1._Tren.
Ese tren era como poner en una batidora los tonos de principios del siglo XX, la nostalgia de la época de la prohibición, la revolución de la posguerra y el modernismo pop en el arte. A qué diseñador se le ocurrió tragarse semejante revoltijo y luego escupirlo sobre las vías férreas, era una pregunta que solía hacerse Mary cada vez que abordaba el ferrocarril. Odiaba tanto el diseño de esos vagones como odiaba el hecho de que sobrevendíeran los boletos para meter en esas latas de fibra de vidrio y acero decenas de personas como sardinas empacadas, conservadas en jugos pestilentes mezcla de sudor, perfumes de toda índole, fragancias de comida rápida, tabaco y otro montón de cosas inmerecedoras de ser nombradas.
El tren de las diez de la mañana era el peor de todos. No solo trasladaba viajeros a través de las siete estaciones también llevaba a trabajadores, estudiantes, enfermos mentales hacia el sanatorio, prisioneros a la cárcel estatal y artistas callejeros, sino que también uno que otro perro que se colaba con algún vagabundo que aprovechaba de dormir un tramo al resguardo de la seguridad de esa apretada caja de metal. Lo malo de los perros, para Mary, era que se ponían a aullar a mitad del camino o comenzaban a correr de un lado a otro entre las piernas de los pasajeros que de pie en los pasillos, practicaban sostener el equilibrio de manera casi circense. Tal vez digna de alguna nueva disciplina de los juegos olímpicos.
Aquella mañana, como pocas veces, Mary consiguió un asiento junto a la ventana y poniéndose sus blancos y grandes audífonos se dispuso sumergir su mente en un pequeño libro de bolsillo con un título escueto en un idioma africano. No es que el libro estuviera escrito en ese idioma fue solo una táctica del autor para hacer que su simplona obra resonara un poco más en el mercado literario. Las puertas del ferrocarril solían abrirse cuarenta y cinco minutos antes de la partida. Tres cuartos de hora en los que toda clase de personas abordaban los vagones apretándose unos con otros en una cadencia enfermiza. Para las diez de la mañana que alguien soltara un gas dentro del ferrocarril podía ser considerado un crimen capital. Todas las ventanas cerradas, la calefacción al máximo debido al frío clima en el exterior y centenares de personas comprimidas como un montón de palomitas bajo el papel aluminio en la sartén, el que cometiera la osadía de expulsar allí sus gases debía ser condenado a muerte, pensaba Mary.
Pero ella no era la única que detestaba la incomodidad del transporte público. Del otro del lado vagón, subiendo con un poco de prisa, mirando su reloj de pulsera estaba Daishinkan o Dai para quienes permitía usar ese diminutivo. Podía viajar en su propio automóvil o contratar un servicio particular, pero por alguna razón ese viaje siempre lo realizaba en tres, aunque eso significará ser aplastado en una marea de gente. Su baja estatura lo hacía un tanto invisible al resto de pasajeros y a menudo recibía codazos, golpes con los bolsos de las mujeres casi en el rostro y su olfato era atacado por los olores a medio paso entre las axilas y los genitales. Por suerte era otoño y la gente sudaba menos. No era de muchas palabras, pero sabía expresarse muy bien, sin embargo, su rostro se llevaba las palmas en lo que a comunicación se refería. Una sola mirada era capaz de hacer retroceder al más audaz si se lo proponía. Lamentablemente en un sitio con un contacto visual casi nulo, su semblante disgustado no lo ayudaba en nada. A esa hora, con tal cantidad de gente en el tren, intentar abrirse paso en busca de un asiento cómodo resultaba un esfuerzo inútil. Dai era viejo, aunque su aspecto lo hacía lucir con suerte como un hombre de cuarenta años, él había pasado esa etapa hacia bastante tiempo. Pero al no tener una apariencia acorde a su edad no le tenía las debidas consideraciones y nadie se levantaría para darle su lugar y él no pensaba reclamar tal cosa. Con la chaqueta muy bien doblada sobre su brazo pasó entre la gente buscando uno de esos pilares metálicos para sujetarse. La idea de tener que tomarse de un objeto manoseado por personas que quizás no lavaron sus manos después de ir al baño le era repulsiva, pero tolerable.
A las diez en punto el ferrocarril partió. Era curioso como los murmullos de la gente terminaban una vez el tren se ponía en movimiento. Todo ese cuchicheo molesto se silenciaba dejando oír el chirrido de los raíles. El silbato del tren anunció su partida y poco a poco la estación fue quedando atrás para internarse entre los esqueletos de trenes olvidados en las vías. Después seguía el paisaje urbano de principios del siglo. Edificios de tres pisos con elaboradas falladas de piedra convertidos en centros comerciales y tiendas locales, más allá comenzaban las planicies de vegetaciones esteparía y con ellas el ambiente nostálgico tan característico de los trenes.
Mary disfrutaba del paisaje, a través de su ventana, acompañada de una selecta lista de música. Pero cuando la monotonía del panorama cansó sus ojos regresó la vista al libro de bolsillo que había dejado descansando en su regazo. Conocía la ruta muy bien. Había transitado por ella decenas de veces. Su cerebro sabía cuando hacerla levantar la cabeza para mirar del otro lado del cristal.
Dai, atrapado entre los pasajeros, solo podía apreciar la textura de la ropa de la mujer delante de él y de los hombres a sus costados. La mezcla de perfumes de estos estaba resultando fastidiosa. Pero debía ser paciente. Después de la tercera estación la cantidad de pasajeros comenzaba a reducirse considerablemente. Una hora y diez le tomaría poder respirar aire menos denso y ver algo ajeno a los atuendos de la gente.
Poco a poco y estación tras estación el número de personas fue reduciéndose liberando el espacio y permitiendo al aire circular. Ese era el momento en que los inspectores salían de la cabina para comenzar a revisar boletos. Antes era imposible que pudieran desplazarse. Fue gracias a uno de sos gentiles hombres que al notar el descuento en el boleto de Dai, este podo conseguir un asiento. El joven a quien hicieron ponerse de pie no estaba muy contento, pero no acatar las reglas del ferrocarril implicaba ser abandonado en la próxima estación y el chico todavía tenía un largo viaje. Sonriendo Dai ocupo la butaca quedando cómodamente del lado de la ventana. Los pasillos estaban saturados, pero los espacios entre los asientos no lo estaban y la visibilidad sobre ellos le permitió encontrarse con una figura que hace años no contemplaba.
Sucedió al mismo tiempo. Él miró al frente después de darle las gracias al inspector y ella levantó la vista al oír el anuncio de la siguiente estación. Se quedaron viendo con la sorpresa del súbito encuentro y el resplandor sutil del reconocimiento. De haber sido otra persona Dai hubiera podido esbozar una sonrisa gentil, pero se trataba de ella y lo que se dibujó en su boca apenas podía considerarse un intento por no perder su perfecta fachada.
Mary tragó saliva despacio, como si ese acto le permitiera digerir la visión que tenía unos asientos delante de ella. Se tomó varios segundos para desprender su mirada de la de él. Buscó una distracción en el paisaje, en el libro que sostenía, pero acabó cerrandolo como de un golpe y bajando los audífonos de sus orejas a su cuello. De haber podido se hubiera levantado y marchado, pero estaba atrapada con él viendole fijamente.
El ferrocarril se detuvo. Algunas personas subieron otras bajaron, pero el vagón quedó casi desocupado lo que abrió la vista para ambos. Dai no le quitaba los ojos de encima y ella, como un ratoncito acorralado, trataba de escapar de esos ojos como fluorita. Verse desencadenó en ambos todos los recuerdos retenidos por el tiempo. Reapareció la última emoción que se provocaron el uno al otro y ese sentimiento predominó el resto del viaje entre preguntas que morían en el silencio de sus semblantes y el orgullo de cada cual. Estaban inquietos. Mary lo evidenciaba, en comparación a él, mucho más. Pero sus caras no reflejaban más que calma y frialdad. Uno a uno los pasajeros del tren, como del vagón, comenzaron a descender y los pasillos y butacas fueron quedando despejados como se abre el cielo después de la tormenta.
El chirrido de los rieles comenzó a ser acompañado por el débil sonido de la lluvia golpeando la ventana. El clima cambia de una región a otra y en esa estaba lloviendo muy fuerte. No se podía ver nada a través del cristal lo que hizo a ambos mirar al frente y volver a mirarse. Mary hundió la mirada en su libro. Dai le pidió el periódico prestado a un hombre que estaba sentado frente a él. Al rato, sin embargo, de manera muy discreta ambos se observaban. Mary estaba diferente. Tenía el cabello más corto y más claro. Una mano debajo del hombro y anaranjado. Su rostro se veía más sereno, su mirada menos incisiva. Su atuendo era una mezcla de dos colores oscuros, pero suaves a la vista. Lucía más madura, pero también más distante. Dai no había cambiado nada. El mismo peinado, el mismo semblante. Al mismo tono de azul en su ropa, los mismos ojos grandes.
Para cuando el ferrocarril llegó al último tramo de su viaje, en ese vagón solo quedaban ocho personas además de ellos. Por el altavoz se anunció la última estación y los pasajeros comenzaron a levantarse de sus asientos para buscar los paquetes que guardaron bajo las butacas o arreglar su ropa para la lluvia. Mary llevaba un bolso pequeño. Un morral. De él extrajo un impermeable ligero, translúcido con un tono rojizo. Dai la observó desde su puesto. Él también se levantó para ponerse la chaqueta bajo la cual escondía un paraguas de los que se extienden. El ferrocarril comenzó a disminuir la velocidad al internarse en el recinto de la estación y ambos caminaron hacia las puertas. Había dos en cada vagón.
Pasaban de las cinco de la tarde. La torre del reloj anunciaba la hora desde sus cuatro caras y en el andén habían faroles que también tenían un reloj. Dai bajó primero, pero fingió arreglarse la chaqueta para esperarla a ella. No pensaba hablarle solo quería saber en que dirección iría para él ir en la apuesta. Mary descendió y sus botas color caoba fueron recibidas por un charco en los adoquines. De reojo miró a Dai y dándose la vuelta se alejó hacia el sur. Él la observó, disimuladamente, recordando aquel día de primavera cuando ella se alejó sin voltear a verlo. Cerrando los ojos, entre aliviado y molesto, Dai se encaminó hacia la salida de la última estación...
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