25 | Confesión
—¿Y qué sientes exactamente? —La pregunta se me escapó pero, por suerte, me di cuenta y la reconduje antes de que abriera la boca—. No, espera —frené—. Antes de nada, hay algo importante que tengo que darte.
Me acompañó escaleras arriba, envuelto en una seriedad y un silencio tan solo interrumpido por el sonido entrecortado de su propia respiración, alterada tras haber estado llorando. Abrí, sin preocuparme de si entraba o se quedaba en la puerta, encedí la luz, fui directa a la maleta y, en un segundo, ya le había tendido el sobre, con resolución y al mismo tiempo con un miedo enorme metido en el pecho.
—Ten. —Me esforcé por sonar con templanza—. Te lo devuelvo.
Miró el dinero y luego a mí, con los ojos aún vidriosos y completamente descuadrados.
—¿Me lo vas a dar? —Me pareció que la mirada se le apagaba todavía más de lo que ya la tenía—. ¿Por qué?
—Porque no es mío y no deseo seguir teniéndolo.
—Ah... —Su expresión adquirió un matiz de resignación al cogerlo, sin contarlo ni echarle siquiera un vistazo al interior—. Ya... —murmuró —. Te agradezco la deferencia que estás mostrando al deshacerte de mí con tanto tacto. Es todo un detalle.
—¿Qué estás diciendo? —La reacción me dejó atónita—. Te lo quiero devolver porque no quiero estar luchando contigo cada dos por tres.
—Ignoraba que mi compañía te supusiera una "lucha".
Rayos.
—Me parece que no me estás entendiendo.
—¡Ni tu a mí! —levantó la voz—. ¡Está claro que no lo haces! ¿Me das el sobre porque no quieres seguir aguantándome? ¿O qué es lo que quieres que entienda? ¿Que a lo mejor mi sinceridad te ha terminado dando la pena que tantas veces has negado tenerme? ¿Que estás a punto de empezar a salir con alguien y no quieres dejar ni un mínimetro de duda con respecto al lugar en el que estoy yo?
Cielos santo. No se podía con él. Le daba la vuelta a todo.
—Estás rematadamente loco —me enojé, claro, y, en contra de mi idea inicial (que, en teoría, se iba a limitar a reconocer que había perdido el reto) salté al contratataque—. ¿En qué momento he dicho yo algo así?
—En el momento en el que te confieso que te quiero y tu respuesta es tirarme el dinero a la cara.
Pero qué... Había dicho que...
No. Calma.
—Tu no has dicho que me quieras —me defendí—. Oigo muy bien. En ningún momento lo has dicho.
—Lo que tu digas.
—Pues sí, es lo que yo digo, porque, perdóname la sinceridad, eres un pelín ambiguo y es bastante complicado saber lo que te ronda por la cabeza y las intencio...
—Te quiero —me cortó—. ¿Te parece ambiguo ahora? ¿Quiere que te amplíe la información?
El corazón me dio un salto enorme en el pecho.
—Te echo de menos, me arrepiento mucho de haberte apartado en el hospital y me jode tremendamente ver cómo te relacionas tan bien con Tae Hyung porque, aunque deteste reconocerlo, me gustaría ser como él —prosiguió, de corrido—. Me gustaría ser trasparente y tener el talante afable. Me gustaría ofrecerte compañía y cariño cada vez que te notara ausente y también me gustaría ser capaz de hacerte reír porque, aunque no lo creas, si hay algo que deseo, es que seas feliz.
—Jung Kook...
—Quisiera poder decirte lo mucho que te amo cada vez que lo pienso y no tener tantos traumas en la mente que me hagan actuar de forma contraria. —No paró—. Quisiera no apartarte cuando me siento mal porque me aterre la idea de perder el control y terminar convertido en algo así como mi padre o Hang, y abrazarte con libertad cada vez que me apetezca. Quisiera estar contigo como te mereces y no de la detestable forma en la que lo hago.
Arrojó el dinero contra la cama, con fuerza. El sobre patinó sobre la colcha y cayó en un lugar que no alcancé a mirar, tan aturdida estaba por lo que acababa de escuchar. No podía creerlo pero a la vez lo creía todo. Y me sentía rara, como en un sueño, y a la vez asustada. Asustada porque lo que sentía se me estaba desbordando.
