༺ CAPÍTULO 56. ORGULLO ༻
https://youtu.be/LYSKb7i7TwE
—Si es un hombre o una mujer, ¡eso da lo mismo! —exclamó Emma.
—El sexo debe ser democrático —afirmó Iñigo durante nuestra conversación— y no voy a dejar de ser hombre por sentir placer con otro hombre.
—¿Por qué todo se resume a activo, pasivo y versátil? —preguntó Isabella, y luego añadió: —¿Y si no me interesa tener sexo con nadie? ¿Qué más da?
El tema lo puso sobre la mesa Gonzalo que tenía que elaborar un informe acerca de los roles de género e identidades para la construcción e interpretación de uno de sus personajes. Les preguntó a todos primero, y al final apuntó directo a mí, pues esperaba con ansias mi respuesta.
—Y vos, ¿qué pensás?
Desde que somos niños, aprendemos a usar máscaras emocionales obligados por los condicionamientos que impone la sociedad. Nos dicen que tenemos que esconder nuestros sentimientos. Nos enseñan a reprimir nuestras lágrimas, a no mostrar demasiado entusiasmo, a mantener una fachada de compostura para no mostrarnos a los demás tal cual somos. Así era como trataba de explicárselo a Gonzalo, quien seguía atento a lo que decía:
—¡Lloras como niña! ¡Pelea como hombre! Estoy cansado de tener que encajar en una sociedad que nos odia.
—La Cisheteronormatividad nos va a matar —añadió Gonzalo.
—... ya nos está matando... —finalicé.
En esas pausas elocuentes, los sentimientos se manifiestan sin necesidad de explicaciones. Y mientras el eco de mis últimas palabras perduraba en el aire, llegamos a una sola conclusión: todos vivíamos con miedo.
En la madrugada del 28 de junio de 1969, tuvo lugar un agresivo operativo policial en el bar clandestino Stonewall Inn, situado en el barrio de Greenwich Village en la ciudad de Nueva York. Esta redada apuntaba directamente a varios colectivos de la diversidad sexual que según la norma establecida violaban los estándares de decencia. Sin embargo, los leales parroquianos, conmocionados por la brutalidad del arresto de una mujer, decidieron tomar cartas en el asunto y desencadenaron una auténtica revolución.
El enfrentamiento contra la constante persecución de la policía se prolongó a lo largo de varios días. Pero nadie podría haber previsto que figuras emblemáticas como Storme DeLarverie, Silvia Rivera y Marcha P. Johnson encabezarían una rebelión en defensa de la igualdad y los derechos de la comunidad LGBTIQA+ durante la revuelta.
Un año después, en New York tuvo lugar la primera marcha del orgullo con motivo del primer aniversario de los disturbios de Stonewall. Un evento que con el tiempo se ha expandido a nivel global generando un impulso sin precedentes hacia la conciencia y la acción, inspirando a innumerables personas a luchar por su derecho a ser reconocidas, respetadas y aceptadas en la sociedad.
En 1992 tuvo lugar el primer Pride en la ciudad de Buenos Aires. Un grupo de trescientas personas se desplazó desde la Plaza de Mayo hasta el Congreso. Dieciocho años después, en medio de la XIX Marcha del Orgullo LGBTIQA+ en la capital porteña, estaba yo, viviendo un episodio de ensoñación cuando todos comenzaron a bailar sincronizadamente...
Hace semanas, Isabella, Gonzalo, Iñigo, Emma, y yo, resolvimos aventurarnos en algo completamente nuevo y emocionante: asistir al día del Orgullo. Todos tomamos la decisión de buscar vestimentas adecuadas a las circunstancias. Emma e Isabella estaban vestidas con atuendos brillantes y audaces, mientras que Iñigo escogió una mezcla de colores y accesorios. Yo, en cambio, opté por un estilo sobrio y recatado, ya que nunca me ha gustado llamar la atención.
A punto de salir del hostal, Laura nos dice:
—¡Chicos, los buscan!
Al abrir la puerta, nos encontramos con Gonzalo vestido como Harold Perrineau interpretando a Mercutio en la fiesta que se llevó a cabo en casa de los Capuleto en el film «Romeo + Juliet» de 1996.
—¡Te ves espectacular! —exclamó con entusiasmo Isabella mientras que todos alabábamos su manera de vestir.
—Las plataformas son un fuego... —alcanzó a decir Emma antes de quedarse sin palabras.
De todos nosotros, nuestro único amigo heterosexual era el más entusiasta, vistiéndose con valentía para celebrarnos. Como necesitábamos transporte y no cabíamos en un taxi, finalmente decidimos tomar un colectivo sin entender qué haríamos de una celebración todo un espectáculo.
