«Shedet, bajo ataque»
Antes de que el joven pudiera abrir la boca para responder, él y el resto de sus compañeros se estremecieron al escuchar un tan inesperado como estridente chillido de alarma.
Al primer grito se le fueron sumando varios más, pero ahora procedían de otros puntos de la ciudad, y a más de un ciudadano debió parecerle que hasta se respondieran entre sí, a modo de funesto y aterrador eco.
Najt, por su parte, fue capaz de identificar en cada una de aquellas recias voces sentimientos tan contrapuestos como la determinación y el miedo. Emociones aparte, cumplían su cometido, que no era otro que alertar de manera instantánea a toda la población de un ataque exterior en curso.
—¡Meshwesh! —se escucharon de nuevo los iracundos rugidos de los vigías. Estos, apostados en lo más alto de las torres que protegían cada tramo de la muralla que circundaba la urbe, habían conseguido identificar al enemigo.
Los jóvenes, presos de la confusión, se miraban entre sí sin saber muy bien qué hacer en esos primeros momentos de desconcierto.
Por el contrario, varios ciudadanos de mayor edad —y, por ello, más experimentados—, cuyas viviendas y comercios se encontraban a tiro de piedra de su lugar favorito de reunión, parecían la viva imagen de la diligencia. Saltaban y corrían como si alguien los hubiera pinchado con una aguja: madres que levantaban a sus hijos pequeños del suelo en el que habían estado jugando para encerrarse con ellos en sus hogares; mercaderes que retiraban de manera precipitada sus respectivos productos para llevárselos al lugar más seguro y cercano que conocían —posiblemente los sótanos de sus propias casas—; soldados que, sorprendidos mientras disfrutaban de su tiempo de ocio —zascandileando por las calles, jugando al senet, citándose con alguna mujer o bebiendo en grupo en alguna casa de la cerveza—, dejaban en un abrir u cerrar de ojos —salvo aquellos más perjudicados por la bebida, que necesitarían algo más que un simple ataque a la ciudad para despertarse— sus entretenimientos para echar a correr hacia sus unidades o cuarteles, donde los oficiales de guardia se aprestaban ya a la defensa asignando un sinfín de tareas.
Que los kemitas escucharan gritos de alarma desde distintos puntos de los límites amurallados de la ciudad les proporcionaba —aparte de un poderoso motivo para preocuparse— información extra muy valiosa, ya que anunciaba que el número de enemigos al que iban a enfrentarse era lo bastante grande como para poder dividirse en grupos y, aun así, atacar al mismo tiempo y con esperanzas de éxito sus defensas en más de un sitio, en lugar de concentrarlos en un único punto.
Si el enemigo conseguía sortear la muralla de la ciudad, elemento principal del que dependía buena parte de su defensa, la guarnición perdería su principal baza: a partir de ese instante solo quedaría o vencer a los invasores y sobrevivir o ser derrotados y perder la ciudad. Después de eso, la nada.
Los meshwesh, nómadas que habitaban el desierto occidental desde hacía varios siglos —lo que los convertía en uno de los más antiguos enemigos de las urbes erigidas a ambas orillas del Iteru—, lanzaban frecuentes ataques, aunque casi nunca con ánimo de conquista —apreciaban demasiado su tradicional estilo de vida—, sino en forma de incursiones de rapiña: ataques velocísimos con los que pretendían tomar por sorpresa a los habitantes de las ciudades. Buscaban hacerse con un buen botín en las zonas agrícolas y ganaderas ubicadas extramuros, antes de que desde la ciudad pudieran reunir y enviar tropas en número suficiente para causarles problemas. Cuanto esto sucedía, se retiraban con igual celeridad al abrigo de las «tierras rojas», acepción con la que los kemitas se referían al desierto que se extendía hacia el oeste, y al que —desde la llegada de los «hekau»— ninguna otra caravana había vuelto a viajar después de que se perdieran para siempre las pocas que lo hicieron.
