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2._ Andén


Los días de otoño en esa región eran lluviosos. Las últimas dos semanas apenas habían tenido cuatro días sin que el cielo derramara un diluvio sobre la tierra. Pero no había inundaciones, derrumbes o colapsos viales. Ese suelo estaba preparado para absorber grandes cantidades de agua y convertirlas en hierba verde que cubría los montes y los valles. Ese día estaba lloviendo también, pero muy suavemente. La gravilla entre los rieles estaba empapada al igual que los adoquines y las bancas que no eran lo suficientemente bien amparadas por la curva techumbre moderna, diseñada sin ningún otro propósito que el de lucir bien. 

Mary estaba sentada en una de las bancas sosteniendo sobre ella con paraguas de color rojo profundo, como uno de esos vinos que hace años no probaba. Tenía puestas unas botas de charol hasta la rodilla que hacía contraste con su pantalón blanco. El agua se resbalaba por su calzado como ella por los recuerdos que ese encuentro, de hacia unos días, había desatado en su memoria. Una pregunta retumbada en su cabeza desde entonces. Una pregunta que despertaba muchas más y daba rienda suelta a su imaginación ¿Qué hacia él en su lugar? ¿Por qué Dai había descendido en esa estación? ¿Se había mudado a esa región, estaba allí por trabajo, por alguna diligencia, fue a visitar a alguien... qué hacia él ahí?

A lo lejos el silbato del ferrocarril que iba llegando la hizo levantar la vista. Mary miró al cielo justo a tiempo para ver un relámpago. El trueno hizo temblar el suelo, el andén y su corazón. Unos cien metros más allá la talanquera, en el paso a nivel, detenía a los automóviles. Las luces rojas de la señalética parpadeaban entre la lluvia. Pronto el tren se detuvo delante de Mary y los pasajeros descendieron rápido amparandose de la lluvias con periódicos, bolsos, paraguas, cualquier cosa. El ferrocarril partió silbando entre los truenos y pronto el andén volvió a quedar vacío de nuevo, mas entonces él apareció.

Dai llevaba puesto un abrigo pesado sobre los hombros y un paraguas oscuro sobre su cabeza. Caminó hacia ella mirando las bancas de enfrente, viendo a unos perros acorralar a un gato que se trepó sobre la techumbre de cristal. Al volver los ojos al frente se encontró con la mirada de esa mujer que le borró la sonrisa. No detuvo su avance. Deseaba quedar al amparo de esa curva de metal y vidrio. Las bancas estaban empapadas, pero estar de pie allí evitaba el impacto del crudo viento de estación.

¿Qué hacía ella ahí? Se preguntó Dai ¿Estaría viviendo en ese pueblo, estaba de paso, quizá tenía un nuevo trabajo? La miró de reojo, ella veía al frente, él hizo lo mismo. Del otro lado del andén el gato brincó al piso, saltó a los rieles y luego subió del lado de ellos siendo seguido por los perros. Desesperado el animal brincó a los brazos de Mary. La mujer lo sujetó por autoreflejo acabando rodeada por los canes que le ladraban y gruñían de manera bastante atemorizante. Mary dejó caer su paraguas para pararse sobre la banca sin quitar sus ojos de esos animales. Le tocó dar un puntapié a uno que salto tratando de morderle el brazo.

–Sera mejor que sueltes al gato– le dijo Dai– Si lo haces los perros irán tras él...

–Si lo hago y lo atrapan lo harán pedazos– respondió Mary sintiendo las garras del gato en su brazo, por debajo de su ropa.

Dai cerró los ojos y guardo silencio. Al volver a mirar a Mary suspiró. Con calma cerró su paraguas, caminó hacia la mujer y enganchando el extremo de su sombrilla en el collar de uno de los perros lo apartó del grupo. Tuvo que tirar con fuerza. El animal era grande y parecía solo querer alcanza el gato en brazos de Mary. Un golpe en su nariz terminó con eso. Los gimoteos de ese can llamaron la atención de los otros que a un ademán de Dai retrocedieron gruñendo. Un golpe a otro de ellos bastó para espantarlos. Los perros dejaron el andén desapareciendo entre la lluvia más allá del límite de los adoquines.

