9 | Traumático amor de Secundaria
Repasé la conversación al menos diez veces durante los descansos entre las clases (sin mencionar las otras tantas que la había mirado la noche anterior). Seguía tan sorprendida que aún no había contestado, ni siquiera al recibir los siguientes mensajes a primera hora de la mañana.
"¿No te parece bien que nos veamos?" Había escrito. "Ya te he dicho que nos conocemos".
Ya, ya.
"De todas formas, si no te fías, podemos quedar en un lugar público donde haya gente" había continuado. "También puedes venir con Soo Bin. No me importa".
No. Ni hablar.
No podía negar que el tal X4 no sonara simpático ni tampoco que no se diera un aire amable que me llamaba bastante la atención. Sin embargo, mi cabeza dudaba de la sinceridad de un chat que procedía de Último Deseo.
¿Y si era un engaño? ¿Y si lo que ocurría era que alguno de mis compañeros de clase me había identificado y quería conseguir los cien preciados puntos a mi costa para subir de nivel? Después de lo que le había pasado a So Ho me podía esperar cualquier cosa.
Por eso, al final, decidí no solo dejarlo estar sino que, además, para ahorrarme la tentación de contestar, desinstalé la aplicación. Sí, fuera. "Usuario, todavía no tienes puntos". "Usuario, ¿por qué no te has conectado hoy?". "Usuario, bla, bla, bla". Las notificaciones eran insufribles y, además, ahora que había detectando por la geolocalización que Lonely, el autor de mi mensaje objetivo, acudía a clase de Psicología del Deporte, tampoco la necesitaba. Total, ¿para qué? Si le daba al botón y fallaba, terminaría bloqueando el deseo y, en caso contrario, la verdad, pasaba de recibir esos dichosos puntos.
Comprobé en la pantalla que el icono había desaparecido antes de suspirar, reafirmarme en que había hecho lo mejor y echarle un vistazo al asiento de la lado, que debía de ocupar So Ho pero que estaba vacío. Pobrecillo; lo debía de estar pasando fatal. Anoche nos habíamos estado mensajeando y, a pesar de que me había jurado y perjurado que se había calmado y que no le costaría mucho pasar página, no había venido a clase y, a eso de segunda hora, me había escrito diciendo que lamentaba no poder aparecer por el campus porque necesitaba tomarse unos días.
Unos "días". Igual que Jung Kook, que empezaba su semana de expulsión y al que, por lo tanto, tampoco podría ver.
¿Cómo lo estaría llevando? No competir había sido un palo enorme para él. ¿Seguiría enfadado o habría entrado ya en la fase del desánimo? Me metí en la agenda, con los ojos clavados en su número de teléfono. ¿Le llamaba? No, no, eso era demasiado. Entonces, ¿le escribía?
"Hola".
Lo borré al instante. Se leía soso. Muy soso.
"Ey, ¿qué tal?"
Tampoco.
"¿Necesitas que te consiga los apuntes de alguna materia?"
Arg; pero qué chorrada. Si ni siquiera íbamos a la misma carrera.
"¿Vas a ir luego al restaurante?"
Uf, evidentemente. Hoy le tocaba cerrar a él y en eso, al menos, solía cumplir.
"¿Has podido dormir?"
Resoplé y sacudí la cabeza.
"Espero que estés bien".
No, no, no.
—¿Se puede saber qué mosca te ha picado? —Soo Bin levantó la cabeza de los ejercicios de Análisis de datos, la asignatura de Estadística que ambas arrastrábamos desde el año pasado y que, en teoría, estábamos repasado, y me señaló el cuaderno—. No estás trabajando. No me digas que al final te has enganchado a Último Deseo.
—Nada de eso.
Empezó a reírse como una colegiala.
—¡No te creo! —Metió la cabeza en mi pantalla—. A ver, ¿cuántos puntos tienes? Seguro que a lo tonto has... —Se interrumpió y su tez adquirió un blanco cetrino—. ¿"Indeseable"? —Leyó el nombre que le había puesto al contacto—. ¿Quién es "indeseable"? —Parpadeó—. No será quien yo creo, ¿verdad?
—¿Y a ti qué más te da quién sea?
La aparté de un empujón.
—¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! —Ahogó varios gritos seguidos—. ¡Ah, no puede ser! ¿Mister Egocéntrico te ha dado su número? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Por qué?
