༺ CAPÍTULO 52. EL ASCENSOR ༻
https://youtu.be/OpvMM2QxAxI
Hace una semana, Facundo tomó una firme resolución: mudarse oficialmente al altillo del tercer piso, donde compartiría cuarto con Francisco. La razón de su traslado era obvia: tras la partida de Lautaro y Felipe del hostal, Juan Camilo regresó inesperadamente.
Pero, ¿qué sucedió para que el colombiano volviera a entrar en escena?
El motivo detrás de su retorno se debió a que la policía les cayó encima y los terminó desalojando de la casa okupa en donde vivían con otros chicos. Ante esta situación, los grandes amigos decidieron separarse. Mientras Ariel optó por un destino desconocido, Juan Camilo retornó al hostal una vez más.
Nadie habría esperado un regreso triunfal, pero los milagros parecían existir, y en ese momento, Marta estaba dispuesta a aceptar a cualquiera con tal de llenar la hospedería. Sin embargo, esa decisión no le agradó en absoluto a Magnolia, quien cada vez que lo veía por los pasillos, expresaba su fuerte deseo de expulsarlo.
El regordete, al enterarse de primera mano que el chico se instalaría en la habitación n° 16, abrazó la idea de mudarse al tercer piso con Francisco. En cuanto a mí, me sentía más que incómodo en mi propio cuarto, ya que Juan Camilo había tomado la decisión de involucrarse con Sara Jaramillo a tan solo veinticuatro horas de su llegada, lo que resultó en una consecuencia desalentadora: la chica pasaba la mayor parte del día encerrada en mi cuarto.
En esta atmósfera de incesantes transformaciones, Josefa se deslizaba como una sombra por los silenciosos pasillos de la hospedería. Su presencia se volvió casi imperceptible tras la partida de Bernardo, Felipe y Nina Darrigrande. Los únicos que quedaban para brindarle apoyo eran los Frikis, Francisco, Marta y Facundo. Sin embargo, ella era plenamente consciente de que no podrían ayudarla de la misma manera que lo hacía La Liga de la Maldad, en caso de que necesitara apoyo.
Y, me gustaría decir que eso fue todo, sin embargo no fue así, pues la llegada de Juan Camilo avivó las brasas casi extintas del deseo de la chica. Pero su relación con Sara fue un golpe devastador que le destrozó el corazón, o lo poco que quedaba de él.
Ahora, con respecto a Rolando, el otro miembro de los hermanos Jaramillo, éste presentaba comportamientos muy erráticos, pues cada vez que me quedaba a solas con él en la cocina, se quitaba la remera como si quisiera exhibirse, no obstante, lo más perturbador era su mirada fija y el silencio absoluto. Me sentía tan incómodo que apenas él lo hacía, salía corriendo de allí. Hasta que un día, Emma entró de improviso, y lo sorprendió in fraganti.
—Definitivamente, debe ser tu aroma... —dijo la chica, levantando una ceja y con un tono claramente burlón.
Respecto al incidente con Yann: al fin decidimos enfrentar la situación en la que nos vimos envueltos, hablando en el primer piso, en las afueras de su cuarto.
—Excuse-moi, estaba muy borracho —se disculpó el chico bajando la cabeza.
—Yo no acostumbro a hacer las cosas así... —comencé a decirle.
Pero, antes de que pudiera continuar con mi discurso, los Ogros acróbatas salieron de su habitación y nos pidieron bajar el tono, porque según ellos, trataban de dormir.
Esa incipiente conversación, en la que el francés malinterpretó mis palabras, marcó un punto de inflexión en mi estancia en el hostal, porque a partir de ese momento, todo se volvió color de hormiga.
No obstante, el asunto con Yann me parecía insignificante ante la creciente extrañeza de Emma, hasta el punto en que sentía como si un muro nos estuviera separando. Resultaba evidente que la chica ocultaba un secreto, pero no sabía cómo abordar el tema, porque cada vez que lo intentaba, ella evitaba hablar del asunto a toda costa.
Por aquel entonces, solía pensar que una de las cosas que nos mantenía conectados —además de nuestros amigos en común— era nuestro ritual de hablar de Dante y Cristina.
