༺ CAPÍTULO 16. EL GRAN DESFILE ༻
https://youtu.be/VCibih9q6Vo
Visto en retrospectiva, el año 2010 se presentó agitado. La prueba de ello fueron la serie de catástrofes que dejaron su huella en la historia, eventos que irían desde el derrumbe de la mina San José en Chile hasta la filtración masiva de WikiLeaks.
Algo no muy distinto ocurrió en la industria de la música, que por el incipiente auge de las redes sociales y la formación de nuevos movimientos, parecía un constante déjà vu. No obstante, ni aquellos con más imaginación podían prever que una joven neoyorquina irrumpiría en escena, reseteando la cultura pop, ¿su nombre? Lady Gaga. Y, desde luego, ese también sería el año en que conocería a Emma Taborda.
A lo largo y ancho de sus tres pisos, el hostal tenía su propia paleta de colores. Se componía de amarillos saturados, celestes, tonos naranja, azules y profusos verdes —típicos del fileteado porteño— que hacían juego con los desgastados diseños de las baldosas ubicadas en el suelo. Aquella mañana, mientras afuera caía un aguacero, dentro de la cocina, el vapor de las ollas se condensaba al entrar en contacto con la superficie fría de las paredes.
Josefa y yo estábamos solos, deambulando por el segundo piso, yendo y viniendo entre la cocina y la habitación n.º 16, acarreando los utensilios necesarios para ejecutar nuestra tarea culinaria. Cabe señalar que caía tanta agua que el frío nos calaba hasta los huesos, y ni siquiera la lumbre de la hornalla lograba calentarnos.
Como siempre, nos decidimos por una pasta y su respectiva salsa de tomates naturales con cebolla, ajo y morrón. Las razones para prepararla eran sencillas: tenía una rápida cocción, y su armado no requeriría de mucha parafernalia. Luego un té según dictaba la costumbre, y después de eso, seguir estudiando en la sala del primer piso. En aquella ocasión, nos equivocamos con las porciones, ya que preparamos suficiente comida para tres personas, y éramos solo dos. Paloma no estaba, no había nadie conocido a nuestro alrededor para compartir; y poner la comida en el único refrigerador de la residencia, sería dárselo a algún pillo que, de seguro, se lo iba a devorar sin siquiera dar las gracias.
De repente, en un giro inesperado de los acontecimientos, una chica completamente empapada por la lluvia pasó en frente de nuestros ojos atravesando el pasillo con una maleta gigante de color verde y un bolso de mano.
En cuanto comenzó a caminar, fue como si estuviese dentro de una sala anecoica, podía sentir cómo todo se movía en cámara lenta y hasta las gotas de lluvia iban en sentido contrario. Tanto fue así, que me tuve que restregar los ojos ante el extraño fenómeno que estaba experimentando.
¿Era real lo que veía o era parte de otra vivencia exagerada?
Yo era dos personas a la vez, una que vivía y otra que imaginaba creando una historia de fantasía. De pronto, tuve que despertar de mi ensoñación. Se me hacía tarde, porque a pesar de que me hubiese gustado quedarme allí por más tiempo, yo pertenecía al mundo real.
Poco después, la chica salió suspirando por la puerta de la habitación n.º 14.
«¡Pobre!, está tan extraviada como yo el primer día», reflexioné.
Entonces tuve la certeza que debía intervenir, tal cual lo hizo Mario conmigo:
—No está tan mal, te acostumbrarás en un par de días —le aseguré al ver su cara de desencanto al cerrar la puerta de la habitación y quedarse inmóvil.
—Apenas llego y ya discutí con todos —afirmó con vehemencia y una pizca de resignación.
—¿Quieres comer algo? —le pregunté, intentando sonar gentil y amable.
Tan pronto como miré a Josefa, noté que no estaba completamente de acuerdo con la invitación que le extendí a la nueva inquilina. Sin embargo, en ese momento, decidí ignorar su reacción y seguir adelante.
La chica tenía un marcado estilo grunge: atemporal, desaliñada y por sobre todas las cosas, andrógino. Ella aceptó la propuesta de inmediato, y de alguna manera, podríamos decir que fuimos los primeros en darle la bienvenida a la residencia.
Por mi parte, desde hace días me encontraba en la búsqueda de un lugar para alquilar, pues las ansias de dejar el hostal, estaban más presentes que nunca después de la partida de Johanna. En aquel entonces, mi familia también me había ofrecido la alternativa de comprar algún sitio y ponerlo a mi nombre. Sin embargo, la idea de aventurarme a vivir solo, consistía precisamente en pagar mis gastos y tomar mis propias decisiones sin tener que rendir cuentas a nadie.