Por supuesto, lo último que quería era darle explicaciones pero me olía que si no lo hacía no me dejaría en paz y no estaba dispuesta a tenerla pegada todo el día.
—Me lo dio ayer, por lo de la expulsión —improvisé—. Para que le mande los apuntes de Psicología del Deporte.
—Claro, claro.
No me creía. Normal. Ni yo lo hacía.
—Reconoce que te lo ha dado por ese tonteo que os traéis encima —decidió entonces—. Te ha elegido como víctima y tu, ingenua, quieres ir de diva con él pero estás cayendo y lo peor es que no te estás dando cuenta.
—No, no estoy cayendo.
—Vaya que no.
—Ya déjala, Soo. —Yo Young, que nos acompañaba para avanzar en sus lecturas sobre Personalidad, intervino con su tono reflexivo—. ¿Por qué te metes en su vida personal?
—No me metería si no se tratara de Jung Kook.
—¿Y eso por qué? —Mi compañera esbozó un gesto de incomprensión—. ¿Qué tiene que sea Jung Kook? ¿Te estás dejando arrastrar por los prejuicios y los rumores?
—No son rumores sino realidades —se defendió—. Está más que comprobado que es un mal tipo.
—No tanto —salté, sin pensar—. Tiene sus cosas buenas.
Ambas volvieron sus rostros interrogantes hacia mí. Arg. Genial. Ya la había liado.
—Me refiero a que ayudó a So Ho —me apresuré a explicar—. Le hubieran dado una paliza si no se hubiera metido.
—Lo hizo para ganarse tu confianza, Vero. —Soo Bin me dirigió un último vistazo de desaprobación antes de regresar a sus ejercicios—. Pero, bueno, tu verás lo que haces.
El resto del día transcurrió con la rutina habitual hasta que llegó el cambio de clase del mediodía y tuve que acercarme a la zona de los casilleros, en la otra punta de la facultad, a por por el libro de Neurociencias (dejarlo allí me daba una pereza absoluta pero el manual era tan grande que no había forma humana de llevarlo conmigo durante el día).
Fue allí en donde me topé con un par de chicas que estaban tirándose de los pelos (literalmente) porque una había cumplido el deseo que la otra quería sin que nadie, absolutamente nadie, hiciera nada por separarlas. En fin. Por lo visto esa era la parte de la realidad inmodificable que nos tocaba aguantar; ¿verdad, Kim Seok Jin?
"Te mando una sorpresa". El inesperado mensaje de Jung Kook me dejó con la boca abierta. "No metas la pata".
Parpadeé, confusa.
"¿Y por qué habría yo de meter la pata con qué?"
No me dio tiempo a leer la respuesta.
—¡Verónica! —Park Jimin apareció de la nada y se me plantó delante, con una sonrisa de oreja a oreja—. ¡Verónica, gracias! —Me agarró de ambas manos—. ¡De verdad, muchas gracias! ¡Gracias!
—¿Por... ? —Su expresión ilusionada me dejó traspuesta—. ¿ ... Qué?
—Por hacernos el reservado de la mesa —explicó—. Es muy importante para mi familia.
Vale. Reserva. Mesa. Restaurante. La sorpresa de Jung Kook. Ay, Dios.
—Mi hermano adoraba tu restaurante. —Jimin continuó hablando—. No sabía que los dueños fueran tus padres.
Reparé en el "adoraba". Hablaba en tiempo pasado.
—El año pasado ya intentamos ir a comer allí, como parte de la conmemoración del aniversario de su muerte, pero lo hicimos un poco tarde y nos dijeron que todo estaba ocupado —continuó—. Fue muy triste no poder hacerle honor en su lugar favorito y mi madre se echó a llorar. Por eso te agradezco infinitamente por hacer posible que este año pueda ser diferente.
Creo que se entiende que, ante semejante revelación, me saltara la clase de piano y me fuera directa al restaurante, que aún no había abierto para las cenas, en busca del autor del asunto en cuestión, al que encontré en la cocina, removiendo las ollas que mi padre había abandonado para ponerse a discutir con los del reparto de soyu en la calle por algo sobre unas mercancías que faltaban.
—¿Pero tu qué le has dicho a Park Jimin? —Entré como una exhalación—. O sea, ¿lo conoces? Qué fuerte. Y, ¿sabías que yo iba detrás de su historia? Eso me parece aún más fuerte. Casi tanto como la mentira que le has echado. Porque tienes narices, Jeon Jung Kook. Muchas narices.
