12 | Pérdida
Por aquel entonces mi vida se resumía en dos cosas: pasar de todo y no hacer nada útil. Me dedicaba únicamente a salir de bares todas las tardes y noches con mi cuestionable grupo de amigos, meterme en peleas, emborracharme y dormir durante la mañana junto a chicas desnudas a las que ni conocía.
Puede que suene estúpido pero, aunque sabía que estaba mal, lo hacía por rebelarme. Mi hermano era el hijo perfecto, con educación perfecta, notas perfectas y presencia perfecta y yo el segundón de la casa al que le tocaba sufrir las continuas comparaciones. De niño no me importaban pero, según fui creciendo, me empezó a resulta cada vez más duro escuchar cómo sus dieces se elogiaban mientras que mis sietes, conseguidos con mucho esfuerzo, se desestimaban. Cómo mis padres hablaban a todas las chicas que les agradaban de mi hermano y no de mí. Cómo nada de lo que yo hacía era convincente pero todo lo suyo era brillante.
Recuerdo que primero me deprimí. Me sentía fatal por no ser capaz de llegar al listón que me habían marcado y durante un tiempo manejé la frustración a través de autolesiones que me dejaron muchas cicatrices y ninguna solución. Hasta que, a los diecisiete, algo dentro de mí cambió y adopté el rol problemático que me convirtió en todo lo contrario a lo que mi familia esperaba.
Ahora sé que ese no tendría que haber sido el camino pero en ese momento estaba enfadado y quería joderles. Por eso me negué a escuchar consejos y a recibir ayuda. Mis padres trataron de llevarme al psicólogo pero no accedí y mi pobre hermano, preocupado, dejó de lado sus estudios y se dedicó a monitorizarme día y noche para tratar de que no me metiera en líos, algo que, por supuesto, casi nunca pudo evitar.
Me sonaba. En el Modelo Sistémico de Psicoterapia se abordaba el concepto de los sistemas familiares y de cómo la asunción de roles negativos podía tener origen en la necesidad de aprecio y valoración de los progenitores.
—Necesitabas atención —concluí—. Como se la llevaba toda tu hermano, decidiste ganártela a las malas.
—Supongo —admitió Jimin—. Aunque eso costó muy caro. Demasiado.
Una tarde, una de mis múltiples citas me buscó por el barrio para decirme que se había quedado embarazada y que quería que asumiera mi responsabilidad y que la ayudara a abortar. ¡Imagínate mi cara! Tenía solo dieciocho años, no trabajaba ni tenía ahorros y, por descontado, no podía contárselo a mis padres y perdirles que me ayudaran con algo así. Fue entonces cuando me hablaron de Jung Kook y su grupo. Me dijeron que ellos se manejaban bien en el mundo de las sustancias ilegales y que podían conseguir casi de todo a un precio mínimo así que les llamé y quedé con ellos en uno de los bares del barrio de Kaisoo.
No pude evitar que mi mirada de incredulidad se posara sobre el aludido.
—¿Vendes drogas? —No me andé con rodeos.
—Antes. —Jung Kook se encogió de hombros, como si mi pregunta careciera de importancia—. Ya casi no.
¿"Casi" no? Cielos. Yo estaba en contra de todo eso. Daba dinero fácil, sí, pero también muchos problemas. Era un mundo peligroso para quien se metía en él y, además, jodía la mente. Pero, claro, no podía ponerme a hablar del asunto ahora, con Jimin a lágrima viva delante de nosotros y los primeros platos de la cena a punto a salir.
—Me imagino que comprastes algo —carraspeé, aún con la mente en el asunto de la ventas.
—Lo hicimos —asintió Jimin—. Pero le sentó mal.
Al rato de tomársela enfermó. Empezó a marearse y después a sudar mucho. Le compré una bebida pero la vomitó entera y terminó perdiendo el conocimiento en plena calle mientras la acompañaba a su casa.
Fue espantoso. Llamé a Emergencias, por supuesto, recibió atención y se la llevaron en una ambulancia para hacerle pruebas. Y yo me quedé ahí, en medio de la avenida, con las piernas temblando y tan desbordado que llamé a mi hermano y se lo conté todo. Recuerdo que estaba en uno de sus entrenamientos pero, como nunca le contactaba, ver mi teléfono en su pantalla debió de alarmarle porque me lo cogió al poco de insistir.