Dai abrió su paraguas para cubrirse de nuevo. Estaba empezando a llover con fuerza. Le ofreció su mano a la mujer para que bajara de la banca. Ella dudó en si debía o no sujetarla. Lo hizo después de una pequeña meditación. Dió un brincó para bajar del asiento momento que el gato aprovecho para bajar de sus brazos. Ambos los vieron arrojarse a los rieles, volver del otro lado y escabullirse en un hueco entre los ladrillos del muro que sostenía el techo.

–Gracias– le dijo Mary al soltar la mano de Dai.

–Fue un gusto– le respondió él apartandose unos pasos para levantar el paraguas que ella había dejado caer y regresarselo.

Dai tenía un trato muy amable con todos. Era gentil y educado, muchas veces pareciendo incluso condescendiente. Para muchos que socorriera a Mary hubiera resultado algo esperable de una persona como él, pero ella lo conocía y sabía que Dai nunca se involucraba, activa o intelectualmente, en nada que no lo afectará directamente. En una situación normal él solo se hubiera limitado a quedarse donde estaba. De haberle pedido ayuda, Dai hubiera ido a buscar al encargado de la estación para que resolviera el problema.

Él no dió indicios de querés seguir la conversación así que Mary guardo silencio y se asomó a los rieles a ver si el tren estaba llegando, pero no lo hizo hasta un cuarto de hora más tarde. Aquél tiempo se hizo largo. El viento se intensificó y sostener un paraguas resultaba más un estorbo que una ayuda. Ambos lo cerraron para esperar el ferrocarril que anuncio su llegada con su silbato que pareció un quejido en el ese clima gris. De casualidad ambos se miraron y se ubicaron detras de la línea amarilla.

Al abordar vieron las butacas ocupadas salvo por dos puestos junto al pasillo que estaban de espaldas el uno al otro. Las ocuparon. Ninguno quería viajar de pie durante cinco horas. Dai se quitó el abrigo que estaba mojado antes de sentarse. Mary secó su impermeable con una toalla de papel antes de ocupar su puesto. Parecía un mal chiste quedar sentados de espaldas, separados por unos cuantos centímetros de tocar sus cuerpos.

–Disculpa– le habló él y ella lo miró de reojo– ¿Te importaría tomar tu cabello? Está mojado y...

–Lo siento– se disculpó la mujer y tomó su melena para ponerla toda sobre su hombro.

Ese intercambio de escuetas palabras los hizo mirarse de muy cerca, pero no volvieron a interactuar. Mary metió la cabeza en un libro. Dai se adentró en sus pensamientos. Su estatura dejaba sus pies un poco en el aire y cuando estaba aburrido y de buen humor tenía la manía de balancerarlos, pero muy disimuladamente. Mary tuvo la impresión de que él estaba haciendo eso a su espalda y se sonrió, casi se rió obteniendo una fugaz mirada de reojo de Dai que fue capaz de saber el motivo del ánimo de la mujer. Cerrando los ojos detuvo el balanceo de sus pies.

Una hora después de haber abordado el tren paso el inspector revisando los boletos. Tras él apareció un vendedor autorizado empujando un carrito con bebidas y golosinas. Dai y Mary lo llamaron al mismo tiempo. Se miraron de nuevo, pero otra vez se quedaron callados.

–Un té helado por favor– pidió él.

–Muy bien ¿Y la señorita?– habló el vendedor.

–Una manzana– respondió Mary viendo que el hombre llevaba fruta entre los paquetes de papas fritas y galletas.

Dai se sonrió, pagó y volvió la mirada al frente abriendo su lata de té frío. Mary se lamentó por no tener sal para echarle a su manzana y regresó la mirada al asiento de en frente donde había una señora con cara de amargada.

–No tires las cáscaras bajo el asiento– le advirtió la mujer cuando vio a Mary morder su manzana.

