༺ CAPÍTULO 40. ISABELLA RIOSECO ༻
https://youtu.be/6_5TkpKArD8
No sabíamos cómo una chica tan cheta podía vivir en un sitio como ese. Nunca supimos cuándo llegó al hostal, excepto que un día domingo, mientras Emma y yo estábamos viendo la tele a un costado de la recepción, apareció acompañada de Iñigo. No nos sorprendió en absoluto verlos juntos, porque a pesar de que el bogotano no se acercaba a cualquiera gracias a su diplomacia selectiva, tan pronto vio a la chica, supo de inmediato que era una de las suyas. Todo lo anterior, coincidía a cabalidad con las teorías de Emma que tenía la plena convicción de que la clase alta siempre terminaba junta debido a una especie de dispositivo que tenían para no mezclarse con los más desafortunados. Tal vez por eso el chico fue el primero al que se acercó. Demás está decir que, el radar de la chilena, fan de Bowie, no tan sólo detectaba chetos, sino gays y lesbianas. Su capacidad de deducción era impresionante, y cada vez que hacía una, nos reafirmaba con certeza que ella jamás fallaba.
En un principio, nos poníamos a especular acerca de cuáles eran los verdaderos motivos de su llegada. Algunas de nuestras audaces conjeturas sugerían que tal vez Isabella quería experimentar una nueva y emocionante aventura, lejos de su vida aburrida y privilegiada, o quizás, estaba atravesando algún conflicto familiar o personal, pero nada más lejos de la realidad.
Si bien la muchacha lucía una fachada ostentosa, lo cierto es que no tardó mucho en integrarse a nuestro grupo. Parecía sincera, divertida, y siempre tenía algo interesante que contar. Respecto a su apariencia física, se veía un poco tosca y poseía una pasión muy especial por Boca Juniors. Y sí, era una fanática acérrima del fútbol.
Tras culminar sus estudios secundarios, la chica decidió estudiar Kinesiología en Buenos Aires. Siendo la única hija de un empresario, dueño de un importante hotel en la ciudad de Bariloche, recibía una excesiva protección. El hombre, consciente de su responsabilidad y deseoso de custodiar a su preciado retoño, se vio en la obligación de tomar las precauciones necesarias para su bienestar. Dado que no contaba con familiares en la capital, se propuso buscar a alguien de confianza que pudiera velar por su singular heredera en su ausencia. Fué entonces cuando Magnolia puso a la muchacha bajo su resguardo.
Isa vivía en una de las habitaciones de mayor envergadura dentro del hostal, contaba con un clóset, televisión, refrigerador y toda la paz que necesitaba para desempeñar sus labores estudiantiles. Y, a pesar de que a menudo andábamos por ahí con Emma e Iñigo, nunca habíamos coincidido dentro del hostal con la chica. Sin embargo, sorprendentemente, ella estaba al tanto de las novedades porque desde su llegada, siempre se encargó de observar todo lo que ocurría desde el tercer piso.
Su amiga más cercana era la emergente autora de romance LGBTIQ+ que moraba justo enfrente de su cuarto y que jamás se mezclaba con nadie, pues tras lanzar su segundo libro al mercado, su agente le exigía su total atención y no le dejaba descansar. Nunca entablamos una relación con la joven más allá de un cordial saludo, y todo lo que conocimos de la incipiente escritora, fue de boca de la propia Isabella.
Como era de esperarse, en un mismo castillo no podían vivir dos princesas, y a pesar de que por encima actuaban con cortesía cuando se cruzaban, por debajo, Nina y también Isa, sentían una profunda enemistad la una por la otra. Pero de la hipocresía femenina yo no entendía mucho, así que Emma siempre intentaba explicarme aquello en lo que ella misma era tan avezada.
Nuestra amistad con Isa se comenzó a dar porque la chica necesitaba un grupo de estudio, pues en una suite tan grande como la suya, cualquier cosa la distraía. Desde que apareció justo a medianoche en nuestra guarida con una estufa, café y galletas, descubrimos que teníamos muchas cosas en común. De hecho, en ese momento, tanto Emma, Iñigo y yo, supimos que la alineación de la pandilla estaba completa. Siempre pensé que a Emma le hacía falta una amiga con la cual ser más abierta, e Isabella Rioseco, cumplía con todos los requisitos para serlo.
Cabe destacar que la piba era bisexual, al igual que Iñigo. Sin embargo, según sus propias palabras, ella mostraba una preferencia particular hacia las chicas en lugar de los chicos. Eso terminó por confirmar que no nos juzgaría y que podíamos hablar abiertamente con ella de cualquier cosa. Por ahora, la muchacha tenía un novio fuera de la hospedería que la aceptaba con todos sus defectos y virtudes. Y aunque en algunas ocasiones, convivía más con el grupo de los Argentos, no disfrutaba al cien por ciento su estancia con ellos. Otro detalle, es que su habitación quedaba justo enfrente del monstruo, al que tildaba como Dante «El Trucho». Sobra decir que tampoco congeniaba con él por el fallido intento que tuvo el chico al querer embaucarla pidiéndole dinero prestado.
