༺ CAPÍTULO 18. FLORALIS GENÉRICA ༻
https://youtu.be/7mFt2eYb1HI
La noche del viernes, quise estar en mi cuarto desde temprano porque no tenía ni la más mínima intención de verle la cara a nadie. Me sentía totalmente excluido, mi cuerpo estaba ahí, pero mi mente, se movía en otro lugar. Tumbado en la cama, podía escuchar al tropel caminando por cada rincón del piso, riéndose y apresurándose los unos a los otros para salir a tiempo. Los festejos dividirían al gentío en dos grupos: mientras algunos de ellos partirían con «Los Argentos» a Plaza Dorrego, los demás irían con «Los Triunfadores», respondiendo a la invitación del monstruo. Todos contentos, menos yo.
En completa oscuridad miraba el techo de la habitación, que de vez en cuando conseguía iluminarse gracias a las luces de los coches en la calle que se colaban por la ventana. Durante todo ese tiempo, los pensamientos mantenían a mi mente como rehén.
«Maldito seas Dante».
Comencé a dar vueltas en la cama antes de que todos salieran, y seguía en lo mismo, poco después de que llegaron. Me había quedado solo en la habitación, ni Facundo, ni Esteban descansaban en sus respectivas camas, así que mi única compañía eran la humedad y el frío que se filtraba por cada rendija.
Estaba completamente abstraído como en espera de alguna señal que me ayudara a salir de mi tormento imaginario.
Entonces pude escuchar en las afueras de la habitación la voz tan familiar de Laura. Por lo que aún en pijamas, salté de mi cama y salí a su encuentro. Luego nos encaminamos a la recepción y ahí nos quedamos hasta que comenzaron a salir los primeros rayos de sol —la hora en que la mujer terminaba su turno—.
En cuanto a mí, no lo pensaría dos veces, ese sábado por la mañana, tampoco tenía ganas de permanecer en el interior del hostal, escuchando alardes de lo entretenida que fue la noche anterior, y la única alternativa posible, era quedarme por un rato en la Biblioteca Nacional Mariano Moreno, luego de eso, lo dejaría en manos del destino. Caminar y conocer más, me parecía una buena opción. A esas alturas, cualquier cosa era mejor que estar dentro de la residencia.
—¿Y vós no salistes? —preguntó Laura a la espera de una respuesta.
—Nadie me invitó.
—¡Vós sos portado bien! Mejor que no te juntes con esos. Menos con ese grande y la otra que es toda vanidosa—. Alcanzó a decir después de sorbetear la bombilla del mate.
—¿Quienes?
—La chica esta... la del ascensor, que vio a la hermana con el otro... — comenzó a decir; y entonces, agregó—: Es una mosca muerta ¿A que no sabes con quién la vi? Muy... del cuello con un chico.
—¿Quién? —le pregunté expectante.
—El mexicano, el nuevo ese... Ariel. —Laura había lanzado una bomba.
«¡Pobre Paloma!».
Ni siquiera me dio el tiempo de procesar la información, cuando dijo —: Y ese chico, el uruguayo... con el otro...
«¿Cuál otro?».
—... ese que siempre anda con ellos. —concluyó.
Cuando terminó de hablar, me quedé en completo silencio. Y si no fuese porque estábamos sentados en las sillas de la recepción, podría jurar que en ese momento pasó una planta rodadora —cardo ruso—, cruzándose en el plano, justo detrás de mí. Se parecía a esos matojos secos que se muestran en las películas del oeste y que de alguna forma representa que un lugar está desolado.
Nina y Ariel estaban juntos en la celebración del Bicentenario de la Revolución de Mayo, nadie nunca supo cómo se acercaron, o en qué momento preciso ocurrió el flechazo. Las distintas versiones hasta el día de hoy eran confusas porque mientras algunos postulaban que se encontraron por primera vez dentro del hostal, específicamente en el comedor; otros afirmaban que fue en la Facultad. Lo único claro era que cuando llegaron a la residencia esa noche, ya habían consumado su amor repentino con un primer beso.
Lo que nadie sabía, era que la bomba de tiempo había comenzado la cuenta regresiva porque la guerra entre Nina y Paloma estaba a punto de declararse. Lamentablemente, las esquirlas nos iban a salpicar a todos los que nos encontrábamos a su alrededor.
En cuanto al otro romance furtivo, la información de Laura era limitada, pues el único nombre que recordó fue el de Dante, y aunque varias veces intentó sorprenderlos infraganti, el segundo chico en cuestión, siempre lograba escapar de las manos de la recepcionista. De los dos, solo encontraba al monstruo, y de ahí venía la tremenda animadversión que le tenía.
Una vez fuera de la residencia, comencé a sentir una sensibilidad anormal al frío. Fue la primera vez que un tipo de aire gélido me calaba hasta los huesos, pero no provenía desde el exterior, sino que era yo el que lo generaba en el centro de mi pecho. Aquel inusual fenómeno, ni el calor extremo sería capaz de aplacarlo, y por lo mismo, continuaría durante mucho tiempo más. Inclusive, actualmente, se hace presente cuando comienzo a recordar todo lo vivido.