Los kemitas sabían que a campo abierto, los meshwesh contaban con una importante ventaja sobre las bien pertrechadas —pero escasas y poco entrenadas en combates en el desierto— tropas de la ciudad. El final del reino de los faraones había traído consigo el cese de toda ambición expansionista de las ciudades regadas por el divino Iteru. Los habitantes de Shedet, que hasta ignoraban el destino de sus antaño ciudades hermanas, querían creer que, al igual que ellos, también habían logrado subsistir. Pero solo era eso, un deseo. La triste realidad era que debían procurarse sustento y defensa a sí mismas.
—¡Por los dioses! ¡Nos atacan las tribus del desierto! —gritó Neferkara.
El muchacho se mostraba preso de la excitación ante una situación que, en sus cortas vidas, nunca antes ninguno de ellos había vivido.
—Y no es un ataque cualquiera —precisó Sennefer, analítico como siempre—. A juzgar por todos esos gritos de alarma, los meshwesh han debido planificar un ataque a gran escala.
—¿Y nosotros qué hacemos? Nuestras casas quedan algo apartadas de aquí—preguntó Tabira.
—Sí —confirmó Hennut—, se supone que deberíamos buscar un refugio cercano cuanto antes. Pero por aquí el único sitio que reúne las condiciones necesarias es...
La joven se interrumpió, pero su vacilación no obedecía a que desconociera el lugar más adecuado al que dirigirse, sino porque —dado el particular desapego que ya había demostrado en otras muchas ocasiones—, se resistía incluso a nombrarlo.
Por fortuna o por desgracia para ella, no todos en el grupo compartían su particular reluctancia.
—El templo de Sobek —anunció Neferkara mientras le ofrecía una sonrisa ahíta de sarcasmo. La joven le devolvió una mirada despectiva.
—Nefer está en lo cierto —sentenció Sennefer haciendo caso omiso del silencioso duelo emocional de sus amigos—. Debemos dirigirnos al templo sin dilación. Hemos tenido suerte de encontrarnos tan cerca —concluyó al tiempo que señalaba las dos torres de acceso, cuya contemplación había provocado la reciente incomodidad de Hennut.
Los jóvenes dejaron de hablar y echaron a correr en paralelo al lago en dirección a donde se elevaba el templo, aunque, para llegar hasta la entrada principal, tuvieron que alejarse del agua y adentrarse en estrechas callejuelas. Najt se preguntó si no las habrían construido así a propósito para dificultar un eventual ataque al edificio religioso.
Mientras acortaban distancias con su destino, se cruzaron con decenas de ciudadanos —en su mayoría ancianos, mujeres y niños de corta edad, aunque también bastantes jóvenes como ellos que, pese a que ya debían de haber empezado a practicar el manejo de armas, aún no se les permitía empuñarlas en combate— que, al igual que ellos, buscaban la protección que era capaz de proporcionar un edificio de las dimensiones y relevancia como eran las del más importante templo de Shedet.
—¡Vamos! ¡Deprisa, apurad el paso! —oyeron gritar todos desde las inmediaciones del templo.
Nada más dejar atrás la esquina de la última casa que se interponía en su camino, entraron en la amplia explanada que se desplegaba frente a la fachada principal y supieron quiénes los proferían.
Desde lo alto de un parapeto amurallado de reciente construcción que defendía el acceso —una innovación arquitectónica inusual para un templo, aunque repleta de sentido a juzgar por la inseguridad de la época— un oficial y varios soldados apremiaban a los ciudadanos para que entraran cuanto antes para poder cerrar el templo reconvertido ahora en fortaleza.
El grupo de amigos fue de los últimos en traspasar el acceso, y poco después el oficial al mando ordenó a los soldados cerrar las enormes puertas de bronce y bloquearlas con un grueso y pesado travesaño de madera, que varios hombres izaron a pulso y colocaron sobre un par de soportes firmemente adheridos a ellas.
Una vez en el interior del recinto, se encontraron con que varios soldados y sacerdotes auxiliares se esforzaban en organizar al gran número de refugiados que casi llenaban el gran patio exterior, distribuyéndolos en varias hileras.