—Primero se dice "hola". —Se mostró tan tranquilo—. Y después se dice "gracias".
—También se dice con antelación lo que uno tiene en mente hacer cuando eso va a implicar a otro.
—¿Ves cómo eres? —Apagó el fuego y se llevó la mano al pecho—. Te intento ayudar con lo del deseo y tu a cambio me devuelves el látigo de tu ira. —Ladeó la cabeza, con sorna—. Menos mal que te estás pensado darme un margen porque si no pobre de mí.
Tengo que reconocer que el comentario fue muy certero. Certero y simpático. Tanto que la risa se me escapó por un momento.
—¿Y ahora de que te ríes? —Él se hizo el ofendido—. ¿Te divierte lastimar mis sentimientos?
—Okey, vale, vale, lo siento. —Me dejé caer en la mesa en donde solíamos comer cuando estábamos trabajando—. Reconozco que he venido con las pilas demasiado cargadas. Sí que te lo agradezco. Solo me ha descolocado.
—Te perdono si vienes.
Sacó del bolsillo un pequeño ticket rectangular y lo depositó frente a mí. Era amarillo, sin dibujos, y en él se leía en letras negras: "Semifinales de los cuatrocientos metros valla. Torneo Inter universitario".
¿Ah? Casi suelto un grito.
—Venir a verme es el agradecimiento que me debes por ponerte en bandeja la posibilidad de analizar la cabeza de Park Jimin a tus anchas cuando acuda a cenar con sus padres.
—¿Vas...? —Releí las líneas—. ¿Vas a competir?
Asintió. Salté de la silla.
—¡Eso es genial! —No controlé el impulso y le así del cuello, llevada por el entusiasmo—. ¡Felicidades! ¡Estarás muy contento! ¡Enhorabuena! ¡De verdad, es...!
Su olor, a fresco pese a haber estado entre fogones, y la calidez de su piel me hicieron interrumpirme. Ahí estaba otra vez esa atracción que no me dejaba razonar.
—¿Genial? —Completó por mí, a tan solo un centímetro de mi cara—. Entonces, ¿vendrás?
Tragué saliva. La cabeza se me fue al desván. No, no. Alto. No.
—¿Cómo te las has arreglado para te dejaran participar? —Le solté y fingí interesarme en el contenido de las ollas, a fin de ampliar distancia y calmar mi estúpido pecho desbocado—. ¿Hablaste con el decano y le pediste perdón?
—Verás... —Se apoyó en la encimera, dudoso—. Quizás no debería contarte esto pero la verdad es que he robado el parte del expulsión.
La mandíbula se me descolgó hasta el suelo pero entonces rompió a reír, con ganas, y entendí que me estaba tomando el pelo. Uf, menos mal.
—Hay que ver qué crédula eres, Vero. —Se me aproximó de nuevo—. En realidad he seguido tu consejo, aunque solo en parte porque no he hablado con el decano —susurró—. Con quien he hablado ha sido con Kim Seok Jin y, apelando a su amor por la empatía, me ha echado el cable que necesitaba para que me dejaran correr.
Aquello me pareció extraño pero no pude comentar nada porque mi padre no tardó en entrar, hecho una auténtica marabunta, e interrumpió la conversación.
—¿Habéis visto a ese impresentable? —exclamó—. ¡Me cobran cincuenta cajas y me traen cuarenta! ¿Dónde está el maldito talonario de los recibos? ¡Les voy a poner una reclamación!
Y así, guiada por la histeria frenética paternal, fue como terminé en el almacén, en busca de los susodichos recibos, con el pulso todavía acelerado y una sensación de desesperación en las entrañas fuera de lo normal.
Ya era la segunda vez que me sentía así. No, la segunda no. La tercera. Pero vamos a ver, ¿a qué rayos aspiraba yo en la vida? ¿Qué me ocurría?
Me dejé caer sobre una enorme caja de latas mirando (y al mismo tiempo sin mirar) las estanterías en donde se guardaban los registros y documentos del restaurante. Ay, de verdad. Era demasiado estúpido por mi parte sentir algo por Jung Kook distinto del rencor y de mis deseos de aplastarle. No podía obviar cómo se había burlado de mis padres ni lo que le había hecho a Gi Oh pero, por encima de todo, si había algo a lo que me tenía que agarrar era a lo que, en el pasado, me había hecho a mí.
