieve, o lloviese a cántaros, nunca podía cerrarlo mientras mi claustrofobia me dijese lo contrario. Era un auténtico suplicio, pero tenía que aceptarlo.

Abrí los ojos, desviando la mirada hacia mi mesita de noche y observando el último cajón. Ahí se hallaba uno de los objetos más valiosos para mí, uno que me lastimaba con solo recordarlo pero que a veces echaba en falta.

Me levanté de la cama, calzando mis zapatillas, acercándome hasta el cajón que muchas veces me prohibí abrir. Luego me agaché hasta la altura debida, introduciendo mi mano y rebuscando hasta encontrar lo que deseaba.

Sonreí con amargura al verla. Era una fotografía vieja, con las esquinas algo dobladas y arrugadas, pero en buen estado y bien conservada.

La observé por varios minutos, quedándome completamente absorta en la imagen. Sin embargo, al notar que mis ojos se aguaban por la rabia de no tener a esa persona conmigo, volví a enterrarla bajo el oscuro cajón por un tiempo que decidí que fuese indefinido.

Volví a la cama, sentándome sobre ella y mirando todo a mi alrededor. Solo me rodeaban muebles, objetos sin valor, y un espacio tan vacío como el que sentía en mi corazón.

Habían pasado varios días desde que Eric me besó, desde que un cúmulo de extrañas sensaciones revolotearon mi estómago y desde que creí en la esperanza de algo parecido al amor. Sus actos por salvarme la vida cuando la creí perdida me emocionaron de forma sobrenatural, sus palabras tan bonitas erizaron cada uno de los poros mi piel, y sus labios besando los míos me llenaron de un aura de pasión e inmensa felicidad.

Sin embargo, no lo había vuelto a ver desde ese día.

Todo había sido una fantasía...

HANNA

—¿U-Usted? —logré vocalizar mientras no dejaba de mirarlo.

—¿Tú?

El callejón era oscuro, pero ambos nos reconocimos al segundo de vernos. Nuestras miradas se cruzaron, nuestras expresiones fueron de sorpresa, y una especie de inquietud nos invadió por completo.

—¿Estás bien? —me preguntó nuevamente, bajando la mirada hasta mi pierna.

—¿Q-Qué? —lo miré nerviosa, aún sorprendida por su presencia.

—Tu rodilla, está sangrando —aseguró mientras la señalaba con su dedo—. ¿Te duele mucho?

Bajé la mirada, percatándome de que era cierto. Se me había olvidado por completo que comenzó a sangrarme tras el golpe; el miedo que sentía en esos instantes era mucho mayor y mi piel rasgada había pasado a un segundo plano.

—N-No, no me duele —contesté con la voz más firme que pude—. Pero muchas gracias por preocuparse, y por haberme salvado de ese hombre.

Tragué saliva, inquieta ante la presencia del joven que no dejaba de mirarme. Mi hermana continuaba abrazada a mí, en algunas ocasiones se despegaba para observar los alrededores pero de inmediato volvía a pegarse a mi regazo.

—¿Quieres que te lleve a tu casa? —me preguntó de repente—. Ya es muy tarde, es peligroso que camines sola por estas calles con una niña pequeña.

—B-Bueno, la verdad es que...

—No te preocupes, aún recuerdo la dirección —aseguró, haciéndome sobresaltar—. ¿Vamos?

Lo miré con gran inquietud, sin saber qué decir. Sus ojos verdes me observaban a la espera de una respuesta, su leve sonrisa trataba de transmitirme la calma que necesitaba, y su expresión era tan apacible que por momentos lo lograba. Sin embargo, no podía darle una respuesta afirmativa.

—No podemos ir, mi hermana no quiere —saltó Lucy de repente, dándose la vuelta mientras observaba al joven con curiosidad—. Ya no tenemos casa. Yo tengo sueño y mucha hambre pero no tenemos donde vivir.

Miré a mi hermana con horror, bajando luego la mirada ante la de ese chico que me observaba ahora con confusión.

—¿Es eso cierto?  —me preguntó con extrañeza—. ¿No tenéis un lugar donde pasar la noche?

Suspiré con nerviosismo, sin saber qué contestar.

—Sí, es verdad —aseguró de nuevo Lucy—. Hanna no quiere que volvamos, y ya no tenemos una casa para vivir —comenzó a hacer un puchero—. Vamos a vivir en la calle, o en un lugar muy feo, y yo no quiero.