—¡Vosotros! ¿Venís juntos? —les preguntó de repente uno de los auxiliares, como si hubiera aparecido de la nada. Tal era la confusión en la que se hallaban.
—Sí, los cinco —respondió Sennefer.
El hombre asintió y enseguida les indicó el final de la última fila. Los muchachos obedecieron y aguardaron allí a la espera de ver qué iban a hacer con ellos.
En medio del —tan solo en apariencia— azaroso movimiento de personas, Najt acertó a vislumbrar que los primeros refugiados ya estaban siendo conducidos hacia uno de los laterales del templo. Sin embargo, desde donde se encontraba era incapaz de discernir con qué intención.
Tras una larga espera que se les antojó eterna, en parte amenizada por la observación del meticuloso empeño desplegado en la dirección de las filas de refugiados por los soldados y el personal del templo, vieron por fin que en breve les llegaría el turno.
Uno de los empleados del templo, acompañado de un soldado, se colocaron al frente de la columna y, tras impartir unas instrucciones a los que ocupaban los primeros lugares —de acuerdo con lo que habían visto hasta entonces, los cinco amigos habían deducido que querían que toda la hilera los siguiera—, empezaron a moverse en paralelo a la fachada del edificio principal, también cerrada, hacia el extremo de la misma. Cuando lo sobrepasaron, el principio de la larga columna giró —como también habían visto hacer a todas las anteriores— en dirección al muro lateral.
Fue entonces cuando divisaron por primera vez el acceso —flanqueado por dos esfinges de piedra no demasiado grandes, aunque sí intimidantes— a una escalera que, casi con toda seguridad, debía conducir a los niveles inferiores del templo.
Najt se sorprendió de que, hasta ese momento, nunca hubiera oído hablar a ningún adulto de la existencia de aquel acceso. Y también se preguntó cómo los sacerdotes se lo habrían ocultado a todos aquellos que entraban al patio exterior para realizar peticiones al dios, en las contadas celebraciones en las que se permitía. Cuando a él y al resto de jóvenes les inculcaban que, en caso de ataque a la ciudad, debían dirigirse al templo, nunca se le había ocurrido pensar que se esconderían bajo tierra. Entonces se volvió hacia Neferkara.
—¿Tú sabías de la existencia de esto?
El interpelado se encogió de hombros.
—Mi padre me habló de ello en una ocasión, pero ¿qué sentido tenía contároslo? Hacía tanto que la ciudad no sufría un ataque de esta magnitud que hasta algunos militares creían que ya no quedaba mucha gente viviendo en el desierto.
—Imagino que hoy dejarán de creerlo —apuntó Hennut con acritud. La muchacha había dejado entrever cierta incomodidad desde que traspasaron las puertas del templo, pero, ahora que sabía que iban a quedarse algún tiempo bajo tierra, dejaba ver su nerviosismo y mal humor.
—No todos piensan igual —respondió el joven—. De hecho, los muros exteriores de la ciudad que se encontraban en peor estado han sido reparados y reforzados hace poco, en previsión de un ataque.
—Bueno, supongo que eso debería tranquilizarnos mientras le decimos adiós a la luz del día y nos ocultamos en una caverna —comentó Hennut, decidida a no dejarse convencer así como así.
Por fin les llegó el turno de bajar y, al hacerlo, se dieron cuenta de que, por cada tramo de escaleras, se abría ante ellos un nivel. A ellos los hicieron bajar dos tramos.
—Me pregunto cuántos niveles más habrá por debajo de este —dijo mientras observaba que la escalera seguía, si bien tres guardias apostados en ella impedían que cualquier curioso se colara.
—Sea cual sea la respuesta, sospecho que no será hoy cuando la vamos a conocer —apuntó Neferkara, quien también se había percatado de la presencia de los guardias.