Mi vida amorosa se había convertido en un compendio de inseguridades y desconfianzas por su culpa y mi autoestima relacional se había visto seriamente mermada debido a la humillación a la que me había sometido en Secundaria. Porque sí, mi desamor, ese que me había dejado destrozada por completo, había sido Jung Kook.
Aún recordaba como si de ayer mismo se tratara cuando había llegado nuevo al barrio y mi madre lo había invitado a casa porque era vieja amiga de la suya, bajo la excusa de que no conocía a nadie y que se sentía muy solo. En ese entonces ambos teníamos catorce años y, aunque me esforcé por tratarle bien y brindarle confianza, él, lejos de corresponder, se dedicó a molestarme toda la tarde con sus gracias sin gracia, y las tardes siguientes no fueron mejores. Ni las siguientes. Ni las siguientes a las siguientes.
Le encantaba esconderse por las zonas oscuras de la casa y darme sustos cuando menos me lo esperaba, me metía caracoles y arañas de juguete en los zapatos y se reía de mi ropa y de mi cara llena de los granos propios de la pubertad (claro, como a él no salieron...). Era inaguantable, en todo el sentido de la palabra, y así fue durante los dos años siguientes, hasta que cumplimos dieciséis y, misteriosamente, dejó a un lado las tonterías y empezó a tratarme bien.
Las burlas se trasformaron en sonrisas y los sustos en animadas conversaciones sobre música, juegos o películas que solían producirse a la salida de clase, porque, de una forma u otra, siempre me lo terminaba encontrando por el pasillo. Fue la época en la que más tiempo pasamos juntos. Solíamos pasear por los parques, comíamos en puestos de comida, nos íbamos a echar la tarde a los locales de videojuegos de la zona y nos reíamos muchísimo. Jamás me habló de él. Nunca mencionó dónde vivía ni con quién, lo que le gustaba comer o cuáles eran sus aficiones pero me sentía tan a gusto a su lado que, sin darme cuenta, terminé por aceptar su hermetismo personal y a quererle simplemente por su forma de comportarse conmigo, por las sonrisas que me dedicaba y por la maravillosa forma que tenía de darle la vuelta a mi estado de ánimo cuando estaba triste por cualquier tontería. Empecé a amarle por ser "él". Y, entonces, ocurrió.
Una tarde se presentó en mi casa, con las manos a la espalda y una cara de vergüenza absoluta, y me dijo que le gustaba. Dijo que sentía algo muy fuerte por mí y que no podía sacarme de su cabeza. Dijo que creía haberse enamorado y que me necesitaba porque era "lo mejor que tenía su vida". Y yo, claro, me emocioné y terminé confesándome también.
Costaba olvidar su abrazo de entonces. Sus labios explorando los míos, tímidos e inseguros y su susurro en mi oído al decirme que su corazón era completamente mío y que, pasara lo que pasara, nunca dejaría de serlo. Y costaba mucho más no rememorar su cuidado al desnudarme. Su suavidad al acariciar mi piel y su miedo a lastimarme cuando, entre los dos, nos las arreglamos para poner bien el preservativo e introdujo su miembro en mi cavidad, para a continuación empezar a moverse, con cuidado y al mismo tiempo con una torpeza evidente que terminó por dolerme pero que al mismo tiempo me dejó con una sensación indescriptible en el cuerpo.
Aquella fue la primera vez para los dos. Y también la única que tuvimos porque, al terminar y vestirse, me propuso quedar en el parque al día siguiente para tener una cita y no se presentó, y, para cuando me lo volví a encontrar, cinco días después, la cara de desdén que me envió cuando me interesé por lo que le había pasado, fue peor que mil puñales clavados en el estómago.
—¿Es que me tiene que pasar algo?
—No pero como el otro día habíamos quedado pues... —En ese momento me había empezado inquietar—. Estaba preocupada por ti.
—¿En serio te lo creíste?
Las piernas me temblaron.
—¿Creerme qué?
—Sí. —La prepotencia que exhibieron sus ojos me hizo sentir minúscula y ridícula. Muy ridícula—. Que alguien como yo se fijara en serio en alguien tan lamentable como tu.
N/A: Y por fin conocemos el trauma de Vero y el motivo real por el cual le tiene tanto coraje a Jung Kook y se sintió tan mal cuando vio lo que le pasó a Gi Oh. Sin embargo, parece que está cayendo... ¿En lo mismo otra vez? ¿O será que no?
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