Capítulo 4 - Incomprensión
«Dos horas antes del ataque a Shedet»
Ávido de respuestas y, al mismo tiempo, ansioso por cumplir la promesa hecha a su madre la noche anterior, Najt se levantó del duro catre de adobe y se acercó a la esquina donde había dejado el hatillo que les entregara Ka-aper unos días atrás.
Extrajo con cuidado el collar y lo sostuvo entre sus manos mientras lo observaba con detenimiento. La primera vez que lo vio, aparte de que le llamara la atención su brillo metálico, no le había prestado demasiada atención. Después de todo, una joya no es precisamente lo que un adolescente espera que su abuelo le regale.
Lo que sí recordaba, y con bastante claridad, eran las dudas expresadas por su madre acerca del origen. Nesyamón parecía bastante segura de que no era kemita. Y ahora que podía apreciarlo mejor, se daba cuenta de que nunca antes había visto nada igual.
Aquella pieza no había sido elaborada con ninguno de los materiales kemitas más comunes. Los collares que utilizaba la gente más humilde solían ser, básicamente, de cobre, ya fuera solo o mezclado con algún otro elemento que resultara asequible. Los ciudadanos pudientes, en cambio, sí podían permitirse joyas elaboradas con materiales mucho más suntuosos, como oro, lapislázuli, alabastro, vidrio volcánico o ámbar.
Aun así recordaba haber visto —e incluso tocado— un par de objetos manufacturados con ese mismo material. Fue en uno de los pocos talleres de orfebrería que aún existían en la ciudad. El propio dueño, amigo de la infancia de su padre, le reveló —con cierto tono de presunción— que eran de plata. Luego se burló porque, según dijo, no podría pagar su precio ni aunque trabajara para él tres vidas enteras.
De su breve paso como aprendiz por el taller de Debhen, sin embargo, aprendió a valorar la calidad del trabajo realizado en cada joya. Y el collar de su abuelo le hablaba muy bien del artesano que lo había tallado.
¿Cómo habría podido Pentaur hacerse con un objeto tan exclusivo como ese? Najt lo miraba fascinado, con una mezcla de curiosidad y temor reverencial, pero en ningún momento se le ocurrió probárselo para ver cómo le quedaba. Era algo extravagante, más de lo que a él, que era de gustos sencillos, le hubiera gustado. No, no era el típico collar que uno se pondría para lucirlo delante de amigos y parientes. Más bien lo imaginaba, si acaso, sobre los hombros de algún alto dignatario en una ceremonia de relevancia, posiblemente de carácter religioso. Tal era la sensación de poder que proyectaba.
Inquieto, el joven depositó el collar con cuidado sobre el hatillo, mientras extraía el papiro que lo acompañaba. Su cabeza le susurraba que rompiera el sello allí mismo y leyera su contenido. Tenía que salir de dudas sobre lo que su abuelo había pretendido al elegirlo como su heredero, por delante de su propia hija. Y luego estaba la promesa hecha a Nesyamón. En cambio su corazón le imbuía de sentimientos de cautela sobre lo que podía esperar. Y a pesar de que no se le ocurría qué tendría que temer de un regalo de alguien de su sangre, y que tanto lo había amado, esa sensación no desaparecía. Al final ganó la prudencia. O el miedo.
Buscó a su madre por toda la casa, pero no la encontró. Debía de haberse marchado con Dyer, que acostumbraba a salir antes del alba, y no habrían querido despertarlo. No se dejó amilanar por el contratiempo.
Regresó a la habitación, se vistió con su shenti blanca de lino y descolgó de la pared un pequeño zurrón con correa que cruzó sobre su torso en bandolera. Tras arrodillarse junto al hatillo, extrajo con sumo cuidado el collar y el papiro y los guardó en el interior de la talega. Poco después, tras comer un buen trozo de pan y una cebolla, acompañado de un cuenco de cerveza, abandonó la casa con paso decidido.
Sabía que debía cumplir la promesa hecha, pero nunca dijo que tuviera que hacerlo solo. Se le había ocurrido que le resultaría mucho más fácil si se buscaba la compañía de algunas amistades. Por suerte, sabía dónde encontrar a varios de ellos justo a esa hora del día.
Hacía tiempo que contaban con un punto de encuentro —en una zona poco transitada cerca de la orilla del lago— para reunirse. Desde ahí les resultaba fácil desplazarse —si así lo querían— a otras zonas de la ciudad, siempre en función de lo que quisieran hacer.
Cuando llegó al lugar se alegró de haber tomado aquella decisión, pues se encontró con cuatro de sus mejores amigos, todos ellos desnudos y mojados —uno de los motivos de contar con un punto reunión allí era la posibilidad que les ofrecía el lago de refrescarse a cualquier hora del día—. Se extrañaron mucho al verlo.
