
Nueve
My heart just dropped
Thinkin' about you
—Fire For You, Cannons
Capítulo 9. Hank.
Las llaves hicieron un ruido metálico cuando las tiré de cualquier manera sobre el destartalado mueble del estrecho recibidor. Había amanecido, pero la luz era insuficiente para maniobrar sin tropezar con los envases de cartón que apilaba cerca de la puerta en un vago intento de recordarme a mi mismo que debía tirarlos.
Pisoteé unos cuantos, en mi camino hacia la cocina, bostezando contra la palma de mi mano. Apenas contaba con un par de horas antes de tener que presentarme de nuevo en el hospital. La cabeza me latía, por la falta de sueño.
Una mueca se filtró en mis labios al rememorar lo penoso de las últimas horas. Tuve que arrastrar el trasero borracho de Caleb a un taxi mientras soportaba las reflexiones ebrias de Cassie que no dispensó la decencia necesaria para cumplir mis expectativas y se mantuvo alejada de los dardos. Un tremendo fracaso era una forma de simplificar la noche.
Me pasé la lengua por los labios resecos, recibiendo una puñalada traicionera por parte de mi mente.
¿Un fracaso?
Obvié lo tremendamente familiar que me sonaba la voz de mi conciencia a la que me había acostumbrado a ignorar de forma sistemática y minuciosa. No es que considerase echar un polvo como un sinónimo aceptable de éxito. De lo contrario sería un cabrón de lo más exitoso y no un pobre interno en la puta cuerda floja.
Empujé todo aquello al fondo de mi mente mientras me inclinaba sobre la nevera que se abrió, yerma, frente a mí. Parecía un campo de batalla del que han retirado ya los cadáveres y solo quedan restos dudosamente identificables.
Joder, de puta coña.
Al menos me quedaba café. Podía subsistir un par de horas a base de un buen chute de cafeína, ya comería en el hospital. Si tenía tiempo. Mientras la cafetera burbujeaba escribí en una nota adhesiva que debía hacer la compra, ignorando los papelitos arrugados de la encimera con anotaciones similares.
Recliné los antebrazos sobre la encimera y cerré los ojos, un instante. Solo necesitaba que el mundo se detuviese un segundo para acomodarme. Había cometido suficientes estupideces por una noche y si no quería repetirlo debía hacer un análisis clínico de lo acontecido.
Dione Lennox.
Supe desde el principio que era una idea nefasta acercarme a ella.
Me lo había dejado claro en el ascensor ese fatídico día.
Yo no era de los que se quedaban sin palabras, no era un buen síntoma que me pusiera en jaque tan deprisa.
Fui consciente cada puñetero segundo, pero pequé de tomar decisiones con la polla.
Y por muy extendida que estuviera la opinión de que era un acto muy habitual en mí, solía ser bastante calculador en cada decisión que tomaba. Me gustaba la sensación de control que ejercía sobre mí y los demás. Procedía igual de cuidadoso en mi vida que en el quirófano, con un plan o al menos una noción. Sabía en que punto me encontraba y qué quería conseguir.
El café me sacó de mi abstracción cuando alcanzó tal temperatura que empezó a derramarse. Maldije con desgana y lo aparté del fuego con cuidado. Prácticamente lo absorbí antes de arrastrar los pies hacia la ducha.
Mi cuarto no exhibía mejor aspecto que el resto del apartamento, con la cama deshecha y los libros de consulta diseminados por todas partes. Conservaba los dibujos de anatomía y tenía toda una pared empelada con ellos, recortes de revistas médicas, notas adhesivas con alguna anotación de cierta patología, mapas mentales, esquemas con diferentes grados de detalle.
Me desnudé de camino al baño, con la mente embotada, sin espabilar todavía, sin que la cafeína alcanzase aún mi torrente sanguíneo.
El teléfono vibró en alguna parte, quizás en la chaqueta que había tirado por el suelo, pero no me volví. Sabía quién era y su llamada podía terminar en el buzón de voz como las demás. No tenía ni la más mínima atención de ser testigo de la parafernalia que había construido, el espejismo cruel de una vida reconducida. Era una absoluta gilipollez de la que no me apetecía formar parte.
El agua caliente me relajó los músculos de la espalda y hasta que la música del tono de llamada no cesó, no conseguí aflojar la tensión que atenazaba mis nudillos. Inspiré profundamente y vacié la mente, para ponerme a repasar los casos del día anterior, los pacientes a los que debía visitar cuando llegase.