—Ahora ya no puedes decir que te resulto ambiguo.
Me dio la espalda. Se dispuso a salir del dormitorio. No, un momento. Yo...
—Buenas noches, Vero, y gracias por los consejos de antes —finalizó, ya con los pies en el pasillo—. Trataré de crear un círculo nuevo y me esforzaré por relajar mis negatividades en él, como sugeriste.
Me costó reaccionar y darme cuenta de que de verdad se estaba marchando. Sin escucharme. Sin darme pie a que le contestara. Sin saber mi parte. Y mi parte era importante.
—Espera —me lancé—. Es mi turno de hablar.
—No, gracias —Agitó el cabello castaño a ambos lados—. El otro día, en las escaleras, ya me dejaste bien claro que no sentías nada. No te preocupes, tengo buena memoria. No necesito que me lo repitas.
—Pero te mentí. —Los nervios, o quizás la desesperación, provocaron que mi propia voz sonara extraña—. En realidad he deseado abrazarte muchas veces, tantas que ni me acuerdo, y decirte que quiero ser tu agarre en la adversidad y que, aunque todos te den la espalda, yo estaré ahí.
Se detuvo. Sus pupilas, incrédulas, se volvieron.
—No pasa nada porque los problemas te nublen de vez en cuando la mente mientras sepas rectificar y mejorar. —Se las sostuve—. Y no, nunca vas a ser como Hang, ni como tu padre, porque ninguno de los dos se habría preocupado de me hubiera tocado en la cena el helado de limón que tanto detesto.
—¿Qué...? —La voz se le quebró—. ¿Dices?
—Que yo también te quiero. Eso digo.
Lo que sucedió después quedó como un borrón. No podría decir si fue él el se acercó a mí o yo la que fui hasta él ni tampoco cómo terminamos sentados en la cama, comiéndonos a besos como si nunca antes lo hubiéramos hecho. Como si fuera la primera vez que nos desnudáramos, que nos tocáramos, que nos miráramos entre los suspiros y el frenesí de excitación.
Me acarició los senos y la piel se me erizó. Su legua exploró con avidez hasta la última curva de mi cuello y la urgencia por tenerle protestó en mi vientre incluso antes de que me mordiera los pezones y sus dedos juguetearan por mi vulva. Le anhelaba más que nunca.
—No sabes cómo deseaba tocarte. —Regresó sobre mi boca—. Te juro que me estaba volviendo loco.
—A mí me ocurría lo mismo. —Me dejé caer en el colchón y él se situó sobre mí—. Ha sido una tortura.
—Me parece que no sabes mucho de torturas. —Sentí su prominente erección y la excitación me acaloró—. Estaría bien que probaras una de las mías.
Se apartó y me abrió las piernas. Acarició mis muslos y sus labios navegaron por mi vientre palpitante en deseo, deliciosamente despacio, hasta que comenzó a hurgar en mi sexo, estimulando el punto exacto de mi ansiedad. Ahogué un suspiro. Luego dos. Y tres. Las piernas me temblaron. Se detuvo unos instantes antes de volver a lamer. Me retorcí. Paró. Su mirada, intensa y encendida, no se apartó de la mía cuando lo retomó por tercera vez, en círculos y con más firmeza. Gemí.
—Me encantas —murmuró—. Te juro que me encanta verte así.
Volví a gemir, esta vez más fuerte, y moví la cadera, buscando la máxima presión con su lengua, pero no pude porque entonces se incorporó, repentinamente serio, como si acaba de recordar algo muy importante.
—No tengo condones —reparó—. ¿Tu tienes?
—Creo que...
Hice memoria. La bolsa de equipaje que había traído era la misma que había usado en el viaje de mi graduación, cuando salía con el que había sido mi único novio, y desde entonces no la había vuelto a coger.
—En el bolsillo interior quizás —señalé—. Creo que hace tiempo Bang Chang guardó alguno ahí.
Frunció el ceño pero no dijo nada. Simplemente se levantó a buscarlos y en el camino yo me permití perderme en la imagen de su cuerpo desnudo, trabajado a la perfección, en su amplia espalda y en la fuerza que se le marcaba en los glúteos y en las piernas. Siempre había reconocido que su físico era de admirar pero jamás me había detenido a observar hasta qué punto.