Creí que me echaría la bronca de mi vida. Creí que me soltaría un "te lo dije" y que me llamaría de todo. Sin embargo, su reacción fue muy diferente. Lo que hizo fue tratar de tranquilizarme.
—Respira —dijo—. Hazlo despacio y no te muevas de ahí. Voy ahora mismo a buscarte.
—¡Ay, Hyung! —Rompí a llorar—. Pero, ¿y si se muere? ¿Y si le pasa algo? Es culpa mía. ¡Es culpa mía por ser tan irresponsable con todo!
—No le va a pasar nada. Solo le habrá dado una reacción, ya verás. —Escuché el ruido del motor al arrancar; estaba cogiendo el coche—. Y en cuanto a lo otro, si de verdad lo crees, aprende de este susto y cambia —siguió—. Céntrate.
—Lo haré. —Con semejante situación encima, accedí sin dudar—. Te prometo que lo haré.
—Eso está bien —contestó—. ¿Qué parece si nos relajamos un poco, te llevo a comer un helado, de los de la Séptima Avenida que tanto nos gustan, y sellamos tu compromiso de cambio?
—Me encantaría. —Sonreí en medio de las lágrimas—. Gracias, Hyung.
El corazón se me encogió. Ya me imaginaba cómo terminaba la historia.
—Nunca llegó —finalizó—. Le esperé durante horas hasta que mi padre me llamó. Con las prisas de llegar hasta mí, había colisionado contra un camión.
Ay.
—En ese momento me dijeron que le estaban atendiendo en el hospital pero en realidad murió antes de que llegara la ambulancia.
Vaya; no me extrañaba que estuviera deprimido. Yo en su lugar también lo estaría.
—¡Jimin! —El llamado de la señora Park nos hizo regresar a la realidad del restaurante—. ¡Ven, hijo, que ya han traído la comida!
—¡Voy! —Se levantó, se apresuró a sacudirse las lágrimas y se estiró el traje, en un intento de recomponerse—. Gracias de nuevo por la mesa, Verónica.
Me quedé estática, viendo cómo regresaba junto a su familia, sonreía con dulzura a su madre, respondía con amabilidad al comentario de su padre y empezaba a hurgar en los platos que mi padre les estaba sirviendo, con un cuidado exquisito. Entendía perfectamente cómo debía sentirse: culpable, responsable de lo ocurrido y con una necesidad continua de compensarlo de alguna forma. Seguramente por eso se había vuelto tan educado, tan considerado y organizado con todo (sus apuntes y la pulcritud con la que colocaba los bolígrafos eran la prueba de ello) y seguramente también por eso le interesaba tanto Último Deseo. Necesitaba hacerse valer ayudando a los demás.
—La verdad, yo no le veo pinta de suicida. —Jung Kook apoyó los codos en la barra, pensativo—. Es cierto que su historia es bastante dramática pero la promesa que le hizo a su hermano no cuadra con lo que buscas —dedujo—. Le prometió mejorar, no quitarse del medio.
—Es cierto —admití—. Yo tampoco creo que...
Un momento. ¡Un momento!
—¿De verdad vendías sustancias? —Ahora sí, ya podía desviar el tema a mis anchas—. ¿Cómo rayos te fuiste a meter en algo así? ¿Y dices que a veces aún lo haces? ¿Por qué?
—Eso a ti no te importa. —Se cerró en banda—. Lo que yo haga no es asunto ni problema tuyo.
Un respingo de enojo me revolvió las tripas.
—Perfecto. —Me faltó tiempo para dejarle ahí y largarme a la cocina—. Como no es asunto mío no diré más pero luego no me vengas con que quieres que te dé un margen de confianza —le advertí—. Tu "candorosa" manera de alejarme habla por sí sola de la intención que esconden tus palabras.
—¿Y tu candor qué? ¿Dónde queda la súper comprensión de la que presumes tanto?
No contesté y él, lejos de dejarlo estar, voló detrás de mí y me cortó el paso.
—Déjame pasar.
—No me da la gana —replicó—. No sólo me estás juzgando sino que encima me llamas mentiroso.
—No sé de qué hablas. —Le sorteé como pude y me fui directa al congelador, ante la mirada estupefacta de mi padre, que dejó el guiso que estaba alistando en los cuencos para pasar a observarnos alternativamente—. En ningún momento te he juzgado, que lo sepas. Solo te hecho una pregunta.