Funcionó unos cinco minutos, me dio el tiempo justo para enjabonarme entero y lavarme el pelo, hasta que se filtró entre mis pensamientos estrictamente seleccionados, como una estrategia ruin de mi cerebro para prolongar la tortura:
Necesitas un amigo o te volverás loco.
Fue la voz de Dione, clara como si la tuviera delante, la que me lo susurró en esta ocasión, sorteando los cortafuegos.
Y sin más lo que había relegado al olvido al atravesar el umbral del piso, resurgió como un zumbido insoportable que iba escalando de intensidad. La conversación tan absurda que siguió a aquel polvo tan decadente.
Todo fue culpa de esa estúpida y sensual batería, del golpeteo de las baquetas que reverbera en mi interior. Pude recrearlo en mis párpados cerrados con lujo de detalles. Cada aspecto de esa escena que me arrebató la cordura y convirtió en un estúpido imprudente que siguió su cántico de sirena hasta el baño.
Tuve que dejar que se marchara cuando hizo el amago.
Habría sido indoloro, aséptico.
A esas alturas ya había conseguido exactamente lo que había ido a buscar: follármela. Así de simple. Era lo único que me interesaba de ella, mi motivación para aproximarme al escenario tras el bolo. Había sido una partida divertida y estimulante y cabrear al imbécil de su ex solo añadió un plus a mi satisfacción personal.
Pero todo eso había acabado para cuando mi mano actuó con vida propia y la retuvo.
Lo hice sin pensar, me sentía errático, frenético, la piel me hormigueaba por todas partes y solo actué. Fue un episodio que no puedo explicar. Una enajenación transitoria. Se me debió freír el sentido común al correrme.
Intenté ponerla nerviosa porque sus palabras me ponían a mí nervioso.
Gruñí, en voz alta, alejando la sensación de agobio que empezó a desencadenarse en mi pecho. Notaba la ansiedad tensando cada una de mis terminaciones nerviosas, a punto de estallar en mi interior. Eché la cabeza hacia atrás para que el agua me cayera en la cara y poder concentrarme en cualquier estímulo exterior que alejase los malos vicios de mi cuerpo.
Debía distraerme o terminaría exteriorizando lo patético que era como ser humano.
Pero no podía dejar de pensar, estaba demasiado reciente y mi organismo demasiado sensibilizado por el cansancio y el agua caliente.
Bien, sino podía desterrarla la usaría.
Podía adentrarme en ese infierno tan particular con el fin de escapar del otro.
Rememoré el tacto de su piel en la yema de los dedos, la forma en la que su aliento me cosquilleaba sobre la oreja cuando la tenía contra la pared y me rodeaba con sus piernas, me atraían hacia sí, la exquisita manera en la que su voz se quebraba a la mitad de un gemido cuando me hundía en su interior. La textura de sus labios, lo suave, lo bien que olía la piel de su clavícula o como sus propios dedos se aferraban a mí.
La firmeza de su culo, sus tetas apretadas contra mi pecho.
El calor, como lava líquida, espeso, abrasador.
Apoyé la mano en las baldosas resbaladizas por el vapor condensado mientras la otra buscaba a tientas mi erección. Apreté los dientes al encontrarme y naufragué una vez más en el océano color miel de los ojos de Dione. El placer me atravesó como olas encrespadas y la ansiedad se calmó en el agonizante clamor de mi cuerpo cediendo a sus instintos más básicos.
Permanecí debajo del agua hasta que empezó a entibiarse y solo entonces salí, con una toalla alrededor de la cadera.
Recogí la ropa que había dejado tirado de cualquier manera porque ya apenas me quedaba limpia y la metí con el resto, apiñada, en la lavadora, para que se llevara los últimos resquicios de aquella noche que también se habían perdido por el desagüe de la ducha.
Una hora después me encontraba franqueando las puertas del hospital con un aspecto más o menos decente. Al menos no tenía que afrontar las consecuencias de una resaca titánica, peor suerte estaba corriendo Cassie, a quien encontré con la cabeza entre las piernas en los vestuarios.
Una sonrisa canalla curvó las comisuras de mi boca conforme me aproximaba a ella, silbando a un volumen deliberadamente alto.
—Buenos días, Cass.
Solo recibí un gruñido de ultratumba, más animal que humano por su parte. Ni se molestó en alzar la cabeza. Caleb cerró la puerta a mis espaldas, masajeándose las sienes y con unas ojeras poco estéticas enmarcándole los ojos.
