19 | Encontronazos
Aquel desplante fue el punto de partida que reinició nuestra competición. Una competición en la que ahora me tocaba no solo ir contra él sino también contra mí misma y mis estúpidos sentimientos. Bajé a la cocina a por agua y sus ojos castaños no dejaron de mirarme ni un maldito segundo. Mi madre me encargó tender ropa en el patio y me quitó el cesto de las manos. Me puse a ordenar los botes de salsa del estante de la sal y se quedó observándome desde la puerta, con esa intensidad que tan nerviosa me ponía (no podía dejarme simplemente paz, no). Y el remate vino a la hora de la comida, cuando me puso un plato de guiso caldoso que desprendía un humo delicioso justo delante de donde me acababa de sentar y se me situó lado, con los brazos apoyados en la mesa.
—Creo que un buen caldo te puede ayudar a recuperar fuerzas —murmuró—. Dicen que es lo mejor para la enfermedad.
—No me hace falta. —Empujé el cuenco hacia él—. Estoy fenomenal, gracias.
—Pero está bueno.
—Entonces comételo tu.
—Lo he hecho para ti.
—Pero yo no te lo he pedido.
Me lo volvió a ofrecer. Se lo regresé.
—Hace un rato te quería dar la maceta pero me diste con la puerta en las narices —resopló, con la molestia pintada en la cara—. Y ahora me haces feos con la comida.
—¿Y qué te esperabas? —le cuestioné—. ¿Una fiesta de agradecimiento por tus primorosos detalles? No voy a reforzarte el ego que ya te cargas tu solito.
Y así, henchida de orgullo, me levanté, cogí tres piezas de fruta del bol de la encimera y me largué.
Okey, contador a cero. Park Verónica 1 - Jeon Jung Kook 0. Y esta vez no pensaba ceder ni un punto. Ni uno solo.
Los días siguientes transcurrieron de forma similar, con la salvedad de que pensé que regresar a clase podría venirme bien para centrar la cabeza y quitarme el desánimo de encima. Sin embargo, de nada me sirvió porque, a pesar de que entraba, salía y buscaba distracciones, compartir techo con Jung Kook me lo tiraba todo por tierra. Me lo encontraba cada dos por tres y pasar de él no resultaba sencillo.
Me esforzaba por levantarme más temprano de lo habitual y retrasaba mi regreso pero, cogiera el horario que cogiese, siempre se me anticipaba y me lo tenía que topar. Cuando no me lo encontraba en el salón haciendo abdominales, estaba saltando a la comba en el pasillo, en la cocina preparando algo o dando vueltas por la casa con la escoba en la mano, y su presencia a mi alrededor me hacía sentir terriblemente incómoda.
Percibía la profundidad de su mirada sobre mí como si estuviera clavada con chinchetas y, aunque trataba de hacerme la tonta e ir a lo mío, al final los ojos se me terminaban yendo también detrás de él. Y se me iban mucho más cuando, por ejemplo, nos chocabámos por el pasillo, que era bastante estrecho, y se pegaba a la pared para cederme el paso con una amabilidad que, por cierto, me sentaba fatal.
—No hace falta que te muevas con tanto dramatismo —le señalaba—. Tu educación repentina es del todo innecesaria.
—¿No podrías dar las gracias y ya está?
—Te las daría si realmente necesitara que te apartaras.
—Entiendo entonces que te gusta pasar pegada a mí.
Uf. Por Dios.
—Piensa lo que quieras.
Esas eran las situaciones que provocaban los encontronazos en los que mi contador mental no paraba de registrar empates. Pero los tragos más complicados eran los que se producían durante la cena. Había tomado por costumbre sentarse delante y yo a esas horas estaba tan cansada que mis defensas bajaban al mínimo y no era capaz de encararle con la misma rotundidad.
—¿Qué tal te ha ido? —Solía preguntar.
—Bien. —Mi actitud era de tragar saliva, echar mano de los palillos y estirar la servilleta, como si eso me fuera a servir de refugio o algo así—. ¿Y a ti?
—Bien también.
En ese momento intentaba centrar mi atención el plato o buscaba el bote del agua. Un bote al que no llegaba porque mi madre lo dejaba en el extremo exterior y que me terminaba alcanzando él.
—Gracias.
—De nada.
Ahí era cuando la tensión era más difícil de soportar. Al entregármelo me tocaba (o yo a él, según se viera), la descarga eléctrica era instantánea y el corazón se me disparaba.
—Mañana le diré a mi madre que cambie el bote de sitio.
—No. —Sus pupilas me engullían por completo—. No me importa dártelo.
Aquello era lo peor porque el cuerpo me empezaba a burbujear y me tocaba luchar contra esa atracción ilógica que seguía sin dejarme en paz y que no lograba relativizar hasta que mi madre se sentaba con nosotros, con alguna de sus historias y, con ello, por fin, dejábamos de mirarnos.
¿Acaso era tonta? Yo diría que sí. Muy tonta. ¿Por qué rayos seguía sin encararle y sin decirle que no me hablara nunca más? ¿Por qué seguía deseándole así? Me seguía gustando. Me seguía importando. Seguía enamorada.
"Plan" escribí, mientras esperaba a que la clase empezara, con el objeto de marcar una ruta. "Lo mejor es que le devuelva el dinero. Se lo dejo en el salón con una nota y se acabó".
Vale pero, ¿y qué le ponía yo en la nota?
"Anulo el reto".
No, no quería bajar el orgullo.