La joven tenía una doble vida por así decirlo, pues después de la trágica muerte de su madre por una enfermedad terminal, su padre se abocó por completo a la religión. Es por eso que Isa debía asistir casi obligada a un templo los días domingo como parte de un coro. Se vestía para la ocasión de una manera muy especial y, cuando eso ocurría, hasta su maquillaje desaparecía. Su progenitor era lo más importante para ella, y por eso le ocultaba sus verdaderos sentimientos y preferencias. No quería decepcionarlo ni hacerlo sufrir, dado el reciente infarto que había tenido hace poco y su delicado estado de salud. Es por esta razón que ella se sentía atrapada entre su lealtad y su libertad al no saber cómo resolver ese dilema sin arriesgar el bienestar de su papá.
Con los chicos nos encantaba asistir a su iglesia y siempre nos hacíamos un tiempo para acompañarla. Tanto era así, que ya teníamos nuestros propios lugares asignados. A esas alturas, ya sabíamos todo el repertorio de canciones e identificábamos algunos de los miembros, especialmente aquellos amigos que conocían a su padre y eran cercanos a su familia.
Entre los estudios, la iglesia, los conciertos de violonchelo, y las salidas a San Telmo, nuestra amistad se fue reforzando cada vez más. Al levantarnos, durante las madrugadas, comenzábamos compartiendo un mate cocido con medialunas con Laura. Ya no estaba solo, sino que la cofradía me acompañaba en pleno. Los únicos que no estaban muy felices con la llegada de Isabella eran Nina, Josefa y Bernardo que en contadas ocasiones se unían a nuestro grupo.
Cocinábamos juntos y nos defendíamos de cualquier amenaza o malos comentarios, especialmente aquellos que salían de la boca de Josefa, y cuando eso ocurría, Isabella le respondía con una ironía tan sutil que la dejaba sin palabras. Éramos tan cómplices que, a escondidas, apodamos a Josefa como la «Veneno» por sus declaraciones tan desatinadas.
Cuando no queríamos estar en la salita de estudio, nos encerrábamos en la habitación de Isa, siempre bajo la mirada de Magnolia que con cualquier pretexto nos hablaba, y hasta nos ofrecía tanto a Emma como a mí un cuarto en el tercer piso, oferta que descartamos porque su valor era muy elevado para nosotros. Cabe recalcar que la administradora del hostal nos veía con buenos ojos por ser uno de los pocos inquilinos que no armaban bochinche durante la noche.
Por aquellos días, en cuanto les decía a Emma y a los chicos que nos diéramos una vuelta por Plaza Dorrego, se nos pegaban todos como moscas a la miel. Apenas poníamos un pie fuera de la residencia, se nos unían Nina, Bernardo y Josefa, así como los Argentos y otros huéspedes, principalmente del primer piso. Como solía suceder, tanto Emma como Isabella, me decían:
—Todos quieren probar un poco de la miel de la abeja reina...
Yo sabía que esos comentarios eran solo para molestarme, pero en realidad, más que una Apis mellifera que vive en enjambre, yo me sentía como una Euglossa flammea —o abeja de las orquídeas— que normalmente son solitarias. Contrario a lo que ellas pensaban.
Isabella al igual que Emma eran una bomba, y si bien junto a Iñigo las seguíamos en todas sus locuras, a veces nos dejaban atrás mientras hacían quilombo. Recuerdo una noche en particular, durante una de nuestras tantas salidas a Plaza Dorrego, en la que nos metieron en un lío porque tenían ganas de ir al baño, pero les daba miedo entrar solas a un bar lleno de gente. Así que lograron persuadir al grupo completo para que las acompañara, y en señal de solidaridad, terminamos aceptando. Lo que no sabíamos es que un trabajador del recinto nos pidió amablemente que abandonáramos el lugar, ya que el servicio sanitario era solo para clientes. Cometimos el error de salir tan rápido que creímos que estábamos todos, sin embargo, no fue hasta el día siguiente en que nos dimos cuenta que nos faltaba uno: Vicente.
El chico nos dijo que había pasado la noche más horrible de su vida. Menos mal que el dueño del bar fue comprensivo y no le cobró nada por dormir allí. Eso sí, tuvo que limpiar todo el baño como castigo. ¡Qué risa nos dio cuando nos lo contó! Aunque en mi opinión creo que a él no le hizo tanta gracia.
Cada uno de los chicos imprimió su singular marca en la historia de mi vida. Tenernos, nos hacía sentir felices, pero ¿cómo podríamos mantener todo esto? Bueno, no existe una fórmula mágica, pues el tiempo tendría la última palabra, así que, en aquel momento, solo nos aventurábamos a vivir la experiencia.
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