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44. Todo está perdido

Capítulo 44

Todo está perdido

Dos días llenos de angustia, de malestar, de gran confusión y desconcierto. Dos noches sin dormir, sin descansar, con la cabeza saturada por todas esas confesiones tan terribles que había vivido y experimentado en carne propia, dichas y descubiertas por la misma boca de Sharon.

Aún no entendía nada, todo parecía confuso a mi alrededor, nada parecía tener sentido. Todas esas crueldades que la chica había cometido en nuestra contra, todos esos planes elaborados con la mayor malicia, todo ese odio tan inmenso que guardaba en su corazón.

Sentí que iba a morir cuando escuchaba cada palabra, cada nueva frase. Sus labios escupían veneno, dolor, una gran repugnancia que supo esconder muy bien durante todos estos meses.

Todo lo que nos hizo fue grave, espantoso, digno de una mente enferma y despiadada.

Sin embargo, lo que verdaderamente me sorprendió, lo que me dejó en completo shock y desconcierto durante las posteriores horas, fueron sus últimas palabras.

Sharon era hija del señor John...

¿De verdad era eso cierto?

Me comí la cabeza durante horas, buscando una explicación a esa frase tan sorpresiva, dicha con tanta desesperación y desenfreno.

La chica me odiaba, y me había contado sus razones: Yo le estaba robando todo lo que le pertenecía, quitándole el cariño de los señores, los lujos que ella debía disfrutar, la posición que debía tener por ser la hija del dueño de la casa.

Después de la forma tan desesperada en que me contó todo, no podía dudar que fuese cierto. Me había engañado durante meses con un cordial y amable comportamiento que no era cierto, pero esta vez, era innegable que todo lo que me había dicho era completamente verdadero.

No sabía ningún detalle extra, pero me imaginaba que el señor no estaba enterado.

La señora, por su parte, no debía tener relación con Sharon, pues de lo contrario ella hubiese dicho que era hija de ambos.

Además, en caso de que lo fuese, viviría cómo el miembro querido y prestigioso que ella deseaba ser, y por el que tanto odio había albergado su alma.

Lo que no entendía, era por qué nunca lo había revelado, por qué guardaba tanto resentimiento en vez de aclarar las cosas y obtener ese puesto que merecía en la casa.

Me levanté de la cama despacio, queriendo olvidar el asunto por unos segundos.

Lucy dormía profundamente, con la pequeña gatita a su lado, abrazándola con fuerza para que nunca jamás fuera arrebatada de sus brazos.

Me dirigí hacia el baño, mirándome en el espejo. Unas leves ojeras enmarcaban mis ojos, y mi pelo estaba algo revuelto por todo el movimiento que había dado sobre la cama en busca de un poco de sueño.

Me peiné con rapidez, quedándome absorta por varios minutos al observar mi cicatriz en el lado izquierdo de mi frente.

Siempre estaría agradecida con esa persona que me salvó. Esa marca era para mí como un signo de bendición, como algo que me recordaba a una segunda oportunidad para vivir, la salvación de mi existencia en este mundo.

Salí del baño, dirigiéndome hasta mi hermana, que aún dormía con placidez.

Era lunes, día escolar y laboral, y tenía que hacer ambas cosas sin nadie que me ayudase.

Porque Sharon, por supuesto, jamás volvería a llevar a mi hermana ni al más cercano lugar de la casa.

—Lucy, despierta... —susurré, sentándome sobre la cama—... Tenemos que ir al colegio...

—No, yo quiero dormir un poco más... —balbuceó, sin levantar la cabeza de la almohada—... Tengo mucho sueño...

Suspiré, observando cómo mi hermana se enredaba entre las sábanas sin intención alguna de salir de la cama.

En realidad, su cansancio debía ser normal. Había llorado mucho el pasado día, temiendo que el pequeño animalito fuera despedido de la casa sin posibilidad de volver a verlo jamás. Luego, al volver a tenerla entre sus brazos y saber por Marlene que nunca se separaría de ella, se puso feliz, pero igualmente le quedaba la inquietud de que pudiera ser arrebatado de nuevo de su regazo, y por eso mismo no había logrado conciliar el sueño en estas dos noches.

Decidí dejarla por hoy. No había faltado un solo día a la escuela desde que entró, y esta era una situación especial, así que no debería haber problema.

Además, tenía que buscar a alguien que la llevase todos los días, pues yo tenía que ir a la empresa, y era imposible, debido a los horarios, que hiciese las dos cosas a la vez.

Me vestí rápidamente con unos de los habituales vestidos que usaba para la oficina, calzándome también con unos tacones a juego que opacaran un poco la imagen de muerta viviente que llevaba.

Nadie sabía sobre lo ocurrido. Tuve que esforzarme mucho para que ni Mark ni Caroline sospecharan que algo me pasaba, para que no se diesen cuenta del gran dolor, angustia y horror que había vivido.

Marlene era la única que sabía una pequeña parte: el engaño sobre la gatita.

Aunque, por supuesto, eso no era nada en comparación con todas los demás engaños y maldades de los que fuimos víctimas mi hermana y yo.

Suspiré, tratando de desviar esos pensamientos de mi cabeza. Si continuaba atormentándome con lo mismo, solo iba a hacerme daño a mí misma, y eso era algo que no debía tolerar.

Todo era un caos, pero tenía que ser fuerte.

No revelaría nada con respecto a Sharon a los demás. El tiempo, o ella misma, se encargarían de hacerlo.

SHARON

Era horrible. Lo había echado todo a perder, todo. Estas dos noches habían sido más oscuras de lo habitual, más tenebrosas y lúgubres que nunca. A pesar de que siempre dormía con las ventanas abiertas a causa de mi claustrofobia, sentía que me ahogaba, que el aire me faltaba y que todo a mi alrededor se cerraba, quedando envuelta en un aura de malestar y arrepentimiento que me atosigaban.

Había actuado de la forma más impulsiva y tonta que jamás hubiese imaginado. Me alteré, me salí de mis cabales, me llené de rabia, actué sin pensar. Ahora Hanna lo sabía todo sobre mí. Absolutamente todo.

No entendía cómo pudo suceder. Yo siempre me cuidé mucho, reteniendo la calma ante los demás, mostrándome pasiva y desinteresada ante los ataques ajenos a pesar de que pudiesen herirme o importarme.

Era algo espantoso que ella lo supiese. Después de años de silencio, guardando para mi sola ese gran secreto, mi peor enemiga ahora estaba enterada.

Seguramente se lo contaría a todos, lo ventilaría por toda la casa, haría que el señor me echara de su mansión a pesar de que me pertenecía.

Lo pondría en mi contra, le contaría todas las maldades que efectué para desaparecerla a ella y a su hermana, lograría que me odiara con todo el peso de su alma.

Cerré los ojos, tratando de calmar un poco mi rabia y desesperación.

Me encontraba en la cocina, sentada sobre una de las sillas, apoyando mi cabeza sobre la mesa. Ni siquiera podía trabajar con la angustia que sentía, no podía moverme, concentrarme, no podía hacer nada. Mi preocupación era tanta que nada me salía bien.

—¿Sharon, ocurre algo? —levanté la cabeza enseguida al escuchar esa voz, torciendo una mueca.

—Estoy perdida, María... —contesté, dejándome llevar por la angustia—... ¡Todo es un desastre!

María me observó con cierta confusión, sentándose sobre la silla de al lado. Ella era la única persona que sabía todo acerca de mi pasado, de mi procedencia, que había guardado el gran secreto que jamás me había atrevido a revelar.

Me miraba, sin decir nada, esperando a que yo misma le contase lo ocurrido. En otra circunstancia nunca me había atrevido a hacerlo, no me gustaba parecer débil ante los demás, demostrar que podía estar perdida... pero en esta ocasión no podía callar.

—Hanna... Ella sabe toda la verdad... —confesé, mordiendo mi labio inferior con fuerza—... Se lo conté, en un arrebato le conté sobre mi procedencia, ¡se lo conté!

María desvió su mirada hacia el vacío, hacia la nada. Luego, tras un largo suspiro, posó sus ojos en los míos con intensidad.

Obviamente, no iba a darle explicaciones de cómo salió esa confesión de mi boca. No iba a decirle que fue a causa de la alteración, seguida de todas las verdades que efectué en contra de Hanna lo que me lanzaron a revelar la verdad.

—¿Y cómo fue ese arrebato? —preguntó, frunciendo el ceño.

—¡E-Eso no importa! —aseguré—. Ella lo sabe, eso es lo importante. Se lo va a contar a todos, el señor lo va a saber, él...

—Ese señor es tu padre, Sharon —dictaminó, haciéndome callar—. ¿No te parece que es hora de que reveles tu identidad ante él? ¿No crees que es tiempo de que lo sepa?

Me quedé en completo silencio tras esas palabras. Estaba claro que deseaba ser reconocida por él, que me tratara como la reina que era, que pusiera a mis pies todos esos lujos que por derecho me correspondían.

Ya habían pasado cinco años desde el primer día que llegué a esta casa, desde que comencé a trabajar como una sirvienta en vez de una hija, desde que empecé a torturarme cada vez que recordaba que ese señor, al que veía cada día mimar y consentir a sus otros dos hijos, no me prestaba la más mínima atención a mí, que debería gozar de los mismos privilegios.

En mis inicios en esta casa, confesarle la verdad era algo que ni siquiera me atrevía a pensar. En esos momentos estaba llena de miedo, de inseguridad, apenas me atrevía a mirarlo a los ojos. Luego pasaron las semanas, los meses, los años... pero tampoco me atreví.

Hasta el día de hoy, en la actualidad, había pasado demasiado tiempo, y por eso mismo continuaba sin atreverme a revelar la verdad. Cada día pensaba lo mismo, que tenía que decírselo de alguna forma, que debía contarle todo el oscuro pasado por el que viví, cuando debería haber sido resguardada bajo sus brazos en vez de estar padeciendo necesidades.

Las cosas iban medianamente bien, hasta que llegó Hanna. De ahí en adelante, todo fue una auténtica tortura, el mismísimo infierno.

Observar cómo se iba ganando a cada miembro de la familia, era un dolor demasiado grande para mí. Sentía una rabia infinita cada vez que la señora le hablaba con amabilidad, cuando Mark la abrazaba y defendía de todos, cuando María se ponía de su parte. Y en cierto modo lo habría podido aguantar, si no fuera porque también acabó ganándose al señor y dueño de la casa, el cual, resultaba ser mi padre.

Por eso la odiaba profundamente, la detestaba con toda mi alma, la repudiaba con todo mi corazón.

—¿Sharon? —la voz de María me hizo regresar a la injusta realidad en la que vivía—. ¿Lo estás pensando? ¿Estás considerando contarle la verdad a tu padre?

—¡No, claro que no! —exclamé—. Al menos, no en este momento...

—¿No en este momento? ¿Y entonces, cuando?

—¡Eso no te importa! —grité—. Vete y déjame tranquila, necesito pensar.

La expresión de María se entristeció, pero no quise darle importancia. Se fue, pero tampoco la detuve.

Ella estaba de parte de Hanna, yo lo sabía. La apoyó desde el primer momento en que esa niña pisó la casa, y eso era una traición a mi persona.

Suspiré con cansancio, con la cabeza saturada y los nervios de punta.

No podía concentrarme en nada, pero igualmente me levanté de la silla donde aún me encontraba sentada, acercándome hasta los platos que necesitaban ser fregados.

Era una vajilla impecable, fina y costosa. Únicamente le faltaban incrustaciones de oro, y pasarían a confundirse fácilmente como patrimonio de la mismísima realeza.

Comencé a frotar los platos con furia, con intensidad, imaginando que cada uno de ellos se trataba de Hanna y todos sus defensores.

Sin apenas darme cuenta, una de las lujosas piezas se me resbaló de las manos. Traté de alcanzarla, de cogerla antes de que fuese demasiado tarde... pero fue inútil.

—¡Maldita sea! —exclamé, viendo cómo el lujoso plato se había hecho pedazos sobre el suelo.

Me agaché inmediatamente, y con gran nerviosismo comencé a recoger los pedazos que llenaban gran parte de la cocina.

Estaba llena de furia, de rabia, de un intenso coraje que me irritaba demasiado.

—¡Ah! —grité, notando un dolor punzante sobre mi dedo.

Bajé la mirada lentamente. Mi dedo índice sangraba, se había dañado con uno de los pedazos rotos y me había ocasionado una abertura que hacía salir un líquido rojo nada agradable.

Esta vez, sangre de verdad.

Comencé a desesperarme, sintiendo una terrible ansiedad y descontrol de sentimientos al pensar que todo se había vuelto en mi contra, que absolutamente todo estaba mal y perdido con respecto a mí.

Hanna vive tranquilamente en la casa, como un miembro más de la familia.

Tiene el cariño de la señora, el amor de Mark, la amistad de Caroline, el afecto de ese señor que es mi padre.

Ella es feliz, sabe mi secreto, ha ganado la batalla.

Se lo contará a todos, los pondrá en mi contra, me odiarán y repudiarán para siempre.

He perdido, todo es horrible y no hay nada que hacer.

Este es mi fin.

Dejé que mis ojos se llenaran de lágrimas, de esas que siempre había retenido en muchas ocasiones, de esas siempre nunca dejé salir delante de nadie.

Miré mi dedo, las gotas de sangre que resbalaban hasta llenar el suelo.

No eran suficientes. Ese poco contenido de líquido rojizo que resbalaba por la yema mi dedo, no me causaba el suficiente dolor para olvidar ese otro tan grande que sentía en mi corazón.

Con la mano temblorosa, tomé uno de los cristales rotos, el más afilado que encontré. Lo observé por unos segundos, imaginando el parecido que tenía conmigo. Era una pieza valiosa, muy refinada y costosa. Sin embargo, lo que sostenía era solo un pedazo del plato que fue, del que había sido despedazado, sin oportunidad de volver a ser lo que era.

Mi situación era la misma. Era la hija de un empresario millonario, de un hombre que podía llenarme de los lujos y comodidades con los que siempre había soñado. Sin embargo, ahora todo estaba en mi contra, y nada podía salvar mi situación.

Esos pensamientos me acaloraban, me hacían temblar, provocaban unos latidos desenfrenados en mi alma.

Ya nada tenía sentido en mi vida, todo estaba perdido y no había nada que hacer.

Dejé que innumerables lágrimas llenas de amargura resbalasen por mi cara, que ese dolor que sentía, en vez de apaciguarse se hiciera más y más grande.

Miré a mi alrededor, no había nadie. En breves momentos todos me odiarían, me echarían de la casa como una basura. Solo era cuestión de que Hanna hablase, de que les contara todo lo que hice, que revelara mis actos llenos de maldad.

No quería presenciar esa escena, no podría soportarla. Ver como todos me señalan, me repugnan, me desprecian... sería la peor humillación de mi vida.

Volví a mirar el pedazo de cristal. Lo sostenía sobre mi mano derecha, y era tan afilado, que en cuestión de segundos podría hacer el milagro de hacer desaparecer ese dolor tan grande que sentía en mi corazón.

Lo clavé. Lo clavé profundamente sobre mi muñeca, deslizándolo hacia abajo para desgarrar gran parte de mi piel.

Cerré los ojos, viendo muy cerca mi final, oliendo la sangre que indudablemente resbalaba por mi brazo.

Todo estaba perdido para mí, este era mi fin.

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