Sentado en la biblioteca, cada tanto salía por un café con el fin de espantar el sueño, pero por más que intentaba, no lograba concentrarme en lo que hacía. Tenía los labios resecos producto de mi frío imaginario y comenzaba a sentirlo con mayor intensidad a medida que pasaban las horas. Cuando miré por la ventana, comenzaban a caer las primeras gotas, y ni siquiera con aquella bebida tórrida, conseguía calentarme.
Respecto al clima en Buenos Aires había solo cuatro cosas de las cuales me tenía que preocupar, tanto por separado como en sus más temibles combinaciones: tormenta, viento, humedad y calor.
De todas las anteriores, la humedad es la ama y señora de la ciudad, exacerbando tanto el frío como el calor. Especialmente, se hacía sentir en el cuerpo, impactando en el dolor reumático y generando el tan temido frizz en el cabello. Y, por si fuera poco, impregnaba la ropa con un olor bastante particular.
Además de esto, una gran cantidad de lluvia puede caer en un corto período de tiempo, y a veces, es de carácter impredecible. Y aunque es factible que llueva durante todo el año, estas son muy recurrentes de octubre hasta marzo. En cuanto al viento, es posible que se presente «El Pampero», frío y seco en cualquier momento, pero es más frecuente en verano, mientras que «La Sudestada», fresca y húmeda, sopla entre abril y diciembre, trayendo en ocasiones, algunas lluvias muy intensas. Por último, el calor, se manifiesta desde octubre, en plena primavera, y ya en diciembre, el infierno se desataba en la capital con las altas temperaturas o como decía Laura: «Era cuando el diablo decidía pasar una temporada en Buenos Aires».
Cuando comenzó a escampar, caminé buscando alguna tienda de ropa pensando en una sola cosa: abrigarme. Una vez que salí de ahí con un paraguas en la mano y dos bolsas llenas de vestuario, comencé a deambular, con el único objetivo de que pasaran las horas rápidamente. No tenía ni la más mínima idea de qué hacer: no sabía en dónde estaba, ni hacia qué rumbo me dirigía.
Sentirme excluido no era el problema, lo que me hacía daño, era evocar en mi mente la figura del monstruo junto a alguien más. En cuanto me di cuenta, cruzaba por un puente curvo lleno de personas.
Se trataba del puente peatonal que comunica las dos orillas de la avenida Figueroa Alcorta —une la Plaza Dante con el Parque Thays—, y fue diseñado por César Janello, Silvio Grichener, y Atilio Galoy en 1960. Es uno de los lugares más transitados de Buenos Aires por su maravillosa vista.
En pleno aguacero, ahí estaba, apreciando el hermoso paisaje, en la parte más alta del puente de hormigón, justo en su centro, viendo el flujo de automóviles que transitaban por debajo.
Al percatarme, las personas de la calle comenzaron a moverse como dentro de un musical.
«¿Es un flashmob?», pensé.
En el campo del pensamiento mágico es en donde se encontraba mi propio mundo de creación: una serie de pensamientos que emergían en forma de ensoñaciones, tal cual lo experimentaba en esos momentos, al imaginar una situación tan surrealista como ver a tantas personas bailando a mi alrededor en pleno aguacero.
Al cruzar por la pasarela y seguir caminando más allá, me senté con mi paraguas, empapado por la lluvia, en la imponente escalinata de la Facultad de Derecho.
El edificio de autoría de los arquitectos Arturo Ochoa, Ismael Chiapore y Pedro Vivent, se remontaba a 1949 y tenía la apariencia de un Partenón. Estaba ubicado sobre la avenida Figueroa Alcorta y poseía un estilo neoclásico con columnas dóricas emplazadas justo al frente de la monumental estructura. Estos pilares estaban envueltos en su propia superstición, la cual advertía de no contarlos nunca, porque la más temible de las maldiciones universitarias recaería sobre el desafortunado que así lo hiciera: jamás lograría graduarse.
Al mirar a la gente que seguía bailando a mi alrededor con sus paraguas, me dije a mí mismo:
«¡Otra vez te estás montando toda una película!».
Cansado de aquel baile imaginario, seguí mi caminata hasta llegar a una gigante flor metálica que miraba hacia el cielo. Estaba ubicada en la plaza Naciones Unidas a un costado de la Facultad de Derecho. Su nombre era Floralis Genérica de Eduardo Catalano que abría sus seis pétalos con los rayos del sol y los contraía al anochecer, gracias a sus células fotoeléctricas y su sistema hidráulico.
A medida que las nubes dejaban pasar algunos rayos de sol, la gran flor de metal empezó a emular el proceso de fotonastia, y tan pronto como florecía, no podía sacar de mi cabeza el fenómeno de Síndrome Floral y las palabras de Laura:
«... ese que siempre anda con ellos».
El monstruo, al igual que los murciélagos, ciertas mariposas y la mayoría de las polillas, formaba parte de los numerosos polinizadores nocturnos. Estos seres recurren a las flores en busca de alimento, precursores de feromonas, descanso, perfumes o aceites. A cambio, ayudan a las especies florales a garantizar su reproducción.
De sopetón, se desenredó mi nudo mental cuando apareció en mi mente el nombre de la flor más esquiva de todas.
«Bernardo...», decía aquella insoportable voz en mi cabeza. Inmediatamente después, todos dejaron de bailar y yo al fin pude volver a la realidad.
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