—Decidme que alguno tiene corrector, por favor —pronunció con la voz ronca debido a sus intentos desafinados de cantar tras la quinta cerveza.
—Caleb, tu voz es de lo más irritante —se quejó Cassie.
El chico puso un mohín.
—¿Eso es un no? Doy asco.
—No es una novedad —arremetió Cass, cuyo humor con la reseca había empeorada por imposible que a primeras pudiera parecer. Metió los dedos en su mono desecho y suspiró—. Joder, en la bendita hora que os hice caso. Esa cerveza... dios, seguro que ni siquiera puede llamarse cerveza.
—Nadie te obligó a tomarte siete —apuntillé, con tono diplomático.
—¿Siete? —Cassie sonó desamparada—. No recuerdo mucho después de la cuarta...
—Justo después de la cuarta es cuando se pone interesante —dije, sentándome a su lado en el banco—. Tuve que impedir que te subieras a la barra. Me daba miedo que empezaras a despelotarte.
—Eso no pasó —musitó la chica e irguió con dificultad la espalda, sus ojos buscaron los míos con una mezcla de hastío y desesperanza—, ¿verdad?
Me encogí de hombros.
—Quién sabe —fue mi única respuesta.
—Caleb...
—A mí no me mires —se defendió el chico, mostrándole las palmas de las manos—. Tampoco ando sobrado de claridad mental. Lo último que me suena es... tu propuesta de beso de tres.
—¿Beso de...? —se atragantó, siendo incapaz de completar la pregunta.
—Tres —la ayudé, como buen samaritano.
—Estarás de coña —la mirada que le dirigió a Caleb habría sido capaz de congelar el infierno, pero el chico la desestimó con un locuaz encogimiento de hombros—. No voy a volver a beber nunca más.
—Todos dicen lo mismo —Caleb se apoyó en la fila de taquillas—, es cosa de la resaca. Se te pasará.
—Nunca volveré a salir con vosotros —prometió con voz solemne.
—Cass, confía en mí —le puse una mano sobre la espalda con una sonrisita de pura maldad—, el problema no fuimos nosotros, sino más bien tu falta de inhibición, lo que me conduce a pensar que te reprimes demasiado —. Afiancé mis palabras con unas palmaditas—. Quizás deberías dar rienda suelta a tus impulsos para que tu versión borracha se calme un poco.
Cassie se incorporó, de forma penosa, para alejarse de mi toque.
—Por favor deja de hablar.
—Pero es que me encanta hablar. Puedes intentar callarme... si quieres —esta vez mostré los dientes en una sonrisa plena.
Cass se estremeció por la insinuación de algo que juzgué como repulsa y buscó un consuelo desesperado en Caleb que trataba de obtener una mejor visión de sus ojeras en la pantalla de su teléfono móvil. Cerró los dedos en el tejido de su uniforme.
—Caleb, te lo ruego, dale un puñetazo.
—¿Estás loca? —interpeló el castaño, sin despegar los ojos de su reflejo—, ¿tú le has visto? Si me lo devuelve no lo cuento. Además, Cass... —suspiró, metiéndose el teléfono en el bolsillo y girándose hacia la chica— soy pacifista, promulgo el amor. Y médico, también, abogo por la salud humana.
Cassie entrecerró los ojos y sus fosas nasales aletearon.
—Creo que si te asesino mi ansiedad mejoraría.
Caleb alzó perezosamente las cejas y una sonrisa divertida iluminó su boca.
Debía ser masoquista si profesaba algo que no fuese cautela por esa neurótica.
—Detente o pensaré que estás tonteando conmigo.
La chica apartó la mano que aún tenía sujeta a la tela de su camisa ante sus palabras, de forma tan rápida que es como si se hubiese quemado.
—¿Qué coño dices?
—Nada —la sonrisa de Caleb se consolidó—. Ahora dime, ¿tienes corrector o no?
—En el neceser.
—Perfecto, no es mi tono, pero todo es mejor que esto. Pasé mi época emo en el instituto. De los errores se aprende.
Espero.
Me abstraje de su conversación hasta que el residente entró en la puerta con una energía poco asumible para nuestros maltratados organismos. Repartió los casos y nos asignó sin escatimar en reproches por lo irresponsables e idiotas que éramos. Unos niños inútiles y hedonistas, así nos llamó. Era un tipo de lo más desagradable y la mayor parte de los días debía hacer un esfuerzo titánico para no responderle. Porque era un cirujano cojonudo. Y el ego era su punto más débil. Comerle la oreja era el abordaje más práctico, aunque... joder, seguro que era el triple de satisfactorio partirle los dientes.