Cada charla representaba una oportunidad para especular sobre su paradero, alimentando así nuestra curiosidad y permitiendo que se expandiera hasta convertirse en grandes conjeturas. Y, mientras nos sumergíamos en nuestras suposiciones, emergió un razonamiento lógico: Emma y yo comenzamos a preguntarnos si aún se hospedaban en la residencia o si se habían marchado en completo silencio, al igual que Felipe. En la búsqueda de indicios o pistas que confirmaran tal posibilidad, recurrimos a la única persona que podría saber algo: Laura.
Al comentarle el asunto a nuestra querida aliada y después de revisar exhaustivamente los documentos de la recepción, descubrió que ambos aún seguían en el hostal, no obstante, nadie los había visto. Pero, ¿en dónde estaban?
En mi interior sabía perfectamente que, de toda esta situación con el monstruo, había cosas que no encajaban. Algo más estaba ocurriendo justo enfrente de mis ojos, pero yo era incapaz de verlo.
Otro día viernes de joda llegaba a nuestras vidas, y después de eso, un sábado lleno de resaca, gracias a los fernets y brincaditos de la noche anterior. El sitio se veía desierto, ya que a esas horas un resto de los huéspedes dormían y los otros salían del hostal para regresar el día domingo. Como era mi costumbre, dormí menos de lo habitual. Al levantarme, me di cuenta de que no tenía nada para comer, así que me dispuse a salir por algunas cosas al supermercado argenchino de la esquina.
Después de cerrar la puerta y dar algunos pasos, sentí que alguien se acercaba. Al voltear, me percaté de que se trataba de Yann que venía tarareando una canción que en mi vida había escuchado —varios años más tarde supe el nombre de la melodía: «Le baiser» de Indochine—.
El francés mostraba una extraña y notable alegría en su rostro, tanto de ida como de vuelta. Al preguntarle si me estaba siguiendo, me dijo:
—Te estoy escoltando...
Después de decirme eso, yo creía que era un gesto amable que me acompañara a hacer las compras, pero al parecer, él tenía otras intenciones.
Apenas entramos al ascensor, Yann pulsó el botón de emergencia y lo detuvo entre dos pisos. Antes de entrar en pánico y preguntarle qué hacía, se acercó a mí y me plantó un beso en los labios.
Me quedé paralizado, sin saber cómo reaccionar. Las bolsas que llevaba eran pesadas, y con ambas manos ocupadas, me resultaba imposible detenerlo. Ni siquiera podía considerar soltarlas, ya que debía evitar que su contenido se derramara, pues lo último que deseaba era tener problemas con Magnolia por ensuciar el elevador, que además ya tenía un espejo roto.
Sentía su aliento caliente en mi boca y sus manos sujetando mi cara. Nunca cerré los ojos y no le devolví el beso, solo me quedé ahí, sin entender nada mientras una sola pregunta invadió mi cabeza:
«¿Qué se supone que debo hacer?».
Me sentía atrapado en esa situación en particular, y no sabía cómo salir de ella. No podía creer lo que me estaba pasando. Mi mente estaba llena de incertidumbre y una mezcla de confusión, nerviosismo y miedo se apoderaban de mí.
Habían cruzado un umbral hacia un territorio desconocido y lleno de silencio. Mi respiración entrecortada, mi corazón acelerado, y el nudo que se formaba en mi estómago dieron paso al éxtasis, pues un beso, antes que cualquier cosa, es placer.
La tensión en el ascensor parecía eterna, aunque probablemente solo habían pasado unos segundos. Traté de encontrar las palabras adecuadas para decir algo, sin embargo mi mente estaba en blanco. De repente, sin razón alguna, le mordí el labio.
El francés se separó de mí y me miró con una sonrisa traviesa. Daba la impresión de que se divertía con mi reacción y no mostraba ningún arrepentimiento por lo que hizo. Es más, se podría decir que le agradó.
Apenas las puertas se separaron lo suficiente, salí intempestivamente de ese espacio confinado. Visiblemente nervioso, me apresuré hacia la puerta que llevaba a la seguridad de mi habitación.
—¡Tu embrasses très bien! —le alcancé a oír.
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