༺ CAPÍTULO 6. CÓMO OCUPAR UNA AUSENCIA ༻
https://youtu.be/_Ah_kJInCQA
Uno de los tantos retos que imponía la estancia temporal al interior de la residencia era enfrentarse a las abruptas despedidas. Personalmente, nunca me sentí cómodo cuando alguien se marchaba, porque era como si ellos tuvieran cosas por descubrir. Se llevaban consigo esa sensación de avance, en cambio yo, me quedaba ahí, estancado y con expectativas malogradas.
Así, llegó la hora de despedir de improviso a Mario. De medio turno, mi compañero de habitación, comenzaría a trabajar a tiempo completo como recepcionista de un hotel en San Telmo. Una oferta de trabajo que incluía alojamiento y una mejor paga que no podía rechazar.
—¡Me tengo que ir! —dijo Mario mientras extendía su mano para estrechar la mía.
—Lo sé... —respondí, esbozando una sonrisa.
—Fue un agrado compartir con vos, sos muy tranquilo, pero no te podés esconder en esta habitación para siempre —expresó antes de cerrar la puerta.
Ver la cama vacía y el espacio en el clóset, me hacía reflexionar sobre qué ser humano llegaría a ocupar ese lugar vacante. Mario era una de las pocas personas con las que interactué dentro del hostal, hablamos lo necesario y nunca hizo preguntas de más. No éramos amigos, pero primaba el respeto mutuo. Siempre notó mi presencia en la habitación y eso me generaba una sensación de compañía, haciéndome sentir menos solo.
El espacio vacío que deja una ausencia implica descubrir nuevos sentidos. Y, por alguna extraña razón, la partida de Mario actuó como el desencadenante de una serie de sucesos venideros. Él fue la causa que me obligó a tener la mente abierta para salir y conocer a otras personas.
En una templada mañana, sentado en una de las mesas del comedor, mientras estudiaba en mi ordenador portátil, noté que alguien irrumpía en la habitación y se sentaba justo a mi lado.
—¡Hola!, disculpa que me siente aquí, sé que no nos conocemos. Debes estar muy ocupado, pero necesito pedirte un gran favor... —me dijo el joven con voz temblorosa. Mientras hablaba, noté que su pierna izquierda se movía de manera incesantemente bajo la mesa. Tras una pausa, giró su cuello suavemente, produciendo un crujido casi imperceptible.
—Puedes usar la laptop —le musité tímidamente, mientras me subía los anteojos.
—Gracias, pero ¿cómo te diste cuenta? —me preguntó sorprendido al mismo tiempo que tomaba posesión del ordenador.
—Los computadores del hostal están fuera de servicio según la recepcionista. Antes de entrar, caminabas de un lado hacia el otro y me saludaste sin quitar la mirada del notebook... —sentí mis mejillas sonrojadas al ponerlo en evidencia.
—Eres muy observador. Me llamo Jorge, necesito revisar el correo electrónico de la pasantía clínica, no tengo laptop y es muy urgente para mí verificar los horarios de mi primer turno —me dijo, sonriendo con cierto alivio mientras tomaba notas en un papel que sacó de su bolsillo— ¿Y tú?, ¿cómo te llamas?, ¿en qué habitación estás?
—Me llamo Raymundo, estoy en el segundo piso, habitación n.º 13 —le respondí.
—Gusto en conocerte... ¡Listo!, ¡ya lo ocupé! —declaró. Y, súbitamente, me extendió una invitación: —Me acabas de salvar el día. El viernes vamos a salir en grupo cerca de aquí. Si te interesa, estás invitado —me dijo expectante mientras guardaba el papel.
—Supongo que estaría bien que fuera... —le comenté titubeante.
—Salimos de la recepción a eso de las once de la noche. Ahora me tengo que ir ¡Muchas Gracias! —articuló al salir apresurado de la habitación.
Y así, sin más, el vacío se comenzaría a llenar.
La gran ventaja de formar parte de la residencia era que todos compartíamos el mismo contexto, y ello puede ser de gran ayuda a la hora de iniciar una conversación. A pesar de tener mis dudas era la oportunidad de abrirme a nuevas experiencias.
Jorge era chileno y egresado en psicología, además estaba becado con una pasantía clínica en Buenos Aires. Tenía un aspecto hippie, usaba camisa, pantalones de segunda mano y una chaquetilla con bordados andinos. Era de ese tipo de personas desconectadas que le caen bien a todo el mundo.
En los días y las noches que prosiguieron, todo mi esfuerzo y concentración estaban enfocados en prepararme para socializar en la próxima reunión con los demás miembros del hostal. Salir de fiesta está de puta madre; bueno, solo a veces, porque a menudo tenía esa extraña sensación de que, en realidad, no se está del todo bien. Siempre terminaba luchando en contra de mis remordimientos y cambios de humor al quedarme despierto toda una noche. Pero soy joven, gozo de buena salud y creo estar listo para explorar cualquier tipo de sitios y conocer gente nueva en un país completamente desconocido.
Cuando llegó la hora de salir, podía divisar en el gentío, a la tropa de argentinos que vivían en el segundo piso junto a otros agregados de la residencia, a los cuales aún no conocía. De todos, con la única que había intercambiado alguna palabra, era con Johanna, la Niña de la Sopa Fría, que provenía de Chile.
Después de dar un escueto saludo a todos en la puerta del hostal, me di cuenta por las conversaciones entre ellos, que Jorge nos iba a alcanzar un poco más tarde. El destino era Plaza Dorrego en el barrio de San Telmo, al cual llegaríamos caminando porque se encontraba relativamente cerca del hostal. Dado que recién me había incorporado al grupo, no hablaba con nadie durante el trayecto, solo caminaba junto a ellos como una especie de sombra que los acompañaba.
La Plaza Dorrego era el corazón del barrio de San Telmo. Estaba rodeada de cafés, bares, restaurantes, pubs, negocios de anticuarios, ateliers de arte, edificios y casas antiguas que la hacían ser uno de los epicentros de la bohemia porteña. Además, era un sitio muy concurrido por las actuaciones de artistas callejeros, presentaciones musicales y exhibiciones de tango.
Una vez allí, fui muy ingenuo en creer que iríamos a algún bar a tomarnos unas copas, pero este no fue el caso, en lugar de eso, se pidió una cooperación a todos los integrantes de la comitiva para comprar alcohol en una botillería que quedaba al paso. Cuando llegamos, ocupamos una esquina, y así sin más, comenzó la fiesta.
—Bueno, ¡vamos a emborracharnos! —vociferó alguien a lo lejos.
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