Como la dimensión agresiva de mi personalidad se limitaba a los insultos y a la cama si era requerida, dominarme era sencillo, pero agotador.
Por suerte aquel día Caleb fue el afortunado en pringar con él en urgencias y Cassie y yo fuimos asignados tras las rondas a la doctora Baker.
El hospital era considerado de prestigios por tres motivos principalmente:
Katherine Baker, David Parker y Preston Walker.
Era la Santísima Trinidad en cirugía.
Tres dioses en sus respectivos campos.
Y la doctora Baker era experta en cirugía pediátrica y neonatal.
—Los bebés me dan repelús, espero que tenga más de seis años —me susurró Cassie, al salir al pasillo.
—Eres todo dulzura, Cass.
La chica puso los ojos en blanco.
—No me digas que te flipan esos sacos de mocos y berridos.
—No me disgustan especialmente —confesé.
—Son futuros adultos disfuncionales —se lamentó—. Y no hablan. Me pone nerviosa que no hablen. Que no me pueda comunicar con ellos.
Sacudí la cabeza, resistiendo el impulso de reírme ante su expresión crispada.
—Relájate, o espantarás al crío —me detuve cuando algo empezó a vibrar en mi pantalón—. En fin, adelántate, iré enseguida.
Los ojos rasgados de la chica se expandieron con horror.
—¿Me vas a dejar sola?
—Sobrevivirás —farfullé, antes de echar a correr por el pasillo.
Era un aviso de la habitación de la señora Harper.
Me bastó internar en el pasillo que conducía al cuarto para escuchar su voz con una nota histérica y apremiante. Apreté el paso para llegar más rápido y lo ralenticé en el último instante, no quería perturbar más la escena con una entrada brusca. Boris se afanaba por calmar a la pobre mujer que movía con demasiada brusquedad los brazos, tenía un hematoma enorme donde antes tenía insertada la vía que parecía haberse arrancado.
—¡No te acerques! —bufó, dando un manotazo a Boris—. ¡No des un paso más! ¡No me toques...!
—Señora Harper —el tono de Boris era forzosamente calmado—, por favor, déjeme colocarle la vía de nuevo. Solo es un análisis de sangre rutinario.
La mujer se zafó nuevamente.
—¡Rutinario! —rugió y la voz se le rompió en el punto más alto, momento en el que su pecho empezó a convulsionar—. ¡Siempre decís lo mismo! ¡Me quiero ir a mi casa! ¡Dejadme en paz! ¡Prefiero morir ahí que seguir aguantando esto!
—No se va a morir —interviene. Durante el jaleo había aprovechado para posicionarme cerca de la cama. Estaba demasiado concentrada lanzando espumarajos por la boca contra Boris como para detectar mi presencia. Dejé caer mi mano sobre la suya, que no dejaba de temblar—. Pero sí va a matar a Boris de un disgusto si sigue gritándole. Mírele, está pálido.
La mujer se giró hacia mí, con el rostro contraído, a manchas rojizas que acentuaban lo amarillento de su tez enferma. No quedaba ni un atisbo de la mujer risueña que solía ser en esa máscara de terror marchito, como si se hubiese podrido en las simas de sus pupilas que me enfocaban a duras penas a través de las lágrimas.
—Todos sois unos mentirosos —habló, esta vez con muchísima menos fuerza, a punto de romperse—. No... no me toques.
Apartó su mano y no protesté, flexioné las rodillas para acuclillarme los centímetros necesarios para quedar a su altura. Las máquinas pitaban y las silencié sutilmente, para no aturrullara más. Necesitaba que se centrase en mí. Solo en mí.
—Sé que duele, que es un infierno, señora Harper, pero debe ser fuerte y resistir un poco más. Solo un poquito más —hice un amago de tocarle el brazo y, en esta ocasión, no lo retiró. Su arranque violento la había dejado exhausta y las ojeras se le marcaban de un azul preocupante. Le concedí una sonrisa suave—. Tiene que confiar en nosotros. En mí. En Boris. Confiar que solo queremos lo mejor para usted.
La mujer separó los labios, boqueó antes de encontrar las palabras.
—Estoy cansada. Cansada de sufrir. De echar de menos a mi marido. De marchitarme en esta cama. Cansada de estar sola.
—No está sola, me tiene a mí —con muchísima delicadeza tanteé la zona afectada de su brazo. Le hice un gesto a Boris para que me pasara lo necesario si quería limpiarle la herida, desinfectarla y volver a colocar la vía. Pero no dejé de hablar en ningún momento—. ¿Se acuerda de Dione? La chica del pelo rosa.
