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༺ CAPÍTULO 31. EL MISTERIO OLOROSO ༻

https://youtu.be/cLfULHUkRus

Aunque algunas investigaciones sigan en la búsqueda de la primera feromona humana, aún no existen hallazgos contundentes respecto al tema.

Pese a lo anterior, el 20 de noviembre de 2010, se inició una prueba de seducción a través del olfato, cuando un grupo de solteras y solteros se reunió en una galería de arte de Brooklyn —Nueva York (EE.UU.)— en lo que parecía una cita a ciegas para encontrar pareja. El propósito de la fiesta —«Pheromone Party»— era que todos los invitados abrieran y luego olieran cada una de las bolsas con una camiseta en su interior que había sido usada durante tres días consecutivos por otra persona. De esta manera, si al asistente le gustaba lo que su nariz percibía, se le presentaba al propietario de la singular prenda.

Este experimento olfativo fue un éxito, y lo quiera la ciencia o no, Emma no estaba del todo equivocada en su teoría...

Como la residencia estaba tan atiborrada de gente, el único tendedero que existía en ese lugar siempre permanecía ocupado. No había máquina para lavar ropa y mucho menos secadora, pero a tan solo unas cuadras detrás del hostal, se encontraba la lavandería de Jin, el chino más argentino de toda la capital.

Este particular personaje amaba el tango, el asado, la milanesa y su voseo era casi perfecto. Deseaba tanto pasar por un porteño que cambió su nombre a Gonzalo para encajar mejor con la cultura argentina.

Cuando lo visitaba cada semana para lavar y secar mi ropa, me hablaba de todos sus planes a futuro en las artes escénicas poniendo especial énfasis en su sueño: ver su rostro en algún cartel de la avenida Corrientes. Sus padres siempre andaban pululando de aquí para allá, pero como no sabían hablar bien el español, pasaban a un segundo plano durante nuestras visitas.

El dato de aquel lugar me lo dio a conocer Mario antes de partir. En su momento, Johanna decía que era nuestro rincón secreto, y ahora, Emma se encargaba de reafirmar la misma idea. Sin embargo, para mí, la lavandería representaba un espacio en donde podía descansar y poner en orden mis pensamientos al son hipnótico de los ciclos de lavado.

Como el chico era un aspirante a actor y cantante aficionado de karaoke, Emma se lo echó al bolsillo enseguida, tanto era así que los días que elegíamos para ir, Gonzalo ponía un cartelito de cerrado en la puerta. Al chino le encantaba hablar y reír con cualquier locura que se nos ocurría. Cabe mencionar que Iñigo, se adosó tiempo después a nuestras idas a la lavandería, pero en cuanto lo hizo, encajó de inmediato con Gonzalo, dado que ambos pertenecían al mundo de las artes.

A veces, nos pasábamos tardes enteras con nuestros apuntes y cuadernos esparcidos por todo el lugar mientras el chino nos compartía un mate y galletitas. El funcionamiento de la lavandería era muy sencillo: le comprábamos las fichas al chico y lo demás lo hacíamos nosotros, desde el pesaje de la ropa hasta meterla de lleno en las máquinas, y si por alguna razón nos quedábamos cortos con el lavado y el secado, siempre hallábamos la oportunidad de despistar a Gonzalo para meter más prendas. En tal caso, Emma se encargaba del trabajo sucio convirtiéndose en una femme fatale que nos ayudaba a zafar exitosamente pues el muchacho era un completo picaflor que amaba a las mujeres latinas y sus curvas.

—¡Al fin acabamos todos los parciales! Espero no tener que rendir ni un solo final —le dije a Emma cuando metía la ficha en la máquina de lavado.

—Estoy agotada. No di una.

Cuando estábamos en eso, un suave aroma a macho europeo inundó la lavandería, y por supuesto, Iñigo que estaba a nuestro lado, perdió la cabeza en el mismo instante en que notó la monumental figura que se comenzó a asomar por la puerta.

—Wassily Kandinsky... —me dijo Hugo, el sexy español, mirándome directo a los ojos.

—Esa es fácil. Hilma af Klint... —le respondí.

—Siempre quedo como un gilipollas ¡Hola, chavales y chavalas!

—¡Hola, Hugo! —replicaron Iñigo y Emma al unísono, embelesados ante lo que veían sus ojos.

Al igual que cada uno de nosotros, el español también conocía a Gonzalo y mientras él seguía en lo suyo, Emma me dijo:

—Ese chico huele a bosque de pinos...

La comunicación química a través de feromonas entre los seres vivos existe desde siempre. Y evolutivamente hablando, la mayoría de las especies dependen del olfato como un mecanismo innato, adaptativo y con un fin de sobrevivencia.

De este modo, producen feromonas, desde el bombykol de las hembras de los gusanos de seda hasta la 2-metilbut-2-enal de las conejas, pasando por los árboles y los machos cabríos.

En estas especies animales y vegetales, la acción de los estímulos químicos es fundamental a la hora de comunicarse y reproducirse, pero en el caso de los seres humanos ¿existen feromonas que puedan influir en las posibilidades de tener encuentros amorosos y sexuales?