—¡Najt! ¿Pero qué haces tú aquí? ¿Va todo bien? —la preocupación en las miradas de todos se sumó a las reflejadas en las palabras de Tabira.
El joven cayó en ese momento en la cuenta de que se suponía que estaba en pleno duelo por la muerte de su abuelo. De ahí la sorpresa de sus amigos, que no esperaban verlo fuera del hogar, y menos aún para reunirse con ellos en un lugar destinado al ocio y esparcimiento.
La confusión también lo alcanzó a él. Su intención de cumplir la promesa que le hiciera a Nesyamón había provocado que se abstrajera por completo de su dolor.
Sintió un conocido —pero no por ello menos incómodo— ardor en sus mejillas. Y encontrarse con las preocupadas miradas de Tabira, Sennefer, Hennut y Neferkara, en las que adivinó —al margen del lógico desconcierto—, incertidumbre acerca de su estabilidad emocional, tampoco le ayudó.
—Sí, claro... Desde luego... Pero es que necesitaba contaros varias cosas que me han ocurrido.
—Sentémonos —propuso Sennefer señalando un espacio despejado en el suelo, de forma circular y con señales evidentes de haber sido utilizado de manera habitual.
Ante las miradas de atención, no exentas de preocupación, de sus amigos, Najt inició el relato acerca de la visita del sacerdote del templo de Per-Sobek. Templo que, casualmente, no se encontraba demasiado lejos de donde se encontraban. De hecho, mientras el muchacho se refería a él, Hennut —que solía quejarse del ambiente asfixiante que casi siempre se respiraba en su interior—, le dedicó una mirada de aprensión a las altas torres gemelas con forma de pirámides truncadas que flanqueaban el acceso principal al edificio religioso.
—¿Os visitó un sacerdote? Pues eso es muy extraño —comentó Tabira.
—Y es lo que menos os va a sorprender del asunto —respondió Najt a modo de advertencia para su improvisado, y ya casi cautivado, auditorio—. Lo realmente insólito es que me hiciera una entrega formal de dos objetos que pertenecieron a Pentaur. ¡A mí!
—¿Tú eres el heredero de Pentaur? —Tabira, en efecto, ya había olvidado que un sacerdote visitara la casa de Dyer y Nesyamón.
—¿Y qué dice su hija? —inquirió Sennefer, su mejor amigo y que, por eso mismo, conocía mejor que los otros el carácter de la madre de Najt.
—Nada en realidad. Pero el sacerdote se marchó enseguida y sin dar explicaciones. Y luego, cuando nos quedamos solos, tampoco se quejó, al menos delante de mí. Aunque tengo la impresión de que se sentía algo molesta de que Pentaur no se hubiera acordado de ella.
—¡Eso está más que claro! —intervino Neferkara con su habitual falta de diplomacia—. Ella es su hija. Debería heredar cualquier cosa que hubiera pertenecido a su padre. Es lo natural.
—Espero que no te ofendas, Najt, pero a mí también me parece un tanto inadecuada la decisión de tu abuelo —terció Sennefer mientras le dirigía a Neferkara una mirada de reconvención por su forma de expresarse—. Nesyamón cuenta con motivos más que sobrados para sentirse dolida.
—No digo que no sea así —admitió Najt—, pero es que todo ha ocurrido tan rápido que casi no he tenido tiempo de encajarlo. Y por si fuera poco, luego está lo del sueño...
—¿El sueño? ¿También hay un sueño? —Tabira redobló su atención en la historia al escuchar aquella palabra, tan especial para ella. Entre el grupo de amigos era conocida —y, en no pocas ocasiones, objeto de burla— la especial sintonía de la muchacha con todo aquello relacionado de alguna manera con el mundo onírico.
Najt la miró con cautela, aunque ya de antemano sabía que, en cuanto lo nombrara, ella le pediría que lo contara con todo lujo de detalles.
—Sí, bueno... Sucedió esta misma noche. Soñé con mi abuelo. El propio Pentaur se me apareció, aunque él nunca llegó a pronunciar una sola palabra. Fue todo muy extraño, tan solo me miraba. Luego nos cubrió una niebla bastante espesa. Lo seguí y, antes de desaparecer, me mostró una de sus pertenencias. Pero no termino de comprender qué quería decirme.
—No creo en los sueños —discrepó Neferkara mientras, previsor, adelantaba el mentón en actitud desafiante. Luego, como si persiguiera una desaprobación aún mayor de Tabira, añadió—: Estoy convencido de que los dioses y los muertos tienen cosas mucho más interesantes que hacer que decirnos a los vivos lo que quieren que hagamos.
