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༺ CAPÍTULO 7. LA BOHEMIA PORTEÑA ༻

https://youtu.be/zYy4D1-idYA

Una noche de juerga repleta de excesos, puede convertir a cualquiera en un ser altamente social, desinhibido y más seguro de sí mismo. Es toda una mezcolanza de sensaciones que van desde la sedación hasta la analgesia.

El plan para el desmadre era beber vino, luego unas cuantas cervezas y los más osados fumarían un poco de marihuana. Con el pasar de las horas, entre sorbo y sorbo de alcohol, nos veíamos como una juventud divertida y despreocupada, absortos en nuestro ritual nocturno de celebración.

En la efervescencia del festejo, la figura de Johanna emergió entre la multitud, acercándose a mí con una botella en sus manos. Allí, desparramados en la acera, comenzaríamos a fijar la vista en la pared de enfrente, envueltos en una conversación sin sentido, en tanto los demás, más allá del tiempo y el espacio, parecían moverse como en cámara lenta.

—Estoy algo mareada, ¿se está moviendo la pared? —dijo señalando con el dedo, algo sorprendida.

—Es por la mezcla de porro y alcohol —le aseguré.

—Sabes, a veces, me gustaría encontrarme a mí misma ¡Quisiera, solo por una vez, saber quién soy! —me decía algo melancólica, mirándome con sus ojos claros y brillantes.

—Pero si estás ahí, eres Johanna ¡Te estoy viendo! —le respondí, algo extrañado por su declaración.

—Entonces, ¿por qué estoy tan sola? —preguntaba muy seria, tratando de enfocar nuevamente su mirada hacia la pared.

—Pero, si estás rodeada de gente... —le repliqué ante el sinsentido de sus palabras.

—¡Aún no entiendo por qué es tan difícil encontrar monedas en este país! —se quejó Johanna, cambiando súbitamente de tema.

—Esto se debe a que, durante la crisis económica del 2001, el estado argentino no podía negociar con el FMI y la deuda externa debido a la recesión, el déficit fiscal, la hiperinflación, el desempleo y la devaluación de la moneda nacional ante la fuga de capitales y el aumento del dólar. Por lo tanto, si quería aumentar el PIB y estabilizar la economía, tenía que enfocarse en la venta de dólares de reserva en el mercado público para reestructurar la mora con el FMI, ordenar las cuentas públicas y de esta manera lograr un excedente presupuestario. Pero primero, debían enfrentar un estallido social y una votación popular —le expliqué con seguridad antes de dar un sorbo a la botella y así callarme después de tanta perorata innecesaria. Mientras tanto, ella sólo atinó a mirarme algo confundida.

—¿Por qué la vida es tan difícil? —inquirió mientras tocaba su cara para salir un instante del letargo.

—Porque de lo contrario, sería tan monótono y aburrido —aseguré. A lo lejos, alguien comenzaba a entonar una melodía.

—Jorge es simpático, pero canta pésimo —afirmó.

—¡De verdad, lo hace muy mal! —subrayé cuando me tapaba ambos oídos.

En ese momento comenzaría a reír sin parar, Johanna contagiándose, me seguiría el paso a pura carcajada mientras sus ojos comenzaban a lagrimear.

—Ya he bebido suficiente. Me quiero ir a la residencia, llevo mucho tiempo sentada —expresó al ponerse de pie—. Me caes bien, ¿me ayudas a llegar? —agregó.

—¡Claro! —afirmé. Iniciando el camino de vuelta a la hospedería. Y con esa simple petición me asignó el papel de babysitter del grupo.

Cuando miré hacia atrás, todos nos seguían en un evidente estado de ebriedad. Como Johanna no podía articular palabra, al notar que me sentía intranquilo ante la tarea titánica que tenía por delante, con gestos de pantomima trataba de indicarme el sendero de vuelta a la residencia. Los nervios no me dejaban ni pensar y la memoria del trayecto prácticamente se había esfumado de mi cabeza, sin embargo, estaba completamente seguro de que, al menos debía hacer el intento de no abandonarlos en medio del camino.

Me sentía como Rattenfänger, el flautista, tocando una dulce melodía a los niños de la ciudad de Hamelín que, hipnotizados por el sonido, me seguían en hilera, tomados de la mano.

Dentro de la comitiva etílica, había especímenes con características definidas, entre los cuales se encontraban los ebrios tímidos que se vuelven extrovertidos, los mimosos, los que rompen en llanto, uno extraviado, otro que quiere seguir con la juerga, los filósofos, el bebedor torpe que se queda dormido en cualquier lugar y finalmente el fiestero buscapleitos.

Así, caminando sin sentido, consolando a algunos, levantando a otros y ayudando a los demás noqueados, llegamos a destino como por arte de magia.

—¡Busquen en sus mentes un último grado de conciencia antes de subir! —les aconsejé a todos, previo a tocar el timbre.

Una frase que se volvería un referente durante toda mi estancia en la residencia, la que todos recordarían en momentos de jolgorio y pérdida de cordura.

Cada integrante de la procesión subía los escalones en completo silencio en dirección a sus habitaciones, en una actuación perfecta de supuesta sobriedad ante el miedo que les producía pasar por las escaleras a un costado de la recepción. Yo, de último, me cercioraba de que estuviesen a salvo, cerrando la gran puerta de entrada.

Alejándome del grupo, llevé a Johanna a través del primer piso con destino a su cuarto. Al transitar por enfrente de la recepción, se esfumó nuestro mayor temor al ver que Manuel estaba de turno. La dejé encima de su cama, tratando de no despertar a su compañera de habitación que dormía plácidamente. Luego de eso, tomé el ascensor, escuchando a lo lejos, el colapso en los baños de algunos pisos por el festival del vómito y las risas muy tenues que provenían de algunas habitaciones.

Una vez dentro del elevador y en completa soledad, sus puertas se abrieron de improviso. Tal sería mi sorpresa, al distinguir entre la penumbra, a una extraña figura con la forma de un espanto...


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