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༺ CAPÍTULO 62. 2015 ༻

https://youtu.be/nCIQQifUqDs

Hace unos días estaba en Buenos Aires, y ahora estoy en Chile, tratando de tomar cualquier tipo de transporte que me lleve desde la capital a la nueva casa que mi mamá compró cerca de la cordillera, después de vender la casona Ciriaco. Estoy nervioso y muy angustiado porque hace más de 48 horas que no sé nada de ella. La zona afectada se encontraba aislada por culpa del mal estado de las carreteras. Además, los servicios de comunicación dejaron de funcionar como consecuencia de la catástrofe. El único medio que quedó en pie fueron las emisoras de radio regionales mientras las radiodifusoras locales desaparecieron con la segunda réplica.

El terremoto alcanzó una magnitud de 8.4 en la escala de Richter. Asimismo, los tsunamis devastaron parte de la costa, arrasando con edificaciones y una parte de los poblados. Algunas playas desaparecieron debido al súbito incremento del nivel del agua y las réplicas seguían ocurriendo. Las cifras de damnificados seguían en ascenso y nadie se quería acercar a la zona siniestrada.

Después de esperar varias horas en el aeropuerto de la capital, finalmente conseguí un taxi que me llevó a la ruta cinco. Desde allí, logré conseguir el aventón que necesitaba. Afortunadamente, el conductor de un camión aceptó llevarme. Pasé cinco horas de viaje escuchando la lista de desaparecidos por la radio. Al acercarme un poco más a mi destino final, ya era de noche y de ahí en adelante, solo me quedaba caminar entre las rocas que bloqueaban la ruta. Mis maletas sufrieron daño por la larga travesía, y mientras seguía andando, apenas me di cuenta del peso que llevaba, porque mi atención estaba centrada en la tarea inmediata de avanzar a cualquier costo: mi madre era lo único que me quedaba de la familia Ciriaco.

En mi trayecto trataba de recordar las oraciones religiosas que Panchita me enseñó, pero por los nervios, ni siquiera podía recordarlas bien. A pesar de estar muy cansado y de tener un hambre voraz, continuaba avanzando en la oscuridad, guiado únicamente por la tenue luz de los postes a lo largo de la carretera.

De repente, justo en medio de mi andar, se produjo otra réplica acompañada de un ruido subterráneo. A lo lejos, podía oír a la gente gritando durante la sacudida. Fue entonces cuando vi luces de vehículos en el camino y, por fortuna, se trataba de policías que se acercaban lentamente hasta mi posición.

A medida que les comentaba mi destino, uno de ellos me identificó como el nieto del Dr. Ciriaco —quien años atrás había atendido a su padre—. En un giro del destino, el sujeto se ofreció a llevarme a un albergue en donde podría estar mi madre, pues la mayoría de los damnificados habían sido trasladados a ese sitio.

El lugar evocaba una escena de absoluto desconcierto. Después de revisar una lista en una pared, confirmé que el nombre de mi mamá no figuraba. Consulté nuevamente con el oficial de policía a cargo del albergue, pero el resultado fue el mismo. Mi única opción era continuar con la travesía. Pero, la parte más difícil fue la espera obligatoria hasta el día siguiente, ya que, por decreto del gobierno central, se había impuesto un toque de queda que restringía el movimiento nocturno a quienes no formaran parte de las fuerzas de orden. No me quedaba más remedio que esperar.

Amablemente una mujer me ofreció un plato de comida y una cama. Y, a pesar de ser consciente de que no iba a pegar un ojo en toda la noche, acepté su hospitalidad. En esos momentos no hacía más que agradecer la solidaridad de la gente. La situación no era la mejor y aún así sonreían.

Así, esperé toda la noche que saliera el sol, hasta que finalmente lo hizo. Creo que nunca en mi vida ansié tanto ver un amanecer. Apenas aclaró, otro de los policías se ofreció a acercarme más, pues durante la noche lograron despejar una parte del camino. En cuanto ví por la ventana de la patrulla, pude notar la enorme devastación.

Tan pronto bajé del vehículo policial, comencé a caminar apresuradamente, divisando a la distancia lo que quedó de la casa. Antes de llegar, me percaté de que había una tienda de campaña y una fogata, donde pude distinguir la figura de mi madre. En cuanto me vio, se apresuró a mi encuentro, y pasando por alto mi miedo a los abrazos, cedí ante la satisfacción de verla con vida. Sin embargo, no todo es miel sobre hojuelas, pues todo estaba en el suelo.