—No blasfemes, Neferkara —pidió Tabira en un tono que expresaba más disconformidad que enfado. Todos se conocían desde hacía tiempo, y sabían ya de qué pie cojeaba cada uno.
—Amigo Najt, lo que nos has contado es asombroso —dijo Sennefer, siempre atento a la esencia de los problemas—, pero responde, si puedes, a una cuestión. ¿Cómo podemos saber que esa historia es algo más que el resultado de tu imaginación? Los espíritus aquejados por una gran pena a menudo se tornan confusos.
Por toda respuesta, Najt metió la mano en su zurrón y extrajo los dos objetos para, a continuación, mostrárselos a sus amigos. Estos los observaron con cautela al principio, sin ni siquiera atreverse a tocarlos. Fue Tabira quien se animó primero a tomar el collar, tocarlo, sopesarlo y darle la vuelta para, finalmente, pasárselo a los demás, quienes hicieron más o menos lo mismo. Sennefer, por su parte, centró su atención en el papiro.
—No lo has leído —le dijo a Najt a modo de interrogante al percatarse del sello de cera intacto.
—No, no me sentía con ánimo.
—Lo comprendo, pero considera que puede ser importante. Es muy posible que Pentaur quisiera valerse de él para explicarle a su familia los motivos que le llevaron a tomar su decisión.
—Yo también lo había pensado —confesó Najt—. Pero después de tener ese sueño tan inquietante me di cuenta de que no quería enfrentarlo solo, y mis padres se marcharon pronto.
Sennefer no tuvo tiempo de replicar, pues en ese momento cobró protagonismo la conversación que mantenían Hennut, Neferkara y Tabira acerca del collar.
—¿De verdad te lo vas a poner? —le decía Neferkara a Hennut mientras esta lo elevaba ya por encima de su cabeza. Se detuvo en el aire al cruzarse su mirada con la de Najt y darse cuenta de que no le había pedido permiso.
—Ups, lo siento... ¿Puedo probármelo, Najt?
Hasta entonces el muchacho ni siquiera se había planteado la posibilidad de probarse su propio collar. Tal vez porque nunca lo vio como el objeto estético y ornamental que, como cualquier otra joya, era.
—Eh..., sí, adelante. Pruébatelo, probáoslo todos si queréis.
Hennut sonrió y acabó el movimiento, posando con cuidado el colgante sobre sus hombros.
—¿Y bien? ¿Qué tal me queda?
—Pffff —soltó Neferkara para expresar su desencanto.
Tabira ignoró la grosería pese a compartir —muy a su pesar— el sentimiento que lo había suscitado.
—Creo que no te favorece demasiado, Hennut —comentó en un intento de no hacer daño, pero sin traicionarse a sí misma.
—¿Por qué? ¿Es por el color de mi piel? Este metal no es demasiado corriente —la joven se puso el color sobre un antebrazo para comparar cómo le quedaba.
—No, no es el color. Es que esa forma que le han dado, con tantas asimetrías, resulta extraña. Una vez puesto, se ve ridículo. Mira, pásamelo, deja que me lo pruebe y así lo podrás ver tú misma.
Hennut se lo quitó, no muy convencida, y le entregó el collar a Tabira, que se lo puso con habilidad en un abrir y cerrar de ojos.
—Pues es cierto —reconoció Hennut, sorprendida al ver lo mucho que cambiaba el aspecto de alguien que se veía con tan peculiar joya al cuello respecto a cuando lo llevaba otra persona.
—Ahora yo —demandó Neferkara mientras se dibujaba una sonrisa sarcástica en sus labios.
Tabira le tendió el colgante, y el joven se lo ciñó al cuello sin la menor ceremonia, garbo o buen gusto.
—¿Y bien? —desafió a sus amigos.
Hennut y Tabira soltaron una larga carcajada.
Definitivamente, el collar, salvo por el incuestionable beneficio económico de haber sido confeccionado en un material de extrema escasez, no despertaba especial interés, sin importar mucho quién lo luciera.
Neferkara, herido en su amor propio por la reacción de las chicas, le tendió el collar de vuelta a Tabira, que lo examinó con cuidado, como si quisiera descubrir algo que se le hubiera escapado antes. Aún con esa molesta sensación en la cabeza, le cedió a su vez el colgante a Sennefer, pero este se limitó a devolvérselo a su dueño sin prestarle atención.
—¿No crees que ha llegado el momento de que te enfrentes a la verdad? —Neferkara se dirigía a Najt pero su mirada recayó en el papiro.
El interpelado suspiró. Sabía que, si había acudido allí, era justamente para eso. En su cabeza resonaron una vez más las palabras de Nesyamón, que antes habían sido las del propio Pentaur: «Todos necesitamos en algún momento a los demás».