El autobús estaba lleno de personas, algunas también iban al desfile, mientras que otras simplemente seguían con sus rutinas diarias. El sol brillaba en el cielo, y la energía se sentía en el aire.
Entonces, un hombre de mediana edad, sentado cerca de nosotros, miró a Gonzalo con desprecio y se comenzó a reír de él. Su mirada intolerante y su lengua venenosa solo buscaban hacer daño.
—Son una vergüenza... putos —alcanzamos a escucharle.
El chico se sintió herido por sus palabras y bajó la cabeza, pero nosotros no permitiríamos que nadie nos insultara. Emma, con una expresión de enojo en su rostro, se levantó de su asiento, se acercó al hombre y le dijo en tono increpante:
—Si no te gusta, simplemente no mires.
El hombre se sorprendió por la firmeza de Emma, pero antes de que pudiera responder, Isabella e Iñigo se unieron.
—¡Tené más respeto! —declaró Isa con dureza y severidad.
—¡Aprende a aceptar a las personas! —añadió Iñigo.
Después de que el hombre se levantó de su asiento y los chicos dieron un paso hacia atrás, fue cuando una fuerza poderosa y extraña poseyó mi cuerpo, pues yo no podía ser menos. Acercándome a él y poniéndome delante de los muchachos para protegerlos, comencé mi arenga mientras que los chicos se asombraban de que al fín había alzado la voz:
—Tal vez la vida te haya bendecido con un pito lleno de privilegios, pero nada de eso te hace más hombre.
—¡La ley nos ampara odiador serial! —se escuchó decir a un chico, sentado en la parte de atrás.
El colectivo, que había estado en silencio por la tensión, se transformó en un coro de aplausos y palabras de aliento en rechazo al hombre intolerante. La mayoría de los pasajeros que antes estaban absortos en sus propios asuntos se unieron en nuestra defensa y mostraron su solidaridad.
El conductor del autobús, conmovido, detuvo el vehículo, se unió en nuestro apoyo y le gritó:
—¡Ya bajáte pelotudo!
Ese día, vivimos en carne propia la discriminación. No obstante, también entendimos que unidos, éramos imparables. Al bajar del colectivo, pasamos el mal trago a punta de risas nerviosas y, tratando de dejar el mal rato atrás, miré a los chicos y les dije:
—¡Feliz día del Orgullo!
A medida que nos acercábamos al Palacio del Congreso —en donde se encontraba el escenario—, veíamos asombrados a una gran cantidad de personas de todas las edades, orientaciones e identidades sexuales. Algunos iban disfrazados, unos llevaban carteles reivindicativos y otros bailaban al ritmo de la música.
El país ya tenía matrimonio igualitario y la marcha de ese año en particular era para exigir la aprobación de una ley de identidad de género, lo cual reflejaba que el Pride no era solo una celebración, sino también un recordatorio de la importancia de seguir luchando por la igualdad, el respeto y la tolerancia.
Ahora bien, como todo en mi vida era una experiencia surrealista. Comencé a tener uno de mis episodios, justo en medio del desfile, cuando de repente, lo que estaba a mi alrededor, se transformó en una escena musical. Los manifestantes empezaron a moverse al compás de una canción que no reconocía, pero que me resultaba familiar. Al voltearme a ver a Gonzalo supe que se trataba de «Young Hearts Run Free» interpretada por Kym Mazelle. Me sentía atrapado en mi ensoñación excesiva.
No podía creer lo que veía. Algunos llevaban trajes brillantes y extravagantes, otros iban disfrazados de personajes famosos o de animales. Había parejas que se besaban y se abrazaban, grupos que hacían coreografías sincronizadas, solistas que cantaban con voz potente y expresiva. Todos parecían felices y libres, sin importarles lo que pensaran los demás.
Yo me quedé paralizado, sin saber cómo reaccionar. Me parecía estar fuera de lugar, como un intruso en una fiesta a la que no estaba invitado. Al mismo tiempo, sentía una extraña atracción por aquel hermoso espectáculo imaginario.
Entonces, alguien me cogió de la mano y me arrastró hacia el centro de la multitud. Era Emma, que sonreía en un inicio con una mezcla de picardía y ternura, pero se fue transformando lentamente en preocupación. A continuación, me miró fijamente a los ojos y me dijo:
—¿Estás bien?
—Sí, perdón... me distraje —respondí, saliendo de mi ensimismamiento.
La marcha terminó en la Plaza del Congreso, donde había un escenario con artistas invitados. Nos quedamos ahí un rato, disfrutando del espectáculo, tomando algo.
Cuando finalmente nos despedimos del Pride de Buenos Aires, Emma, Isabella, Gonzalo, Iñigo y yo habíamos vivido una experiencia que nos marcaría de por vida, pero por ahora debíamos regresar al hostal y eso solo significaba volver a los problemas.
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