La señora Harper asintió.
—Ayer coincidí con ella y me preguntó por usted. La echa de menos, ¿y sabe por qué? Porque le causó una gran impresión como la mujer increíble que es. Ha prometido venir a jugar a las cartas con usted.
—Era terrible jugando a las cartas.
Me reí, desviando la mirada el tiempo estrictamente necesario para volver a colocarle la vía en su sitio, que entró con facilidad. La mujer ni se inmutó.
—Seguro que sí. Pero toca y canta como los ángeles, ¿la escuchó cantar alguna vez?
—No tuve el placer.
—Tendrá que pedírselo cuando venga a verla.
La señora Harper asintió, sin atreverse a despegar los labios, tensionándolos en una fina línea, en un esfuerzo de no derramar más lágrimas. Su respiración paulatinamente se fue haciendo más regular y estable, su pulso se relajó y sus constantes volvieron a la normalidad.
Le acaricié los escasos mechones de la frente, distrayéndola para que no se percatara de la jeringuilla en mi otra mano. Boris aguardaba a mi espalda, en silencio.
—¿Cómo sabes que vendrá a verme? —pronunció por fin.
—Lo sé porque no parece de las que hablan por hablar. Si lo dijo, lo cumplirá —mi voz fue melosa, susurrante, mientras apoyaba con mimo la aguja contra su piel. No pude evitar sonreír fugazmente al dar con el vaso a la primera.
La mujer tragó saliva, reclinándose un poco contra los almohadones, pero cediendo por fin. Me concentré en la tarea para ser rápido y efectivo y no prolongar su angustia ni un segundo más de lo prudente. Una vez que tuvo la muestra, Boris salió de la habitación.
—Yo también la echo de menos.
—¿Hm? —farfullé distraído, chequeando las pantallas.
—A Dione. Es una chica encantadora.
La sonrisa se me torció en los labios.
—Lo es —coincidí, reprimiendo una risa.
Encantadora no era el adjetivo que usaría para describirla, no cuando arqueaba de esa manera la espalda.
—Espero que venga pronto —suspiró, colocando las manos entrelazadas sobre su abdomen y cerrando los ojos, dejándose mecer por el cansancio y los calmantes.
No respondí.
No pude hacerlo cuando mi interior se dividió en una cuestión irreconciliable. Una parte de mí rechazó por completo la idea de volver a cruzármela. Demasiado complicado. Su presencia entrañaba un riesgo que no estaba demasiado dispuesto a asumir. La idea me repelía.
Pero... joder, por otro lado, me atraía.
Tras comprobar que la crisis de la señora Harper había alcanzado un fin pacífico me erguí. Cassie debía estar volviéndose loca con un bebé en brazos y era una imagen de la que no me apetecía privarme durante más tiempo.
Me topé con Boris en el pasillo, quien se retorcía los dedos con un nerviosismo ansioso.
—Gracias —me soltó, de forma apresurada, cuando pasé por su lado.
Alcé las cejas, burlón.
—Que raro escucharte esa palabra en este contexto.
Boris tensó la mandíbula.
—Lo digo en serio, capullo. Has estado increíble ahí dentro.
—Otra frase que...
—Déjalo —me enseñó los dientes, lo que amplió mi sonrisa.
Inspiré y rebajé un poco mi humor.
—De nada —respondí con simpleza, quitándole seriedad al asunto—. Es mi trabajo.
—No te creas —. Boris se rascó la ceja—. Hay médicos que habrían pedido personal para reducirla y ponerle un calmante, de no haber podido ellos. Tú has hablado con ella, le has tranquilizado. No la has tratado como si fuese una histérica, sino como un ser humano asustado y vulnerable.
Torcí el gesto, con incomodidad.
—¿Estás tratando de buscarme escrúpulos?
—No —me dio una sonrisa de suficiencia, que me crispó los nervios—. Solo digo que no eres tan gilipollas como pretendes hacer ver.
—Si tú lo dices... —cargué con sarcasmo.
Antes de que le diese tiempo a seguir resaltando cualidades que no me interesaban lo más mínimo lo esquivé. Lo dejé plantado con la palabra en la boca. Porque pasaba de escuchar tonterías sobre mi humanidad. El cerebro de ese chico era poco objetivo teniendo en cuenta las actividades que compartíamos dentro del armario de material.