Najt inspiró con fuerza. Rodeado de un silencio expectante, rompió el sello de cera y desenrolló con cuidado lo que creía que era una carta escrita para él de parte de su abuelo. Su reacción no se hizo esperar, aunque tampoco fue la que habían estado esperando.
Sus amigos vieron cómo, en un primer momento, se acercaba el papiro a la cara, como si fuera un anciano decrépito y le fallara la vista, luego desenrolló más papiro, acción que tampoco debió funcionar a juzgar por su cara de disgusto. A continuación abrió mucho los ojos, como si hubiera pasado en un instante de estar en una calle a pleno sol a una tumba bajo la arena del desierto. Por último pareció que iba a decir algo, pero debió fallarle la voz en el último momento, pues fue incapaz de articular sonido alguno.
—¿Qué ocurre, Najt? —Tabira fue la primera en reaccionar—. ¿A qué vienen tantos gestos? ¿Nos puedes contar qué dice la carta?
La mirada del muchacho se perdió en el lago. Los cuerpos de sus amigos se transformaron en bultos borrosos que ya no podía ver con nitidez, mientras sus pensamientos viajaban lejos. Sin percatarse de ello bajó los brazos, al parecer incapaces ahora de aguantar el exiguo peso del papiro.
Los otros se habían quedado inmóviles al verse frente al demudado rostro de Najt, un semblante que no era otra cosa que la viva imagen de la decepción, pero Sennefer alargó a tiempo los brazos para asir la carta antes de que su amigo la dejara caer al suelo.
La desplegó frente a él y los demás se arremolinaron para intentar ver por encima de sus hombros. Todos se preguntaban qué cosas horribles podía haber escrito Pentaur como para provocar semejante reacción en el siempre afable Najt. Sennefer arrugó la frente, pero guardó silencio.
—¡Pero qué clase de broma es esta! —exclamó Neferkara.
—¿Qué se supone que significa? —preguntó Tabira.
—Espero que tenga sentido para alguien, porque para mí, desde luego, ninguno —acertó a protestar Hennut.
—Nada de nada —rezongó Najt con amargura mientras todos se volvían hacia él—: Tan solo un montón de signos sin sentido que, de hecho, ni siquiera se pueden leer.
Sennefer posó de nuevo la mirada sobre el papiro, pero, al igual que la primera vez, le resultó imposible comprender algo de lo allí escrito. Como bien había dicho Najt, aquel texto resultaba ininteligible.
—Aún no está todo perdido —intervino Tabira—. ¿Quién sabe si los sacerdotes del templo de Per-Sobek sean capaces de leerlo? En el templo se atesoran conocimientos milenarios de muchas lenguas distintas.
—Si hay alguien en Shedet capaz de descifrar ese documento, son los sacerdotes —corroboró Sennefer—. No sería mala idea ir en busca de ese tal Ka-aper y pedirle ayuda.
—Si eso fuera cierto —objetó un abatido Najt— ¿por qué, para empezar, Pentaur les encargó que me lo entregaran, si sabía que luego tendría que acudir de nuevo a ellos? No le veo ninguna lógica. Es más, ahora que lo pienso, se me ocurre que es muy probable que lo que han escrito ahí ni siquiera vaya dirigido a mí.
—¿Insinúas que Pentaur planeó todo esto pensando que tú solo fueras una especie de mensajero? —Neferkara se había llevado los dedos pulgar e índice al mentón, y por un momento sonó hasta sensato. Pero, al final, seguía siendo Neferkara—: Me gusta, suena bastante retorcido. Me sumo a eso de que deberíamos investigarlo.
—Esto no es un ningún juego, Nefer — al díscolo Neferkara ya no le afectaban, por habituales, las miradas de reprobación de sus amigos, pero eso tampoco le salvó de la reconvención de Tabira.
—En efecto, no se trata de un juego —apuntó Sennefer retomando las palabras de Tabira para elaborar con ellas su propio argumento—, pero sí parece que nos hemos topado con alguna clase de enigma, acertijo o como lo queramos llamar. Ahora se trata de decidir si queremos resolverlo o no.
—Pero, sabiendo que el papiro y el collar le pertenecen a Najt ¿no sería él quien debería tomar esa decisión? —planteó Hennut.
Todas las miradas del grupo se concentraron en el joven.
Najt, desanimado y confuso por la falta de respuestas que, tan solo unas horas antes, había confiado encontrar de un modo tan sencillo como leer una carta, se enfrentaba ahora a un gran dilema: no hacer nada —salvo centrarse en su duelo y aceptar vivir con la duda el resto de su vida—, o tirar de un fino hilo con la intención de descubrir la verdad que se esconde tras la decisión de Pentaur de dejarle en herencia algo que, al parecer, no guarda ninguna relación con él.
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