Reunidos todos los refugiados que habían compartido aquella última fila, un oficial —acompañado de varios soldados con antorchas que, aparte de un par de lámparas de aceite situadas junto a la escalera, aportaban la única iluminación del lugar— se dirigió a ellos.
—Saludos, mi nombre es Imhotep —se presentó el oficial—, y se me ha otorgado la responsabilidad de manteneros a salvo aquí en el templo hasta que nuestros enemigos sean devueltos al desierto, de donde nunca debieron salir.
Un murmullo de aprobación se extendió entre los refugiados, pero de nuevo se hizo el silencio cuando el oficial volvió a hablar.
—Mis hombres y yo os conduciremos a una zona amplia y tranquila donde esperaremos hasta que pase el peligro —explicó Imhotep. A continuación, añadió—: Quiero puntualizar que es importante que nos movamos juntos y mantengamos el orden en todo momento, pues, aparte de la luz de nuestras antorchas, todo este nivel se encuentra a oscuras. Esto no es algo casual, se trata de una medida adicional de seguridad en casos de peligro como en el que nos encontramos.
Imhotep da por concluida su exhortación y abre la marcha, acompañado de su segundo al mando, quien alumbra el camino con una lámpara de aceite y sal.
Otros ocho soldados, estos portando antorchas, se distribuyeron de manera estratégica siguiendo las indicaciones del oficial a lo largo de la larga fila de civiles, de tal manera que no hubiera zonas de oscuridad. Un único soldado cerraba la columna con la misión adicional de impedir que algún ciudadano se despistara y perdiera contacto con el grupo. Najt y sus amigos marchaban al final, justo por delante de aquel último soldado.
Estimulados por la combinación de un avance anodino por largos pasillos de piedra carentes de decoración alguna y las sinuosas sombras que proyectaban sus propios cuerpos gracias a la antorcha del soldado que cerraba la marcha, se les ocurrió entretenerse con un pasatiempo.
—¿Qué creéis que puede haber de interés en el sótano o sótanos que hayan excavado debajo de este? —planteó Sennefer a modo de pasatiempo, tal vez estimulada su imaginación por la sinuosidad de las cambiantes sombras que proyectaban sus cuerpos con la luz de la antorcha del último soldado.
—¿En los «niveles prohibidos»? —preguntó Najt, quien también parecía haberse dejado seducir por el dramatismo de la situación y por las estrictas medidas de seguridad que se ocupaban de controlar —y restringir— el uso de la escalera—. Pues ahora mismo no se me ocurre nada.
—Cámaras de tortura —apostó Neferkara con su habitual espíritu desafiante mientras disfrutaba de la reacción de los demás ante su truculenta propuesta.
La muda cara de asombro de Hennut no lo decepcionó. De hecho, sonrió al ver que no encontraba palabras con las que zaherirlo.
—¡Eso es, simplemente, absurdo! —Tabira, en cambio, solía enfrentarse al deslenguado con respuestas rotundas y argumentadas—. ¿Para qué iban a necesitar algo así los sacerdotes de Sobek?
—En lugar de un espacio donde impartir dolor, yo me decanto más bien por un sitio para atesorar todos los conocimientos adquiridos desde tiempos remotos —votó Sennefer, que nunca dejaba pasar la ocasión de mostrar su acreditado interés por la carrera sacerdotal, en la cual el estudio suponía una actividad indispensable.
—¿Una biblioteca? —A Najt le llamó mucho la atención la posibilidad planteada por Sennefer—. Mmm, tampoco a mí me parece una mala opción. Un lugar secreto, restringido y de fácil defensa, que facilita la preservación de los papiros... Tendría sentido.
—Oh, vamos, ¿en serio? ¿Una biblioteca? ¿Quién en su sano juicio destinaría en una situación de crisis tantos guardias para proteger un montón de documentos viejos e inservibles? Acaso debo recordaros que todo ese montón de «saberes ancestrales» que tanto reverenciáis resultaron inútiles cuando nuestros antepasados se enfrentaron a los «hekai»?