Cuando llegué a la habitación en la planta de pediatría solo estaba Cass.
—Has tenido suerte —ronroneé, reposando mi mentón sobre su hombro. La chica pegó un brinco al escuchar mi voz tan próxima a su oído y me descojoné en bajito, relamiéndome—. Es un crío de seis años.
El niño dormía plácidamente, envuelto en sus sábanas de dinosaurios.
—¿Dónde estabas?
—Con una paciente.
Por la forma en la que frunció los labios su mente se tiñó de podredumbre.
—Quien hambre tiene en pan piensa, Cass.
—No seas cretino. La doctora Baker ha preguntado por ti.
—Hablaré con ella y se lo explicaré.
—¿Sois muy íntimos? —quiso sonar desinteresada.
—Pensaba que no albergabas ni una sola duda respecto a ese tema.
Me fulminó, indignada.
—Pretendía darte el beneficio.
—No desgastes tu caridad cristiana conmigo —pinché, ensañándome un poco.
—Me duele demasiado la cabeza para esta mierda —. Se alejó un par de pasos de mí, frotándose el puente de la nariz con dos dedos para diluir la presión que se acumulaba en su cráneo. Un gorgojeo se atoró en la parte superior de su garganta—. El universo me va a tener que retribuir por soportar a gente como tú.
—Por favor, no te pongas a divagar sobre el karma otra vez —pedí, cruzando los brazos sobre el pecho en actitud de rechazo.
La chica me evaluó con una mirada fría y altiva. Algunos mechones habían escapado del desastre que tenía por moño y le daban un aspecto menos estirado que de costumbre. Chasqueó la lengua contra el paladar antes de esbozar una sonrisita condescendiente.
—Puedes elegir creer o no, te joderá igual.
—El concepto del karma es una tontería, Cass. Un consuelo para imbéciles. No creo ni en él, ni en la energía mística que controla el universo, ni en ningún puto Dios —repuse, con desgana.
—El equilibrio existe, Hank. Puedes intentar que suene como un desvarío de pirados, pero no es así. Es tu opinión. Una de millones.
—Bien —repliqué—. Si crees en el equilibrio... en el karma, en que vivimos en un sistema que se compensa... ¿cómo explicas esto? —hice un gesto elocuente para abarcar el hospital, el puñetero planeta moribundo repleto de imbéciles—. Ves gente morir, gente de todo tipo, los ves sufrir a diario por enfermedades terribles. A sus familiares derrumbarse. ¿Hay una razón?
Cassie no se amedrentó.
—Tiene que haberla.
Me carcajeé sin poder ni querer evitarlo, pero Cassie ni pestañeó.
—Tu karma debe ser especialmente complicado —reflexionó, dando un paso en mi dirección, lento, estudiado, clavándome una mirada inquisidora—. Eres contradictorio. Sacrificas tu sueño y tu propia vida para salvar la vida de otras personas, pero... ¿por qué? ¿ego? ¿complejo de dios? ¿o es que estás huyendo de algo? Usas a la gente para conseguir lo que quieres: un polvo, un favor, una oportunidad. Me pregunto que aspecto tendrá.
Le acaricié la barbilla con la yema de los dedos.
—En serio, Cassie, necesitas dormir.
La chica se encogió de hombros.
—Búrlate. Llegará. Lo hará y te pondrá patas arriba. Y ojalá estar en primera fila para ver como te das la hostia del siglo.
—Suena a profecía. Yo intento ponerme serio, de verdad —carraspeé—, pero joder, es que suena a chiste.
—No es...
—¡Chicos!
La doctora Barker apareció en la puerta, con una turbación impropia de ella, apurada.
—Venid conmigo, deprisa —urgió y desapareció por el pasillo.
Cassie y yo intercambiamos una mirada, algo aturdidos, antes de reaccionar y salir tras la mujer que corría con una agilidad pasmosa sobre unos tacones de aguja.
Tenía que ser grave si la había alterado hasta ese punto.
Y cuando entré en la sala de urgencias, lo comprendí.
También tuve la vaga certeza de que Cassie tenía razón en cuanto el destello rosa capturó toda mi atención, irremediablemente.
Feliz Navidad, primores.
Os quiero un montón, gracias por estar un año más junto a mí, un capítulo más. Lo aprecio muchísimo. Son las primeras Navidades que no tengo finales en enero yyyy WAR IS OVER, más o menos jeje.
Opinión AQUÍ.
No olvides dejar tu estrella y comentar, que me alegra los días.
Se vienen cositas.
I love u.
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