Llevé mis manos hasta mi cara, sintiéndome verdaderamente avergonzada. Sentía que el chico continuaba mirándome, que sus ojos se clavaban en mí, pero no podía alzar la cabeza de ninguna forma.

Todo se quedó en silencio por varios segundos, hasta que finalmente pude reaccionar.

—M-Muchas gracias por todo, joven —dije, mirándolo levemente—. Nosotras ya nos vamos, buscaremos un hotel y pasaremos la noche tranquilamente.

Me levanté del suelo, cogiendo a mi hermana de la mano. Sin embargo, al apoyar la rodilla sobre la superficie, me sentí literalmente morir.

Traté de caminar, de dar unos pasos, pero el dolor fue tan grande que me hizo gemir.

—¡Hanna! —exclamó mi hermana al observar mi penosa condición—. ¿Te duele mucho tu pierna, verdad?

—No, Lucy, estoy bien... —aseguré, tratando de sonreír—... Vámonos, ¿sí?

Traté con todas mis fuerzas de contener el dolor, pero tras dar unos pasos caí al suelo. Entonces no pude resistirlo más. Todos los recuerdos del accidente volvieron a mi mente, todas las horas de angustia donde el hombre que amaba me rechazaba, todo ese momento de horror donde su rostro se llenaba de lágrimas al saber que yo era la culpable de su desgracia.

Comencé a sollozar, impregnándome de un profundo sufrimiento que horas antes había tratado de retener en mis adentros. Ahora veía todo negro, oscuro, sin sentido alguno.

—¿Estás bien? —me susurró una voz preocupada—. ¿Qué ocurre? ¿Por qué lloras de esa forma?

Alcé la mirada despacio, viendo que era el mismo chico de antes el que se encontraba a mi lado.

—E-Estoy bien, puede irse —aseguré entre sollozos, tratando de retener mi llanto sin resultado alguno.

—No estás bien —negó con la cabeza—. ¿Puedo ayudarte en algo? Dime lo que sea, lo haré por ti.

Lloré con más insistencia ante esas palabras, al observar que eran verdaderas pero que igualmente no quitaban mi pena.

—¿Puede retroceder el tiempo? —pregunté con amargura—. Eso es lo único que podría salvarme, pero es algo imposible —suspiré, tratando de sonreír—. Muchas gracias, de verdad, pero no hay nada que pueda hacer por mí.

Bajé nuevamente la mirada, ahogándome en mi dolor. Nada podía salvarme de esta gran angustia que sentía, nada podía limpiar mi alma de culpabilidad, nada podía hacerme volver a la realidad.

—Ven conmigo.

Alcé lentamente mi cabeza al escuchar esas palabras, observando que efectivamente venían del joven de ojos verdes.

—¿C-Cómo? —pregunté con un hilo de voz, frunciendo el ceño.

—No tienes ningún sitio donde pasar la noche, y tu estado no es el mejor —contestó con relativa tranquilidad—. Tengo una casa de campo, con varias habitaciones libres donde podrías quedarte sin problemas. ¿Quieres venir?

Lo observé con inquietud, sin saber cómo contestar. Era cierto que ya nos habíamos encontrado una vez, que esta era la segunda, y que esas dos veces me había ayudado. Pero, ¿irme con él?

—Tranquila, no tengo ninguna mala intención —aseguró con una leve sonrisa—. Solo quiero ayudarte.

—Gracias, joven, pero no es necesario que...

—Quédate al menos esta noche —me interrumpió—. La casa está a unos veinte minutos de aquí, pero vas a estar muy cómoda. Mi coche está muy cerca, ¿vamos?

Me quedé inmóvil por varios segundos, sin poder vocalizar una sola palabra. Toda esta situación me parecía irreal, incluso absurda, pero por desgracia era más que verdadera. Me encontraba en medio de una calle oscura, sin un lugar a donde ir, con una pierna herida y una hermana de cinco años que esperaba un lugar para dormir.

No tenía opciones donde elegir.

—Está bien —contesté finalmente—. Iremos contigo.

El chico sonrió levemente, entregándome una de sus manos para ayudarme a levantar del suelo.

Comenzamos a caminar, a perdernos entre las calles, a llegar hasta el vehículo que nos llevaría hasta su hogar.

Me fui con el hombre que me salvó, con el que me llevó a la mansión en una ocasión, con el que me había propuesto una cama donde pasar la larga noche que parecía no acabar.

Me fui con Alexander Brown.

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