Neferkara acompañó sus palabras con un desdeñoso gesto de sus manos. Como último exponente de una larga tradición familiar de militares al servicio de los —ahora ya extintos— faraones, tanto él como su familia llevaban bastante mal la situación de indefensión en la que los «invasores del cielo» —otra de las acepciones que solían emplear los kemitas para designar a sus antiguos verdugos— habían postrado a su antaño próspera nación.
—Tú, Nefer, no mandarías proteger nada que no se pudiera comer, beber, vender o golpear —esta vez Hennut sí le devolvió el sarcasmo, que fue celebrado con risas de todos menos de un ahora adusto Neferkara.
Su atención se desvió entonces a uno de los muchos cruces de pasillos que parecían poblar el subterráneo, y que la vanguardia comandada por Imhotep ya debía de haber sobrepasado, pues los refugiados que marchaban por delante de ellos avanzaban recto, sin desviarse a derecha o izquierda. Las luces de las antorchas, en efecto, titilaban allá a lo lejos.
Tabira, que se había quedado algo rezagada respecto a los demás tras empezar a darle vueltas en su cabeza a las diferentes respuestas aportadas en la resolución del «misterio» de los «niveles prohibidos», de repente se percató de algo inesperado y extraño: la luz menguaba con rapidez a su alrededor.
Giró la cabeza hacia atrás justo a tiempo para ver cómo el último soldado, que hasta ese momento los seguía sin hacerse notar ni hablar con ellos ni con el resto de los refugiados, tomaba con decisión el pasillo que acababan de sobrepasar.
La joven estuvo a punto de llamarlo para preguntarle adónde se iba, pero no tuvo valor. En su lugar, optó por darse la vuelta para advertir a sus amigos.
—¡Najt! ¡Hennut! ¡Venid todos! —los llamó con voz lo bastante alta como para que ellos la oyeran, pero no tanto como para alarmar al resto de refugiados que marchaban justo por delante de ellos. Muchos caminaban al tiempo que conversaban, lo cual contribuyó a que no prestaran atención a lo que sucedía a sus espaldas.
—¿Qué pasa, Tab? —dijo Neferkara en un tono que dejaba bien a las claras que no era preocupación lo que sentía—. No nos irás a confesar a estas alturas que tampoco a ti te gustan los templos, ¿no?
Hennut soltó un bufido a modo de protesta, pero en esta ocasión se contuvo. Tabira, por su parte, extendió los brazos —como para abarcar el espacio que les rodeaba— y abrió mucho los ojos, como si quisiera gritarles: «¿¡Pero es que no lo veis!?»
—¿Y el soldado? —preguntó enseguida Sennefer tras interpretar con acierto el mensaje.
—Se ha marchado por ese pasillo.
—¿Qué le has hecho? —preguntó Nefer, siempre elegante.
—Ahora no, Neferkara —el tono bajo de Tabira avisaba que no había lugar para sus ironías habituales.
—¿Y se ha ido así, sin más? ¿No te dijo nada? —Najt no salía de su asombro.
—No, no ha dicho nada —confirmó la chica—. De hecho, creo que debe de creer que nadie se ha dado cuenta de su ausencia. ¿Por qué lo habrá hecho?
—Sí es raro, pero tampoco podemos hacer nada... —empezó Sennefer, pero se interrumpió al reconocer la voz de Imhotep, que en la distancia y algo distorsionada por el eco, parecía haberles leído el pensamiento.
—¡Que nadie se quede atrás! ¡Aquí hay que tener cuidado para no despistarse y perderse. ¡Esta zona no es segura! ¡Adelante!
Los jóvenes se miraron entre sí, tan impresionados por la puntería del oficial al gritar su advertencia en el momento preciso como temerosos de lo que imaginaban que podía ocurrir si Imhotep se enteraba por ellos de la defección del soldado. Quizá hasta les echara la culpa por no habérselo impedido.
Transcurrieron varios segundos de mucha tensión, pero Imhotep debió de considerar suficiente su advertencia a todos los refugiados. A partir de ese momento ya solo escucharon los pasos cada vez más amortiguados de la gente, mientras el retroceso de la iluminación de las antorchas dejaba más y más espacio a las sombras. A no mucho tardar serían engullidos por la oscuridad.