"Te lo doy porque me he aburrido. No me resultas nada estimulante así que prefiero que me dejes tranquila".
Eso. Mejor.
—No le pongas nota.
La recomendación de Tae Hyung me pilló de improviso. Di un bote y, al levantar la cabeza, me encontré con la suya metida en mi cuaderno.
—¿Se puede saber qué haces leyendo mis cosas? —Le empujé hacia atrás—. Me recuerdas a Soo Bin.
—Es que estabas tan absorta que pensé que tus apuntes debían de ser una obra maestra. —Soltó una carcajada—. Imagínate mi decepción al ver que los usas como diario.
—No es un diario —corregí—. Es un recordatorio.
—Pues qué bueno que en ese recordatorio tengas en cuenta por fin mis consejos.
Volvió a meter la cabeza, bolígrafo en mano, y dibujó un emoji con un pulgar hacia arriba debajo de mi frase, otro con una deslumbrantes sonrisa, un sol y... ¡Pero bueno! Lo aparté. Mis hojas no era una pizarra de preescolar.
—Verónica. —Jimin, a mi otro lado, me dio un tímido codazo—. Mira, Yoon Gi ha venido.
Dirigí la atención a la puerta. Allí estaba, más cabizbajo de lo normal, con su carpeta bajo el brazo y entrando tarde por primera en la historia. Jimin se apresuró a saludarle, yo hice lo mismo y Tae Hyung aprovechó que se nos acercaba para quitarme el cuaderno y seguir dibujando muñequitos.
—¿Cómo sigues? —pregunté—. ¿Cuándo te han dado el alta?
—Ahí voy y ayer.
—¿Te apetece que salgamos a tomar algo después? —Le ofrecí (era lo que le habría dicho a cualquiera de mis amigos)—. Podemos ir todos juntos a celebrar que estás de vuelta.
—No, gracias.
No. Vale. Pues...
—Yoon Gi, no seas seco. —Jimin me echó un cable—. ¿No ves que quiere incluirte en el grupo? —El aludido parpadeó, en silencio—. ¡Fíjate que hasta yo estoy ya con ellos! —Se señaló—. Ven. Lo pasaremos bien.
—Otro día.
Nos quedamos como un par de tontos viendo cómo pasaba de nosotros, tiraba escaleras arriba y se sentaba en la última fila.
—Sigue mal —observé—. Encima parece que se ha vuelto a cerrar en banda.
—Le debe dar vergüenza —decidió Jimin—. No está acostumbrado a tener amigos. Vamos a darle un poco de tiempo.
Asentí mientras comprobaba Último Deseo. El deseo objetivo había vuelto a aparecer y, junto a él, Lonely había respondido al mensaje que le había dejado.
"Creo que no me entendiste" leí. "Me gustaría que alguien me conociera antes de morir pero en ningún caso se excluye que mi suicidio no sea necesario aunque nadie lo hiciera".
Volteé hacia Yoon Gi. Estaba con teléfono. Era él. Estaba vez no había margen a duda. ¡Era él!
"Si quien me aprecia supiera la verdad, sufriría" siguió. "Sin embargo, el secreto también me resulta agónico".
Un secreto. Había algo que se obligaba a esconder.
"Te sorprendería lo que la gente que quiere a otra es capaz de asumir". Mi propio ejemplo me vino a la cabeza. "En vez de sacar conclusiones, da oportunidades".
"No sé".
"Inténtalo al menos".
"Lo pensaré".
Un suspiro de alivio me inundó los pulmones. Ya era algo. Parecía un pequeño avance y estaba por enviar algún emoji simpático como contestación cuando Tae Hyung me pegó un codazo involuntario al dibujar y mi atención regresó sobre él.
Rayos; ¡mi cuaderno!
—Oye, deja de hacerme pinturas rupestres —le regañé.
—Son decoraciones para que te alegres la vida.
—Pero estoy bien.
—No es cierto.
—Sí lo es.
No me dio tiempo a argumentar nada más porque entonces detecté a Jung Kook. Estaba con la ropa de los entrenamientos y subía la escalera con el gesto pétreo y una mirada que irradiaba chispas puesta en su ex amigo. Y éste, nada más identificarle, soltó el bolígrafo y le faltó tiempo para adoptar una expresión similar.
—Ya me he informado un poco sobre Min Yoon Gi, el tipo que te interesa. —Su sudadera blanca, con el logo de la Universidad, se detuvo frente a mi mesa—. Dicen que es una persona muy cerrada y de trato complicado y que lo es desde siempre. No creo que puedas sacarle nada si no te ganas primero su confianza.
Levanté la cabeza, procesando lo que acababa de decir.
—Por suerte, parece que le gusta mucho el atletismo así que te he traído esto. —Dejó caer sobre la mesa seis entradas rectangulares—. Son para la final de mañana, para que invites a Yoon Gi y, de paso, a quien te parezca.
Los ojos se me quedaron como dos canicas. Me estaba ayudando otra vez.
—De verdad, no puedo creerlo—. La apreciación disgustada de Tae Hung se hico eco a la velocidad del rayo—. Eres de lo más retorcido.
—¿Estás seguro de que aquí el retorcido soy yo? —Jung Kook sonó como un hierro candente—. Además, no sé qué tienes tu que opinar en este asunto.
—Opino lo que me da la gana. —El aludido se levantó y, ni corto ni perezoso, le encaró—. Y a partir de ahora lo voy a hacer mucho más, que lo sepas.
—Eres un traidor.
—Y tu un...
—Parad. —Me metí en medio, claro—. Ya basta.
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