–Descuide... Me gusta tragarme todo lo que pongo en mi boca– le respondió Mary.

–Irreverente– murmuró la señora y miró por la ventana.

Dai, al oír a Mary, se sonrió y la miró de reojo. Ella no lo notó.
El viaje continúo a esa velocidad constante de los trenes. El paisaje y el clima fue cambiando mientras el ferrocarril iba acercándose a la última estación. Después de la cuarta parada el número de pasajeros comenzó a aumentar al punto de volverse una enorme lata de sardinas. Una hora antes de llegar al final de las vías, una mujer joven comenzó a experimentar una fuerte fatiga. Una señora le pidió a Dai que le cediera el asiento y él lo hizo quedando de pie al lado de Mary que le miró un poco incomoda.

El último tramo era el peor. Todos apretados, aplastados y quejándose. Una persona intentó sacar su bolso de debajo del asiento y golpeó a Dai haciendo que este empujara a Mary. Ella le puso la mano en el pecho para evitar le cayera encima. Fue algo instintivo. Apartó sus dedos de él rápidamente. No lo miro, pero Dai a ella si. Mary volvió la atención a su libro. Uno que él tiró de sus manos cuando quedó sobre el regazo de la mujer después de ser empujado por alguien. No fue el único que terminó siendo tumbado y eso desató un altercado entre los pasajeros.

–¿Quieres que te lleve el abrigo y el paraguas?– le preguntó Mary a Dai cuando esté se levantó de sus piernas.

–No gracias.

–¿Quieres que te lleve a tí en mi regazo?– le preguntó la mujer sonriendo divertida, él frunció el ceño– Perdón.

Dai apartó de ella sus ojos esperando pronto descender del tren.

Cuando al fin el ferrocarril llegó a la estación y las puertas fueron abiertas. La masa de gente arrastró a Dai hacia el exterior, perdiendo su abrigo en el proceso. Esperando a que todos descendiera, Dai se quedó parado en el andén. Mary aguardó a que la mayoría bajara para hacerlo ella. Eso le permitió encontrar el abrigo en el piso y bajo con él entre sus manos.

La techumbre de la gran estación estaba hecha también de cristal y metal. Las décadas lo habían empañado, cubierto de polvo y más, pero todavía se podia ver el cielo a través de él. Allí las nubes se estaban separando movidas por un viento refrescante bajo un sol radiante. Ese sol que calienta sin quemar tan propio de la estación del otoño.

Dai pensaba subir a buscar su prenda, pero al ver que Mary bajaba con ella permaneció de pie en el andén entre un poste con el reloj y otro del que caía una enredadera bañada por la lluvia de la que todavía quedaban charcos sobre la cerámicas. Como Dai no se movió fue ella quien caminó hasta él para entregarle su abrigo. En esa oportunidad se miraron a los ojos. La última vez que lo hicieron las pupilas de ambos estaban enardecidas.

–¿Cómo has estado?– le preguntó Mary serena y casi dulce.

–Exelente – respondió tomando su abrigo– Parece que te ha ido bien– comentó– Luces muy bonita, Mary.

–Tú luces igual– comentó ella medio sonriendo.

–Solo por fuera– le dijo abriendo su abrigo para ponerlo sobre sus hombros.

Mary cerró los ojos al oír eso y recordar aquel terrible desencuentro que los separo.

–Fue un gusto verte, Daishinkan– le dijo al fin.

–Lo mismo digo– respondió él– Buenas tardes– agregó a modo de despedida.

–Buenas tardes– contestó ella y se encaminó hacia la salida. Él esperó que se alejara para no parecer que iban en la misma dirección.

Sentado en una banca, solo en el andén, se quedó Dai oyendo la música añeja que brotaba de la radio que el hombre que hacía la limpieza tenía sujeta a su cinto. Pronto comenzó a tararear muy, muy bajito.

–Solo por fuera...– se dijo recordando un viejo poema que a ella le gustaba– Cierto es que tú y yo...no somos los mismos, Mary.




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