Lamentablemente, para arrendar un departamento, me pedían como requisito una cantidad descomunal de documentación, avales, garantías, seguros y pagos por adelantado. Representaba toda una fortuna en costes y una verdadera proeza para un recién llegado como yo. Una opción que, por ahora, tendría que esperar.
Apenas nos sentamos a la mesa con nuestra nueva comensal, comenzó el interrogatorio de Josefa:
—¿Y cuál es tu historia?
Según nos decía la chica, arribó desde Chile en compañía de una amiga para estudiar Terapia Ocupacional. Desafortunadamente, después de su llegada al país, la convivencia entre ambas resaltaría aún más sus diferencias. Los conflictos escalaron a tal nivel, que en medio de una discusión cuyo foco principal era la pérdida de dinero, pusieron fin a su amistad. Como consecuencia, Emma decidió abandonar el lugar que compartían. Luego de todas las disputas, sus vidas tomarían rumbos totalmente opuestos y nunca se volvieron a ver.
—¿Lo pueden creer? Mi propia amiga me robó, la confronté y bueno, ¡acá estoy! —nos decía la nueva inquilina— ¿Y ustedes?
—En lo mismo, estudiar: yo Odontología y Ray Biología. Eso sí, ¡aún nadie nos roba! —Josefa como siempre se ponía a ironizar con las tragedias ajenas.
«¡Qué cruel!», pensé.
En ese momento, le lancé una mirada queriendo expresar mi descontento por su sarcasmo innecesario.
—¡De verdad, siento mucho que hayas tenido que pasar por eso! —le dije con la mejor de mis intenciones.
—¿Así que estudias Terapia Ocupacional? ¡Igual que Nina! —declaró la imprudente.
—¡Sipo! Ella fue la que me habló de este sitio.
«¡Lo que me faltaba! Otra amiga de Nina».
Una vez que terminamos de comer, partí raudo a lavar los trastes mientras veía a la chica acomodarse en la habitación n.º 17 con la puerta abierta. Sus compañeros no parecían muy contentos, pero fue la expresión que pusieron en sus caras al salir, lo que me hizo bautizarlos como «Las Gárgolas».
Esa misma semana comenzarían los festejos por los primeros doscientos años de la historia de Argentina. Días más tarde, Josefa me invitó, junto con otras dos chicas del hostal, a presenciar la gran celebración por el Bicentenario de la Revolución de Mayo: un espectáculo callejero que partiría desde la plaza de Mayo, seguiría por Diagonal Norte, pasaría por la avenida 9 de Julio hasta llegar finalmente a la Av. Independencia.
Buenos Aires estaba lista para festejar, acogiendo a los asistentes que llevaban sus escarapelas albicelestes y ondeaban con orgullo sus banderines. Apenas pusimos un pie en el lugar, nos comenzamos a abrir paso entre el gentío hasta ubicarnos justo detrás de las vallas de seguridad con la intención de tener una mejor vista del desfile de carrozas. Sin embargo, estar delante de tal multitud no evitaría el hecho de que nos apretujaran con fuerza contra la barrera.
El imponente desfile, creado por un grupo de teatro experimental, estaba lleno de acrobacias, efectos visuales y gigantescas escenografías que narraban las escenas más representativas de la historia del país.
Finalmente, se dio paso a un espectáculo musical de «Fito Páez y sus amigos», una espectacular y masiva interpretación del himno nacional, y al show de fuegos artificiales que terminó por despertar la euforia de todos los espectadores.
Las chicas se quedaron hasta el final del evento, pero en cuanto pasó la última carroza, decidí retirarme porque los lugares con demasiadas personas siempre me terminaban por alterar. Cuando llegué a la residencia, parecía un desierto. Los únicos que estaban ahí eran Esteban, durmiendo en el cuarto, y Laura, que custodiaba fielmente la recepción.
Después de un buen rato en la cama, con la luz apagada y esperando conciliar el sueño, pude escuchar a una multitud llegando de la celebración. Todos hablaban con la chica nueva, era la novedad del momento, y por supuesto, tanto Nina como Iñigo y, sorprendentemente, Josefa, se lucían mostrándole a todo el hostal que el grupo tenía un nuevo miembro. Emma Taborda ni siquiera había pasado un día completo en la residencia y avanzó más en la jerarquía social que yo en meses.
—¡¿Chicos, pueden bajar la voz?! —exclamaba Laura mientras iba de habitación en habitación pidiendo silencio.
«¡Gracias Laura! Al fin, un poco de calma».
Pero al intentar nuevamente dormir, comencé a escuchar que un niño jugaba en la habitación n.º 14.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro