
Trece
I'm tired of feeling like I'm fucking crazy
I'm tired of driving 'til I see stars in my eyes
All I've got to keep myself sane, baby
So I just ride, I just ride
—Ride, Lana del Rey.
Capítulo Trece: Dione.
—¿Estás segura?
—Completamente —asentí, procurando que el tono no me saliese tan cansino como debería, forzando mi paciencia al límite.
—Pero...
Suspiré, hundiéndome más en la tapicería de la furgoneta con resignación y hartazgo, me latía el cerebro y el dolor de cabeza que había anidado entre mis sienes amenaza con licuar lo que me quedaba de sentido común.
—Estoy segura —recité las sílabas con retintín y le miré mal por encima de mi hombro, antes de continuar con mi ajetreada tarea de dibujar espirales en el vaho de la ventanilla.
—Puedes quedarte en mi casa. No tienes porqué pasar la noche sola. Nos conocemos —le dirigí una mirada hastiada—. Es verdad, Dione. No vas a pegar ojo, por tu insomnio, por tu compulsión de comerte la cabeza. Bryce está en casa de sus padres.
—No me apetece oír las orgías que se monta tu compañero de piso.
La sonrisa de Ezra se tornó lacónica.
—Fue solo una vez.
—El tío ladró, Ezra, ladró —remarqué, dando golpecitos con el índice en el cristal—. Menos mal que tengo una gata o de lo contrario no habría podido mirar a mi mascota a los ojos.
—Cada uno disfruta a su manera.
—Cierto —acepté—. Pero... prefiero no escucharlo.
—Es muy probable que ni siquiera esté esta noche —apuntilló, acariciando el volante.
—Ezra...
El chico se mordió el labio inferior y su mandíbula se tensó durante un lapso durante dos segundos. Después tres. Y después diez. Hasta que finalmente expulsó el aire de los pulmones en un resoplido elocuente.
—No quiero dejarte sola.
—Yo quiero estar sola.
—Vale.
Sonreí.
—Eres mejor como ex que como novio.
Ezra me devolvió la sonrisa, mostrando los dientes en una sonrisa despótica de capullo reputado y comprometido a la causa.
—¿Es un cumplido?
Me encogí de hombros, estirándome en el asiento.
—Sinceramente... no lo sé.
—¿He sido el peor?
Alcé las cejas al tiempo que adquiría un aire concentrado. Ezra soltó el volante, flexionando los dedos que se le habían quedado agarrotados. No había apagado el motor del coche, aunque llevábamos cerca de tres minutos aparcados frente a mi casa. Estiró uno de sus largos brazos por detrás de mi asiento y se preparó para el golpe. Mi sonrisa se ensanchó.
—No —admití.
—Vaya —se burló—, debes tener unos gustos terribles.
—Los tengo, por eso me acosté contigo.
—Auch.
Sí que los tenía. Unos gustos horribles, monstruosamente complicados, como si mi interior estuviese dispuesto a jugarme en la contra a cada segundo. Ezra era un narcisista de cuidado, se absorbía con su música, con sus propios deseos, podía ser frívolo e insensible a ratos. Un gilipollas la mayoría del tiempo, y... no se aproximaba al primer tío con el que estuve.
—Gracias por el sushi.
—De nada —repiqueteó con los dedos a escasos centímetros de mi cabeza—. Me tomo en serio mi papel de buen ex.
—Bien. Solo espero que no estés mendigando sexo.
Se rio, fue una carcajada que rebotó en la atmósfera espesa del interior de la camioneta, flexionó la espalda despacio, recorriendo centímetro a centímetro la distancia que había entre ambos con una mirada oscura.
—Descuida, si alguna vez sucede, te darás cuenta.
—Alguna vez —recité, enarcando aún más las cejas.
—Pero ten por seguro que no mendigaré nada.
—¿Lo exigirás? —piqué.
—Dione... —desvió los ojos de los míos y los depositó en mis labios, entreabiertos, curvados en una sonrisa socarrona—, no juegues. Estás cansada.
—¿Y eso que significa?
Tragó saliva.
—Cuando estás cansada... te pones tonta.
—Auch.
—Y si tú te pones tonta —se acercó un poco más hasta que los centímetros cúbicos de aire se convirtieron en una cosa agónica que respiró entre ambos—, yo me pongo más tonto aún. Sube para casa.
—Eso suena a una orden...
—Dione.
Me aparté. Porque sí, me estaba poniendo tonta y no era admisible, ni siquiera debía cruzarme la cabeza un pensamiento tan infructuoso como idiota. Apenas daba más de mi misma en esas circunstancias. Simplemente... no podía más, después de unas horas donde mis cuotas de ansiedad habían rebasado unos límites demasiado elevados... tenía la cabeza hecha un auténtico desastre.
Desvié la mirada por encima de su hombro, ya había oscurecido y la luz tenue de las farolas iluminaba el asfalto húmedo.
Me hice un poco más pequeña en el asiento del copiloto, aún bajo la atenta mirada de Ezra. Se la devolví, innecesariamente irritada, ¿por qué? Porque hacía menos de dos minutos insistía en que me fuese a dormir con él. Porque me había seguido el juego. Porque me lo había cortado. Por todo y por nada.
Relajé el rostro y me relamí los labios resecos.
—Está siendo un día de mierda.
Su mirada de suavizó, perdió la tensión y volví a reclinarse hacia atrás, en actitud calmada.
—Lo sé.
Me froté la cara con las manos, reprimiendo un gruñido frustrado.
—No sé qué me pasa.
—Yo sí —lo observé entre mis dedos, con escepticismo—. Ya te lo he dicho, estás agotada. Sobrepasada y descolocada. Necesitas desconectar... dormir, aunque no es fácil. Y... —apretó los dientes— no debí insistir para que te quedaras en mi piso, porque da pie a... quizás yo en el fondo sí... —se rascó la nariz—. Tampoco estoy muy en mis cabales.
—Que demuestres empatía me perturba, Ezra.
Me pellizcó el brazo.
—Bájate de mi coche.
—Eso es más típico de ti —me reí, la inconsistencia de mis sentimientos era tan acusado en ese preciso momento que me salió algo histérica y deduje que podría llorar con idéntica facilidad sin apenas transición—. Enfatizas mucho el mi cuando hablas.
—Eso no es verdad.
—Sí lo es, tienes un sentimiento demasiado posesivo y cerrado de la propiedad. Y... bueno, deja de gruñir a Hank cada vez que lo ves. Me da jaqueca.
—¿Hank?
—El doctor que...
—Oh, ese tío —ladeó la cabeza—, ¿desde cuándo lo llamas por su nombre?
Fue mi turno de pellizcarle la nariz.
—¿Ves? Lo haces otra vez, no seas crío.
Se sobó la zona brutalmente agredida y no pude más que poner los ojos en blanco cuando apretó los labios en un puchero compungido.
—No me cae bien —resumió, con un breve y conciso encogimiento de hombros.
—Perfecto, pues os matáis cuando yo no esté presente —enganché los dedos en la manilla del coche, trazando una sonrisa burlona.
Ezra gruñó, sin disfrutar de mi broma y volvió a posar las manos sobre el volante, hundiendo los pies en los pedales.
—Te mira de forma extraña —musitó entre dientes cuando tenía medio cuerpo fuera y casi no pude distinguir las palabras. Me volví, curiosa, con una mirada intrigada—. Ese tío, te mira como si... no sé, pero es raro. Parece un intensito.
Me reí.
—Procederé con extrema cautela —prometí.
—No me tomas en serio.
—Muy cierto, ni un poco siquiera.
Y dicho esto cerré la puerta, protegiendo mis manos en el interior de la sudadera que llevaba puesta y riéndome un poco más cuando Ezra me hizo una peineta a través del vidrio. No arrancó hasta que no estuve dentro de mi portal. Al menos habíamos pasado brevemente por mi casa para buscarme unas zapatillas, porque sospechaba que el restaurante no tendría una opinión muy favorable de un potencial cliente descalzo con calcetines disparatados.
A solas en el portal que se apagó cuando tardé demasiado en moverme, mi dolor de cabeza se incrementó tanto que se me nubló la vista y tuve que obligarme a encadenar un paso detrás de otro hasta el ascensor.
Mi padre estaba patrullando y mi madre... mi madre debía estar dormida, porque en el interior de la casa reinaba un silencio sosegado y familiar que me mimó los oídos. Lana se restregó contra mi pierna en busca de afecto que, a pesar de mi paupérrimo estado, no dudé en darle. Apoyó su cabecita caliente contra la palma de mi mano y parpadeó despacio. Le devolví el gesto y maulló flojito, encantada.
La cargué en brazos y me dirigí a mi habitación.
Mañana tendría que explicarle a mi madre lo ocurrido y planificar mis horarios para irme al hospital, organizar a quién pediría los apuntes y... uf. Abandoné esa línea de pensamiento cuando se volvió tediosa y me tendí en la cama tras tomarme algo para el dolor de cabeza. Era relativamente temprano y los ojos me escocían, exigiendo que los cerrara, que durmiese.
Mi cerebro tenía otros planes.
Lana se durmió a mi lado, radiando calor, mientras que yo me quedaba con la mente zumbando y sin darme tregua. Dormité algunos minutos con los cascos puestos, porque cuando me espabilé dolorosamente era de madrugada. En ese pequeño intervalo de inconsciencia había soñado, o algo parecido.
Con Hank.
Con su pulso golpeteando contra la yema de sus dedos.
Con ese instante crítico en el que varió, se desestabilizó en un único latido disidente, seco, más fuerte que los demás.
Y actué como la imprudente que era, obedeciendo al mismo impulso suicida que terminó con mis bragas enredadas en los tobillos. Con mucho cuidado de no perturbar el sueño de Lana me deslicé por el colchón para alcanzar el teléfono que reposaba pacíficamente en la mesilla, sin ser consciente del potencial de destrucción que poseía.
¿Me das tu número?
Mientras le dictaba los dígitos que componían mi número telefónico tuve la certeza de que su significación iría más allá de un momento puntual. Sobre todo, porque no dejó de sonreír en ningún momento, apenas despegó su mirada de la mía, ni se molestó en mirar la pantalla. Comprobó que lo había anotado bien llamándome.
Así se aseguró de que yo tuviese el suyo.
Me autoconvencí de que técnicamente no era tan grave escribir a un amigo de madrugado. Uno con el que había hecho... cosas en el baño de un bar. Uno que una vez describí como la personificación de una mala idea en un envoltorio demencial e irresistible.
Crispé los dedos de los pies, mientras me mordisqueaba la piel suelta del labio inferior.
No lo hagas.
Dione...
Un mensaje era inofensivo, ¿no? Irrelevante, inocuo, vacío de intenciones maliciosas, ¿cuánto daño podía hacer?
Mucho.
Demasiado.
No habían transcurrido apenas veintiséis horas desde que Hank Dixon me había mirado de esa forma. De cuando me redujo a un puñado de cenizas y me robó la capacidad de racionalizar. La destruyó con todo lo demás. Con la prudencia. Con el sentimiento de autoprevalencia. Así que le escribí.
Y me arrepentí, a la milésima de segundo en el que el mensaje fue mandando al ciberespacio, mi mente no estaba tan maltratada como para no comprender el sentimiento de pánico que se instauró en la parte superior de mi pecho.
Quise retractarme.
Borrarlo.
Estamparme la cabeza contra la almohada y amonestarme por imbécil. Por tomar unas decisiones de mierda sin planificar adecuadamente el alcance de las consecuencias. Por sucumbir a un deseo visceral y absurdo que había nacido de una parte poco recomendable de mi cerebro. Porque estaba ovulando y no podía tener una visión objetiva del mundo. Y de los hombres. Sobre todo, de aquellos con una espalda tan ancha y unos ojos tan pecaminosamente adictivos.
Cuando presioné el dedo sobre el mensaje con la intención de hacerlo trizas, Hank se conectó. Mi vida pendió de un hilo y me sentí el triple de ridícula por contener la respiración el intervalo que se mantuvo en línea. Y después, desapareció. Sin responder.
El muy capu...
El teléfono me vibró entre las manos por la llamada entrante.
Aplasté los labios en una línea de tensión y cerré los ojos, mientras el teléfono se revolvía en mi mano. No era tan cobarde como para ignorarla, así que descolgué, tumbándome de nuevo en el colchón, extendiendo las piernas y relajando el cuerpo.
Lo primero que resultó audible al otro lado de la línea fue su respiración, pesada, profunda, electrificante.
—¿Qué haces despierta tan tarde, Dione? —pronunció con voz ronca, justo en mi oído. Tuvo conexión directa con mi columna vertebral que se estremeció en un delicioso escalofrío de interpretación complicada.
Suspiré, con los párpados aún sellados.
—¿Qué clase de pregunta es esa?
—Una de las buenas —podía sentir la sonrisa en cada una de las sílabas que pronunció—. Busco una causa para poder hacer un diagnóstico adecuado.
—Pedante.
—Grosera.
Me mordí la punta de la lengua.
—Tengo insomnio —dije, en referencia a su primer interrogante.
—Lo sé —respondió con calma.
—Entonces... ¿cuál era el objetivo de tu pregunta?
—¿Sinceramente? Incordiar. Suele ser mi máxima y última motivación —admitió y se rio por lo bajo. Escuché el viento mezclándose en su voz, reproduciéndose contra mis tímpanos. Y el suave crujido de los neumáticos en la carretera—. Lo siento —pronunció pasado un segundo de pura estática.
—¿Ser un incordio?
—No, eso nunca... que tengas insomnio, es una putada.
Algo similar a un rebuzno me escapó de la garganta.
—¿No existe alguna forma médica de pausarme el cerebro?
—Unas cuantas —aceptó—. Pero no te las recomiendo.
—Pues vaya, ¿eso significa que no vas a pasarme ilegalmente recetas?
—¿Por qué estás tan empeñada en que pierda mi licencia? —protestó, con humor.
—Por incordiar —esta vez fui yo la que sonrió, más relajada, olvidando los frenéticos pensamientos y la desazón previa a la llamada. De alguna forma aquel tono burlón, profundo, arrastrado y arrullador tenía un efecto sedante—. ¿Por qué me has llamado?
—Porque me has escrito —evidenció, llanamente.
—Ya bueno, pero... —me giré en la cama, alisando las arrugas de la almohada con los dedos—, la gente suele limitarse a responder con otro mensaje. Es el procedimiento estándar.
—Estás en manos libres —informó y por fin pude identificar los sonidos de carretera de fondo—, porque tu mensaje me ha entrado justo cuando me subía al coche.
—Podías haber esperado al llegar a casa...
—No creo.
—Y... —continuó, fingiendo que su interrupción no había existido—, de todas formas, es tardísimo, ¿a esta hora sales del hospital?
Fue su turno de suspirar, o de resoplar más bien, condensando una cantidad de cansancio y carga inhumana.
—Siempre dejo el papeleo para última hora. En serio, pégame un tiro, es un auténtico coñazo y mi residente un quisquilloso de cojones.
—Pareces estar pasándolo mal...
—Eres una amiga poco compasiva, ¿no? —forzó un tono de ofensa por detrás del que se adivina su diversión.
—Tengo mis momentos.
—Pensaba que devolverte la llamada a las dos de la madrugada me daba puntos —protestó—. Al menos trátame con decencia.
—Quejica.
—Sí soy —se rio—. Pero dame un respiro.
—Me lo pensaré.
—Bien.
Ambos nos quedamos callados al mismo tiempo. Seguía con los ojos cerrados, concentrada en el ruido suave que hacía al conducir, en su respiración y el murmullo de la radio que debía haber bajado al mínimo antes de llamar, los acordes y ritmos tenues de la canción que se fundía prácticamente con aquel silencio ondulante, revelador y pesado. Como el océano en mitad de la noche. Inmenso. Inabarcable.
Y no quise romperlo, porque había una fragilidad, una tensión en él... que no comprendía, pero reverenciaba, que palpitaba angustiosamente en algún punto de mi anatomía.
Hank debía ser de la misma opinión porque condujo hasta que escuché el característico sonido de un motor apagándose.
Su voz sonó más áspera cuando volvió a hablar:
—¿Necesitas que te cante una nana?
—¿Te sabes alguna?
—Puedo improvisar —dejó cerca de un minuto antes de pronunciar su siguiente frase—. Yo quizás también la necesite. Tengo el cerebro demasiado activo. Me he destrozado los horarios de sueño, pero bien.
—¿Y qué vas a hacer?
—Ni idea —. Escuché como retiró las llaves del contacto, como abrió la puerta y su voz sonó más próxima esta vez. Íntimamente cercana—. Quizás me ponga una película que haya visto mil veces y odie mi vida un rato.
—Suena bien.
—Eres una pésima mentirosa.
Me reí, bajito, protegiendo el móvil con una mano y acurrucándome en la cama.
—Estaba intentando animarte.
—Se te da regular.
—Iré mejorando, tengo que afinar, ¿sabes? Las amistades no cuadran en un día. Necesitan un tiempo de... adaptación —jugueteé con los dedos de la mano libre con la bala, enredándome la cadena en el índice y apretándola contra el pulgar.
—Hm, ¿qué tipo de progresión suele ser?
—¿Qué?
—¿Exponencial? ¿Logarítmica?
—Oh, dios, cierra la boca —me reí más fuerte—. Eres listo lo pillo, pero es de madrugada y siempre odié matemáticas.
—Me retracto, entonces.
—No te creo.
—Ya —se burló— yo también estoy afinando mi capacidad de mentirte.
Opté por cambiar de tema.
—Has tardado poco desde el hospital.
—Sí —volvió a sonar cansado, como si la mención a su lugar de trabajo hiciese real de nuevo el agotamiento que le atenazaba—. Vivo cerca. A unas cuantas manzanas... detrás del museo de...
—... arte contemporáneo —completé, abriendo los ojos.
—Exacto —sonó un tanto confuso.
—Dios —gruñí, sin decidirme por un sentimiento en concreto más allá de una leve intuición de que el karma se despachaba demasiado a gusto—. Yo vivo ahí también —comenté—. Aquí, más bien.
Hank tardó unos segundos en responder, no había ruido de fondo que indicase que se estaba moviendo. Lana respiraba pausadamente a mi lado y la atusé un poco el pelo, con delicadeza, sin que el minino llegase a despertarse.
—Vaya —fue todo lo que terminó respondiendo, de una manera demasiado específica que me provocó un cosquilleo en la nuca.
—¿Qué película vas a ponerte? —hablé, con la boca seca.
—Cuando Harry encontró a Sally —susurró, a media voz.
—No la he visto.
—Que desperdicio de generación... —se burló, con un tono contenido.
—Corta el rollo abuelo —me detuve, dándome la vuelta en el colchón y enfocando el techo de mi cuarto iluminada por la escasa luz que entraba por la ventana. Me relamí los labios que tenía demasiado secos—. Por cierto, ¿cuántos años tienes?
—¿Cuántos me echas?
—¿En serio? —me reí—. ¿Me vas a hacer jugar a eso?
—Tengo veinticinco años.
—Entonces somos de la misma generación, prácticamente.
—Prácticamente... pero tú no te has visto esta joyita.
Hice un ruido de descontento y él se rio, al otro lado de la línea. Fue un sonido sobrecogedor, sincero, vibrante, exquisitamente masculino que sonó tan cerca de mi oído... Era tan sensible a la musicalidad descarnada que albergaba que... eché por tierra mi oportunidad de salir airosa de aquella conversación. A la mierda lo de proceder con extrema cautela.
—No ladres tanto, vives a menos de cinco minutos de mi casa, podría ir, verla y cerrarte la boca.
—Podrías... —lo oí liberar el aire de los pulmones por las fosas nasales y todas mis terminaciones nerviosas se tensaron, con expectación. Era un síntoma terrible. Disuasorio. Un cartel luminoso de que ese no era el camino. Que debía retroceder, antes de que fuese demasiado tarde. Y entonces, él habló y mi poco sentido común se consumió en el fragor de sus cuerdas vocales—. Puedes.
Hank.
Cuando la comunicación se colgó y oí el chasquido de desconexión, no reaccioné de inmediato. Me había quedado de pie, en mitad del diminuto cuarto de estar y de la cocina, porque estaban juntos. Bajé el teléfono, procediendo con un cuidado extremo, como si fuese un corazón palpitante entre mis dedos y el más mínimo movimiento en falso supusiese la muerte.
La pantalla se apagó y bloqueó frente a mis ojos. Lo tiré sobre el sofá para pasarme las manos por los mechones del cabello.
Joder.
Joder... ¿qué cojones acababa de suceder?
En serio, ¿qué coño?
Caminé dos pasos, los deshice, mientras un gruñido engorroso me trepaba por la garganta, aunque no podía identificar a que sentimiento obedecía. Finalmente me dejé caer en el sofá y apreté la nuca contra el canto, era demasiado pequeño para mis dimensiones y la hostia de incómodo, pero apenas lo utilizaba. Apenas estaba en casa.
No había tocado la cama en más de un día y las cabezaditas en la sala de descanso no juntaban ni por asomo las horas óptimas de sueño, lo que podía justificar mínimamente mi apetito desmedido por joderme vivo. Siempre había sido un poco sádico en ese aspecto. Ponerme las cosas difíciles parecía formar parte de mi genoma y sucumbía una y otra vez en la toma de decisiones insensatas que sobrevolaban el autosabotaje.
Exterioricé el gruñido, pellizcándome el puente de la nariz.
¿Desde cuándo era un puto gallina?
No era la gran cosa y debía dejar de actuar como si lo fuese. Ese pensamiento me relajó un poco, licuó la sensación apremiante de peligrosidad que tenía aquella situación. Me relamí los labios, en silencio, amonestándome por mi instante de debilidad.
Es la falta de sueño... joder, mis puñeteros neurotransmisores.
No pude autoconvencerme durante más tiempo cuando el telefonillo sonó suavemente, como si se hubiese limitado a acariciarlo con reticencia por las horas. Una sonrisa involuntaria se deslizó en mis labios por la consideración innecesaria hacia mis vecinos, una pareja de ancianos sordos.
Compuse una mueca arrepentida en el último momento al ver el desastre que reinaba en cada centímetro cuadrado del apartamento que mostraba la fase temprana del síndrome de Diógenes. Aunque solo era causado por la extrema pereza que las tareas del hogar me daban y la desidia general que experimentaba fuera del hospital.
Aparté un par de bolsas de comida rápida con la punta del pie antes de abrir la puerta.
Tuve que levantar el mentón para mirarme a los ojos y la diferencia de altura volvió a parecerme deliciosa porque forzaba un instante de sumisión que era virtual, inexistente, debido a lo contundente de su mirada castaña del color de la miel muy espesa, en la penumbra de mi descansillo. La imagen hizo que algo rugiera en mi pecho con una nota victoriosa. Estaba ahí, encima de mi felpudo.
Una sonrisa canalla curvó mis labios y curvé los dedos en el marco de la puerta, inclinándome hacia delante, destruyendo su burbuja de espacio personal, cerniéndome sobre ella en lo que se estaba convirtiendo en un mal vicio.
—Veo que esta vez te has acordado de los zapatos —me burlé.
Dione me devolvió la sonrisa con ironía y tensé la mano en la puerta. Mierda, eso iba a ser divertido.
—¿Necesito una contraseña para entrar? —señaló con la barbilla mi cuerpo, que la bloqueaba por completo la entrada y que no había movido ni un ápice.
—Ajá, el color de tu ropa interior.
—No llevo ropa interior —pronunció y su dedo índice se apretó contra mi pecho, me aparté, más instinto que por voluntad y no pude evitar recorrerla de arriba abajo con la mirada, acaparando cada detalle de su anatomía, de su despeinada melena rosa.
Pasó por mi lado y su aroma me cosquilleó las fosas nasales, olía a lavanda y algo más. Algo con una nota adictiva que desprendía su piel y que se había quedado impregnado en mi cerebro desde el encontronazo en el baño.
—¿Es...?
—¿Mentira? Sí —se rio, echándome una mirada satisfecha por encima de su hombro, entre los mechones de diferentes longitudes de su cabello.
—Eres una tramposa.
—Era un farol, la señora Harper opina que los faroles no son trampas.
—Porque ella también es una tramposa —pronuncié, haciéndole sonreír, una elevación sincera de sus labios que mantuvo mientras recorría los pocos metros de pasillo.
Técnicamente el piso no estaba sucio, solo desordenado.
Muy muy desordenado.
Dione no comentó nada al respecto, se limitó a ocupar un puesto en el sofá y suspirar, somnolienta. Tenía los dedos enrojecidos por el frío y un rubor muy similar salpicándole la nariz y los pómulos. Ocultó las manos en las mangas de su amplia sudadera antes de ladear la cabeza.
—Estoy preparada para esa joya cinematográfica.
—Crees estar preparada —pinché, sentándome a su lado y trasteando en el ordenador conectado al televisor.
—Relájate, Dixon, es una comedia romántica.
—El mejor género de todos —sentencié, deslizando el dedo por el cursor digital y clicando la película.
—No te tenía por un consumidor habitual —no hubo prejuicio en su voz, solo curiosidad y una mínima intención de pugna estimulante. Se deshizo de las deportivas que llevaba sin pedir permiso o creer necesitarlo y retrepó los pies a los cojines.
—El estado de descomposición de mi cerebro cuando llega a mi casa es incapacitante. Así que sí, me limito a subsistir a base de comedias románticas de los noventa, temporadas viejas de las Kardashian y de Anatomía de Grey.
—¿Cómo de descompuesto está tu cerebro ahora mismo? —indagó, contemplándome a través de sus ojos entrecerrados, prudentes.
Se mordí la esquina del labio y me dispersé pensando lo apetecible que se veía. Lo jodida e inoportunamente deseable que era con esa pequeña arruga que se iba profundizando entre sus cejas.
Muchísimo.
Demasiado.
—Ha habido noches peores —repuse, refrenando mis pensamientos y aderezando mi sonrisa con ironía—. ¿Por?
—Nada —se encogió de hombros, con simpleza. Su tez parecía más pálida a la luz del televisor y se le marcaban las ojeras—. A mí me gustan los documentales de asesinos, no soy quién para juzgar.
—¿Gustar en que...?
—En entretenimiento —me cortó, adivinando por donde iban los tiros.
—Bien, supongo que es información útil que tu nueva amiga pueda ser una sociópata en potencial —reflexioné, acomodándome en el sofá. Había unos milímetros de aire entre nuestros cuerpos, nada más.
Le di el play, concluyendo la conversación y Dione depositó su atención en la película. Mi atención se disipó un poco más, alternándose entre la pantalla y ella. Ella, que se mordisqueaba el pulgar de vez en cuando, concentrada de pleno en las desventuras amorosas de Sally.
«—Ningún hombre puede ser realmente amigo de una mujer que le resulta atractiva. Siempre quiere tener relaciones con ella.
—Entonces un hombre puede ser amigo de una mujer que no le resulta atractiva.
—No. También quiere acostarse con ellas.»
Dione apretó los labios en un mohín pensativo.
—¿Estás de acuerdo? —interpeló, despacio, sin mirarme, aún centrada en la película.
—¿Con Harry?
—Es un debate tan viejo como el ser humano —sonrió y apoyando la barbilla sobre la cima de su rodilla me miró—. Los hombres pueden o no pueden ser amigos de las mujeres. Que, en el fondo de ellos mismos siempre, siempre, pretenden acostarse con ellas... y la amistad no está libre de expectativas.
—No lo sé, no estudio la mente humana. Pero creo que... es simplificarlo demasiado y reducirlo a una visión estrictamente heterosexual —enarqué las cejas—. La regla de tres es sencilla e implica que yo no podría tener amigos y punto. Porque me querría acostar con todos.
—¿Y no quieres? —contratacó.
Sonreí, con malicia y no respondí.
—El que calla otorga —resaltó y sus labios temblaron, moderando una sonrisa para adquirir una expresión seria.
—Ah, ¿sí? —me desentendí con una carcajada. Golpeteé con los dedos el respaldo del sofá antes de alzar los hombros, un poco indiferente por la cuestión planteada—. Depende de la persona. Pero no le des tantas vueltas, es un cliché de comedia romántica, Dione. La vida es muchísimo más complicada.
—Es una sentencia —reflexionó, abstraída y decidiendo que mi respuesta le interesaba poco, por como pestañeó en una disculpa coqueta—. Su frase, es una sentencia —apuntilló—. Está claro que van a terminar liados y la moraleja le dará la razón.
—Quizás —procuré no reírme, porque expuso todo con muchísima serenidad, pero era complicado. Joder... —Tendrás que seguir viéndola para averiguarlo.
—Es una crónica de muerte anunciada —bufó y volvió la cabeza hacia la televisión—. No va a salir bien.
Permanecí callado y Dione terminó de ver la película, asintiendo en cada uno de los momentos críticos de la cinta.
«¿Ves? Esto es tan típico de ti. Dices cosas como esa y haces que me resulte imposible odiarte. Y te odio, Harry. realmente te odio. Te odio.»
«He venido aquí esta noche porque me he dado cuenta de que quiero pasar el resto de mi vida con alguien. Y quiero que el resto de mi vida empiece ya.»
—Predecible —masculló, entre dientes.
—¿No te ha gustado?
—Sí que me ha gustado —se obcecó y estiró las piernas que había tenido contra el pecho. El cambio de posición hizo que su rodilla se tocara con mi muslo. Mi cuerpo reaccionó solo y, en lugar de juntar unos milímetros mis piernas para recuperar la situación neutral de falta de contacto, las separó un poco más, consolidando el roce—. Es buena. Y la escena del restaurante... —se le escapó una sonrisa pícara— me ha desbloqueado una necesidad. Pero... su mensaje es que todos se quieren follar a todos.
—Más o menos, sí.
La mirada de Dione recayó momentáneamente en su pierna, en la mía, en la falta de distancia entre ellas, antes de regresar a mis ojos.
—Entonces es bueno que nosotros ya lo hayamos hecho.
—¿Ya hemos superado ese pequeño obstáculo biológico e intrínseco, dices?
—Exacto —su voz bajó, se perdió en el breve desliz de su mirada que bajó unos centímetros tortuosos por mi nariz y no tardó en ascender. Me encantaba su voz, sobre todo cuando fallaba porque se distraía con mis labios—. Hicimos añicos la magia.
Yo me hice añicos.
Y ella, estaba seguro de que ella también, porque pude sentirlo. Por todas putas partes.
—Sigues mintiendo regular —se me escapó en un susurro.
Dione carraspeó y su mirada se tornó fiera.
—Hank... —fue una advertencia, un aviso que se transformó en un cántico de sirena, en un desafío.
Cuando me aproximé, con aire voraz, pero muy despacio... Dione no se apartó y una sonrisa obscena curvó mis labios. Separó los suyos, con aquel arco de cupido tan marcado, tan plenos, tan configurados específicamente para destruir la parte racional de mi mente cuando pronunciaban mi nombre.
—Tendrás que mejorar si quieres que te crea —murmuré, liberando el aliento cálido que se mezcló con el suyo.
—Y tú necesitas más lecciones de amistad... —sus palabras carecieron de rotundidad por la forma en la que sus ojos estaban anclados en mis labios, que acrecentaron la mueca burlona que flaqueaba a tan pocos centímetros. Me latía el corazón deprisa. De una manera tan ensordecedora que ella tenía que estar escuchándolo.
—Muy bien —acaricié con la punta de mi nariz la suya y descendí en una caricia que me hizo jadear y a Dione suspirar—. Soy todo oídos, amiga mía.
La mirada que me echó con los párpados medio cerrados entrañaba un riesgo alto. Desorbitadamente elevado. Y lo sabía. Joder que sí lo sabía. Pero había un componente de inevitabilidad que me empujaba a acercarme más. Y más. Y más, hasta que saboreé sus labios a un exiguo milímetro de distancia.
El chasquido de una cerilla.
Y mi tono de móvil.
Ambas coas se reprodujeron al mismo tiempo en mis oídos y Dione se rio, pero yo sentí como algo tibio se hundía en mi estómago y se propagaba por mis músculos, tensándolos de una forma menos agradable.
Era de madrugada.
¿Qué cojones hacía mi madre llamándome de madrugada?
Se suponía que eso había acabado.
Happy monday.
Opiniones AQUÍ.
¿Teorías?
Uy, uy, el pasado de Hank anda revoltoso, primer aviso.
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