Dentro de las particularidades del monstruo se encontraba su peculiar olor. Emma siempre me hacía notar esa singular característica, comparándola con el hedor de todos los demás vestiglos que existían en la residencia. Y si había algo que la chica tenía muy desarrollado, era la agudeza de su olfato.

En lo personal, siempre pensé que Emma nunca había perdido la utilidad de su órgano vomeronasal y por eso podía detectar distintos compuestos químicos como el hedor que emanaba del monstruo cuando se paseaba por el hostal. Tal vez por eso fue que en más de una ocasión me sorprendió su capacidad de localizarlo en un lugar específico.

Emma tenía una teoría fascinante acerca del monstruo y esta era que Dante enamoraba a sus víctimas mediante el hedor que expelía. Sin embargo, en mi caso, detectó que no me percibía ningún aroma. Pero se equivocaba, pues si de algo estoy seguro, es que la fragancia que despide cada ser humano es única, aun cuando el mío, haya sido imperceptible para ella.

La chica defendía fervientemente su postulado: «no se trata de amor a primera vista sino de un flechazo al primer olor». Lamentablemente, no existía ninguna certeza para su rudimentario principio, pero el hecho de que aún no se haya encontrado evidencia científica que lo sustente, no significa que no exista.

Por aquellos días en la residencia se suscitaba una cantidad inusual de hurtos. Cualquiera esperaría que se tratase de delitos como apropiación de dinero o sustracción de especies de gran valor, pero no, esta vez se trataba de comida.

Las razones por las cuales aquella fechoría causaba tanto alboroto se debían a que, pese a la gran cantidad de tráfico de personas dentro del hostal, el ladrón de alguna manera se las ingeniaba para cometer el delito. Según esto, no se trataba de un malhechor común y corriente sino de un avezado saqueador de refrigeradores.

Una de las víctimas era el chongo español que había caído inocentemente en la trampa de tan vil ladrón de comida.

—Pobre Hugo, ya le han robado tres veces esta semana —aseguró Iñigo sintiendo lástima por él.

—Te mueres de ganas por ir a consolarlo, ¿no? —verbalizó con ironía la fans de Bowie.

Como siempre, Emma y yo, sabíamos la identidad del atracador de comida. Y no fue porque nos esmeráramos en ello, sino que sucedió por simple capricho del destino.

Una de esas noches, ya de madrugada, justo cuando Laura partía a dar sus habituales rondas por cada uno de los pisos, le dijimos que nos quedaríamos en el comedor a oscuras porque ambos estábamos huyendo de Josefa.

Mientras permanecíamos sentados, en completo silencio en nuestro escondite, fuimos testigos de cómo una mano suspendida en el aire abría el refrigerador ante nuestra mirada atónita. En cuanto asomó la cabeza para devorar un poco de comida, supimos la identidad del bandido.

El delincuente juvenil era un chico que acostumbraba a quedarse en la sala de los computadores hasta altas horas de la noche. Lo más curioso, es que días después nos enteramos que vivía en el altillo del primer piso junto al Niño de los calcetines.

Aún pasmados por el reciente hallazgo, pactamos nuestro absoluto silencio, pues ninguno quería cargar con la culpa de su expulsión del hostal. Al fin y al cabo, el que roba comida es porque la necesita y no por mero capricho, además, ni Emma ni yo, conocíamos las dificultades por las cuales estaba pasando José. No justificábamos su falta, pero tampoco andaríamos por ahí, dando lecciones de moral.

Finalmente, el atracador, después de tantas fechorías, se quedaría literalmente, sin pan ni pedazo, pues todos los huéspedes decidieron retirar sus alimentos, y en un futuro, no dejarían ninguno en la nevera.

Mientras seguíamos dentro de la lavandería, charlando y riendo entre todos, no dejaba de pensar en lo que había visto en el hostal hace unos días atrás. Una escena que me haría sospechar de si en realidad podía confiar en la gente a mi alrededor o se habían acercado a mí por simple cortesía.

Ver a Emma deambulando por ahí, era algo bastante habitual, especialmente cuando en medio de los estudios perdía su endeble concentración y reaparecían los fantasmas de su adicción producto del estrés. Sin embargo, ese día, apenas decidí salir en su búsqueda para comprobar que se encontraba bien, no me esperaba verla tan amena, charlando con Cristina y Dante.

«Pero ¿de qué cosas hablaban?, ¿sería que la chica me estaba traicionando?, ¿y porque no me decía nada?», me preguntaba.

Como habíamos terminado nuestros segundos parciales, Gonzalo muy alegre, se dispuso a bajar las cortinas metálicas de su negocio, encendió las luces de neón y alistó el micrófono para salir a escena. En eso, se comenzó a escuchar de fondo «Under Pressure» de Queen junto a David Bowie. Y, en un santiamén, la lavandería se convirtió en un karaoke improvisado.

Fue entonces cuando Emma saltó encima de una mesa para dar lo mejor de sí, interpretando a The Thin White Duke. En cuanto alcancé a darme cuenta, la chica entregó el micrófono a Gonzalo para que interpretara a Freddie Mercury con una toalla amarilla amarrada en su cuello, en tanto yo, comenzaba a mover una de mis piernas al ritmo de la canción... 


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