Unos por otros, al final ninguno de los jóvenes se atrevió a alertar a Imhotep ni a sus hombres de la incomprensible acción del soldado fugado, y ello se convirtió en un nuevo motivo para entablar otra discusión.
—¿Por qué no has dicho nada? —preguntó Neferkara a Tabira en tono acusador.
—Te digo lo mismo —se defendió la joven—. Sabías tanto como yo.
—Bueno, calmémonos —terció Sennefer—. Además, eso ahora no importa. Lo mejor será que nos reunamos con el resto de refugiados, no nos vayamos a perder aquí abajo. Y entonces sí tendremos algo por lo que preocuparnos.
—Sen está en lo cierto —coincidió Hennut—. Venga, no perdamos más tiempo.
Echaron a andar con la mirada clavada en la mortecina claridad, presos de alguna clase de temor supersticioso —fruto sin duda de las truculentas historias que contaban los mayores sobre desdichados, sobre todo ladrones, que se quedaban atrapados en el interior de las tumbas que habían ido a robar— que los alertaba del peligro de verse sumidos en las tinieblas.
Todos menos uno.
Najt permaneció de pie allí mismo, con la mirada clavada en el pasillo escogido por el soldado y la mente braceando en un mar de dudas. Porque de alguna manera —cuya conexión se veía incapaz de comprender—, aquella imagen desencadenaba en él la evocación de otras que solo habían existido para él, durante el extraño sueño de la pasada noche.
¿Podría ser que Pentaur...?
—¡Najt! ¿Te encuentras bien, Najt?
La nerviosa llamada de Tabira, sumado al imperativo tirón en el codo propinado por la joven —bastante más fuerte de lo que aparentaba gracias al exigente entrenamiento al que la sometía su padre con el arco—, sacaron al joven de su ensimismamiento.
—¿Qué haces? —el muchacho, entre aturdido y molesto, se zafó de la mano de su amiga.
—Hemos de reunirnos con los otros, si nos perdemos...
—Ve tú —respondió el joven mientras las sombras se cerraban sobre su rostro—. Tengo que ocuparme de una cosa.
—Este no es el mejor momento para bromear.
Por toda respuesta, Najt le da la espalda y se dirige al pasillo —ahora ya oscuro como la noche— por el que se alejó el soldado.
—¡Najt! ¡Vuelve, Najt!
Al escuchar la angustiada voz de Tabira, Sennefer, Hennut y Neferkara deshicieron sus pasos.
—¿Qué pasa, Tabira? ¿Y Najt?
—Se ha ido por el mismo pasillo que el soldado, no entiendo qué le pasa.
—La maldición de las catacumbas —sentenció Neferkara con voz solemne fingida. En esta ocasión fueron las sombras quienes lo salvaron de las miradas de repulsa con las que fue recibido su ya tradicional comentario inoportuno.
Y, como casi siempre, los demás lo ignoraron.
—No podemos dejarlo solo. Se perderá.
—Pero si vamos tras él nos perderemos todos, con la única diferencia de que nadie se habrá dado cuenta —objetó Hennut con voz trémula.
—Ambas estáis en lo cierto —resumió Sennefer con su voz profunda y sosegada—. Pero en este caso me decanto por Tabira. Suceda lo que suceda, no podemos abandonar a nuestro amigo aquí abajo.
Sennefer interpretó el silencio que siguió a sus palabras como una aceptación poco entusiasta de su posición, pero se acogió al beneplácito otorgado y asumió la iniciativa.
—Agarraos de la mano —les ordenó mientras tomaba la de Hennut, que estaba a su lado—. Avanzaremos en fila y pegados a la pared.
Los cuatro se internaron a tientas por el oscuro pasillo, con plegarias en los labios y los ojos bien abiertos con la esperanza de atisbar cuanto antes alguna luz.
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