—Ese tipo que has mencionado me caía peor que una patada en las bolas. —Regresó con el paquetito metálico, revisó la caducidad y lo abrió—. Te dejó, ¿verdad?
—Más o menos.
En verdad la culpa había sido mía. Había aceptado salir con él por estar con alguien, sin más, y, claro, así había salido. En aquella época tenía el desprecio de Jung Kook grabado a fuego y el corazón blindado de modo que me había resultado imposible implicarme en la relación y él había terminado desfogando su frustración en los brazos de otra.
—Le golpeé —me confesó entonces—. Le encontré en un bar contándole a sus amigos que eras una frígida sin gracia así que le di un puñetazo.
Cielos.
—¿Sabes que no se puede de ir por ahí golpeando a quien te de la gana?
—Si se mete contigo sí.
La exploración de sus dedos en mi vulva me dejaron la mente en blanco. Me mordí el labio. Ay.
—Ese tipo era un imbécil. —La humedad salió de mí al compás de su destreza y a una velocidad de vértigo. Me ponía demasiado. Me gustaba demasiado. Le quería demasiado—. Cómo pudo ser tan cretino... Mira cómo reaccionas...
—No, es que... —Una oleada de electricidad me hizo jadear—. Es contigo... Creo que es porque eres tu.
—Entonces soy un hombre con mucha pero mucha suerte.
Entró en mí, primero despacio y, después, con un ritmo creciente que me hizo enrocar las piernas en torno a su cadera. Me moví a su compás. Su aliento acelerado impregnó mis mejillas. La sensación en mi interior se intensificó. Mi urgencia se intensificó. Mis suspiros, y también los suyos, resonaron entre las paredes pero, cuando ya empezaba notar que la presión me hacía doblar el cuello y cerrar los ojos, se salió y me animó a que me incorporara de rodillas en el colchón.
—Date la vuelta y agárrate al cabecero —susurró.
Obedecí. Sentí su tacto en mis senos y su respiración en el oído. La destreza de sus besos deslizarse por mi nuca. El calor de su piel desnuda en mi espalda. Su miembro buscando el pasillo por detrás. Y su empuje al lograrlo y hacerme arquearme y aferrarme a la madera. Me agarró de las caderas y se movió, con fuerza. Ay; joder. ¡Joder! Los alambres del somier chirriaron como locos y yo, en mi urgencia, me pegué lo más que pude y apreté.
—Mierda, Vero —se quejó, sin aire—. Si haces eso no voy a aguantar.
—No aguantes. —Saber que lograba ponerle así me excitó tremendamente—. Me gustaría verte...
Las oleadas de placer me impidieron hablar más. El cosquilleo en mi sexo se hizo inmenso, casi insoportable, con cada embestida. Me volví a arquear hacia atrás y me solté de la madera para apoyarme directamente en la pared.
—Más... —le pedí—. Más...
Sentí el choque frenético de su piel contra la mía y gemí. Gemí muy fuerte cuando un brutal orgasmo me invadió y, exhausta y con el corazón como una metralleta, le pedí que parara para subirme yo encima.
—Es que así puedo verte mejor —dije, sin voz mientras se hundía por tercera vez—. Quiero mirar bien tu cara.
—Te quiero, ¿sabes? —Sonrió, con la tez enrojecida y sudorosa por el movimiento—. No lo olvides.
—Y yo a ti —Le cabalgué—. No lo olvides tu tampoco.
No tardó en venirse. Noté cómo la piel del cuerpo se le erizaba, cómo los músculos se le tensaba y cómo arqueaba la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados y una expresión de plenitud absoluta. Y entonces me sentí la mujer más feliz sobre el planeta.
Mi traumático amor de secundaria había desaparecido. Mis temores, mis dudas y mis inseguridades se habían neutralizado. Ahora entendía que Jung Kook me amaba y que lo había hecho siempre pero también que había tenido demasiado miedo como para afrontarlo. Miedo a engancharse y a ser herido. Miedo a convertirse en su padre y hacerme daño. Miedo a no ser bueno, a decepcionarme. Miedo a todo. Pero lo superaría. Ahora que por fin sabía cómo se sentía, lo haríamos juntos.
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