Días atrás, cuando estaba estudiando en la Biblioteca Nacional Mariano Moreno en Buenos Aires sentí que el edificio se comenzó a mover. El zarandeo ya lo conocía, pues se trataba de un movimiento telúrico. Algunas personas presentes empezaron a evacuar de manera apresurada, mientras que otras no parecían haber notado la oscilación del edificio. Sin embargo, tuve una horrible corazonada. Al llegar al departamento, me puse al tanto de los acontecimientos en mi país a través de los noticieros. Con un sentimiento de temor, intenté usar mi teléfono móvil para llamar, pero las líneas estaban colapsadas. Resuelto, comencé a preparar mi viaje de regreso lo más rápido posible, presintiendo en lo más profundo de mi ser que esta podría ser mi última vez en Argentina. Sin dudarlo, dejé atrás mi apartamento, a mis amigos y mi carrera universitaria. ¿Sería que, una vez más, se trataba de la maldición reclamando su tributo por haberme alejado tanto tiempo de casa?

Mi madre aún estaba conmocionada, y era evidente su angustia. El terremoto fue un evento traumático para ella, porque de milagro, se salvó de ser aplastada por su propia casa. Es de no creer cómo, frente a los desastres naturales, el ser humano se vuelve tan insignificante.

En ese espacio vacío, donde antes había un hogar, ahora solo quedan escombros. No exagero al decir que parece que nada se salvó, ya que después del sismo, las tuberías de agua estallaron, arruinando cualquier cosa que se hubiese podido rescatar. Al ver más de cerca, la impotencia me invadió. Todo lo invertido en las tierras, el santuario de animales y la casa, se había esfumado.

Pero eso no era todo, pues ya no existían ninguno de los recuerdos que guardábamos con tanto celo. Los libros estaban completamente arruinados, las fotografías estropeadas y los santos de Panchita aplastados. Teníamos que hacer frente a la situación, cueste lo que cueste. Pero, ¿qué se hace cuando tienes que volver a empezar?

Así, hurgueteando entre los restos, intentaba salvar algo. Fue entonces cuando encontré fragmentos de un mueble que pertenecía a mi cuarto desaparecido. Al inspeccionar más de cerca, encontré mis antiguos diarios, envueltos en una gran bolsa de plástico. Por lo visto, aún había algo de esperanza.

De manera milagrosa, mis recuerdos habían resistido el paso del tiempo y sus páginas seguían llenas de monstruos, reglas e historias. Al pasar las hojas, las escenas de mi llegada al hostal inundaron mi mente, trayendo consigo los rostros de los fantasmas de un pasado no tan distante: Magnolia, Laura, Johanna, Nina, y por supuesto, mi entrañable Liga de la Maldad, entre otros más.

Entonces, comencé a recordar al Dr. Keppler y su consejo de releer siempre lo escrito, ya que esta simple acción, me permitiría apreciar lo que había avanzado en mi vida para encontrarme a mí mismo. De aquel Raymundo atemorizado, quedaba muy poco, pues ahora me atrevía a ser más valiente. El último diario que descubrí tenía sus páginas en blanco, como si estuviera aguardando a que yo intentara plasmar mis aventuras, invitándome a esbozar un primer borrador.

Sentado entre los retazos de una vida pasada, las palabras empezaron a surgir, embarcándome en un viaje introspectivo que desafiaba la percepción del tiempo. Así, mi narrativa personal, inspirada en fragmentos de otra época, comenzó a tomar forma y aquellos incipientes garabatos se transformaron lentamente en un manuscrito repleto de tachones y enmiendas.

Después de eso, mi madre me confortaba al afirmar que no todo era tan sombrío, porque reencontrarme con mis diarios había sido mi tabla de salvación. Aún recuerdo con nostalgia las palabras que solía decir:

—Si un terremoto te hizo volver del otro lado de la cordillera, tal vez, otro te hará llegar más allá.

Y, por supuesto, hubo más monstruos a los cuales me enfrenté, pero esa ya es otra historia.



https://youtu.be/QG7x67NwlaI

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