—Tu cara no ha dicho eso.
Cogí aire y cerré la nevera, con demasiada energía. Me estaba poniendo tan nerviosa que ya no sabía ni lo que había ido a buscar.
—¿Y la tuya qué dice, ah? —contraataqué—. ¿Qué te parece que dice tu forma de contestarme?
—Que paso de ti.
—Entonces yo de ti también.
Su ojos, entrecerrados y brillantes, se convirtieron en dos bombas a punto de estallar.
—Chicos, ya vale. —Evidentemente, mi padre se metió en medio y nos cortó de raíz—. Calmaos y pediros disculpas por lo que sea que haya pasado. No quiero discusiones y menos en el restaurante.
—Pero es que yo no le he hecho nada —me quejé—. No tengo de qué disculparme.
—Si no lo has hecho "que baje Alá del cielo".
La ironía me sentó peor que si me tiraran del pelo pero decidí ignorarle, me disculpé (con mi padre, matizo) por alzar la voz en el trabajo y luego me largué a la calle, pasando por su lado como si no existiera y con una indignación más grande que una montaña metida en el pecho.
Maldita sea, Jung Kook. Maldita personalidad cambiante y maldita prepotencia la que se cargaba encima. ¿Decía qué yo le juzgaba? Já. Justamente ahora era cuando, precisamente, no lo hacía. El asunto de las drogas me había descolocado, lo reconocía, pero mi reclamo se había debido más a una preocupación que a otra cosa. No entendía cómo un estudiante de deporte podía haber terminado metido en eso. No sabía hasta qué punto ese mundo podría darle problemas. No estaba segura de si estaba bien. Y yo quería que lo estuviera. Quería porque él me importaba. ¿Tan difícil era eso de entender?
Callejeé hasta la heladería de la Séptima Avenida, enfadada y triste al mismo tiempo, compré la tarrina más grande y volví al local. No tardé mucho pero, para cuando mis pies entraron en el establecimiento, los padres de Jimin ya estaban pagando en la caja y Jung Kook había desaparecido del mapa. Okey. Pues vale.
—¿Qué tal la comida? —Me acerqué al chico, que, con un pie sujetando la puerta, observaba la oscuridad del cielo—. ¿Ha sido de vuestro agrado?
—Todo estaba buenísimo. A mi Hyung le habría encantado.
—Te falta lo más importante.
Me miró, sin comprender, y sus ojos se abrieron de par en par cuando le tendí el recipiente del helado.
—No sellaste la promesa —expliqué, con una medio sonrisa—. No es bueno para el corazón dejar cosas pendientes.
—Es... —La voz le tembló al abrir el tarro y comprobar el interior. —Helado de menta... —Su expresión pasó de la perplejidad a las lágrimas de forma instantánea—. Era nuestro favorito.
Sí, lo suponía. Después de lo que había dicho sobre la heladería, mi cabeza se había ido directa al mensaje de la app que en un inicio me había parecido tan tonto. Ahora entendía que en realidad se trataba de un asunto profundo relacionado con su duelo. "Comer helado" implicaba quedar en paz con él mismo.
—Me imagino que no lo has vuelto a comprar porque de alguna forma prometiste comerlo con tu hermano y no pudiste hacerlo.
Asintió, cada vez más emocionado.
—Pienso que hoy sería un día perfecto para compartirlo con él —continué—. Podrías poner una parte en su altar conmemorativo y dejar otra para ti. Quizás así puedas cerrar tu asunto pendiente y mostrarle que cumpliste con lo que te pidió y que lo estás haciendo muy bien.
—¿Crees que estará orgulloso? —preguntó, como si realmente no lo supiera.
—Muchísimo.
La vibración del móvil no se hizo esperar.
Felicidades, usuario PsycoP. Has cumplido: deseo comer helado de menta. ¡Acabas de ganar 100 puntos!
N/A: Espero que estén pasando unas felices fiestas.
Yo ya me encuentro bastante bien y he recuperado más o menos algunas actividades. Ando por acá mucho antes de lo que creí que podría.
Y, oigan, ¿creen que esta historia podría llegar a 1k? Sé que es difícil pero sería genial si pasara.
Un besote. ¡Nos leemos el año que viene!
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