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༺ CAPÍTULO 13. LA NIÑA DE LA SOPA FRÍA ༻

https://youtu.be/uRy60pNaM90

Nos veíamos como una juventud moderna, ligera y despreocupada, perdidos por las calles empedradas del barrio de San Telmo en donde decidimos rematar nuestra pequeña reunión vespertina. La no-celebración entre Johanna, Paloma y yo, se puso tan intensa, que ya estábamos totalmente noqueados y desparramados por la acera.

—Lo que vi el otro día... cuando tú... y... —le dije a Johanna mientras miraba cómo Paloma se levantaba de un salto por la necesidad urgente y repentina de ir al baño.

—¡No pasa nada! —interrumpió—, además tú y yo, ¿somos amigos o no? Me cuidaste cuando estaba completamente ebria, en mi peor momento, encima hiciste que Iñigo no se sintiera incómodo, y eso no lo hace cualquiera... —me dijo Johanna con una gran sonrisa en su cara.

—Hacerlo público o no, es algo que solo depende de ustedes dos —le confirmé al recordar las palabras de Lú.

—Igual y te agradezco por todo... —expresó guiñando el ojo en señal de complicidad.

Johanna tomaba hasta los asuntos más delicados de forma muy natural. Nuestra conversación pendiente acerca de su romance furtivo pasó sin pena ni gloria, porque para ella el asunto era irrelevante, aunque yo me haya partido la cabeza pensando en ello.

—Por lo que vi, estudiaste muchísimo para tus parciales..., no estás triste por eso, ¿verdad? —le dije un poco intranquilo.

—La razón es otra, pero aún no quiero hablar... —se sinceró con un tono de desamparo en su voz.

Johanna llegó a la hospedería en el mes de febrero, proveniente de Santiago para estudiar Agronomía. Al día siguiente de su arribo, se enteró de que dos chicas, afectadas por una crisis nerviosa, se habían querido lanzar de uno de los balcones de la residencia debido a la incertidumbre provocada por el bombardeo informativo con malas noticias provenientes desde Chile, epicentro por ese entonces, de un terremoto que alcanzó una magnitud 8.8 en la escala MW, aproximadamente a 150 km al noroeste de la ciudad de Concepción, donde vivían sus respectivas familias. Una semana más tarde, ante la completa falta de comunicación con sus seres queridos, las jóvenes suicidas terminaron abruptamente con su estancia en el hostal y abandonaron el país.

Y es que a veces, el destino es capaz de jugarnos una mala pasada, y el azar dictaminó que mientras las dos chicas le ponían un final a su historia, al otro lado de la cordillera, yo me decidía a comenzar otra, completamente nueva.

Avivada por el alcohol y absorta por la luz que emanaba de uno de los faroles, la chica de grandes ojos verdes comenzó a hablarme de la gran maraña de sucesos que se entretejían dentro de la hospedería previo a mi llegada.

—Entonces, ¿por dónde comenzar?... —se preguntaba Johanna antes de ponerme al corriente.

En medio de todos los posibles enredos, existía uno que quizá estaba a la misma altura del triángulo amoroso entre las hermanas Darrigrande y Claudio. Como era de esperarse, quedé boquiabierto, pues tal fue mi sorpresa al saber que uno de los protagonistas sería nada más y nada menos que el mismísimo Facundo.

Resulta ser que, en uno de esos días, mientras el Regordete se zampaba una bandeja repleta de alimento chatarra, sentado a un costado de la recepción, se quedó deslumbrado ante la aparición celestial de una voz grave y labios gruesos que se materializaba de pie frente a él. No podía creer lo que veían sus ojos, la belleza exótica de Adrián había atizado la llama de su deseo, tanto así que, al menos por un momento, la comida pasó a un segundo plano para él.

El efímero romance se habría dado gracias a la meticulosa intervención de Angélica, quien obró de Celestina, primero, haciendo una jugada maestra al rebajar la tarifa a Adrián para que se quedara y, segundo, acercándose a él paulatinamente con la intención de hacerle gancho con Facundo.

Según Johanna, el colombiano recién llegado, que no tenía ni un centavo en su bolsillo, solo vio una gran oportunidad para mantenerse en el país a expensas de Facundo.

En suma, se trataba únicamente de una relación por conveniencia, donde el amor no tenía cabida alguna.

Pero nada es para siempre —supongo— porque todo cambió el día en que Adrián, habiendo ahorrado bastante dinero —gracias a que no gastaba en nada—, terminó de manera abrupta su amorío con el regordete. Y, aunque este último suplicó por una nueva oportunidad al objeto de su deseo, el colombiano ya tenía sus ojos puestos en un pez más gordo fuera de la hospedería.

Así fue como el chico rechoncho aprendió de la peor manera posible que el amor puede ser una cosa monstruosa, pues se vio infectado por un parásito carente de escrúpulos que estaba dispuesto a sacrificar a cualquier persona en busca de su propio beneficio. Pero ya era demasiado tarde, aquel monstruo, bajo una falsa imagen de ingenuidad, lo había roto en pedacitos.

Un tiempo después de su desintoxicación amorosa, Facundo cayó en cuenta que fue utilizado vilmente por Adrián. Y es que, a diferencia de lo que a menudo pensamos, el tiempo no lo cura todo. La guerra había sido declarada, y el hostal era un verdadero campo de batalla entre esos dos, lanzándose miradas de odio y actuando como si el otro estuviese muerto.

La fugaz historia entre Facundo y Adrián generó más conmoción entre los huéspedes que entre los propios involucrados, debido a las fogosas escenas a altas horas de la noche, que incluían sexo en el ascensor, en algunas habitaciones y hasta una comentada escena de felación en una de las salas del primer piso, que según cuentan las malas lenguas, algunos habrían alcanzado a presenciar. Todo lo anterior, fue encubierto durante semanas por Angélica, quien se encargaría de que nadie abriera la boca.

—Algunos dicen que se lo tenía merecido, pero que te usen de esa manera debe ser duro... Después, volvió a hacer el mismo chismoso de antes—dijo Johanna poniéndose de pie y mirando a Paloma que se acercaba a nosotros.

—¡Es un metiche! —exclamó Paloma, luego añadió—: ¿Están hablando del gordo, verdad?

Cuando la niña de los grandes ojos verdes hablaba de su familia, ponía especial énfasis en su mamá y su hermano menor a quienes describía con mucha dulzura. Johanna dependía económicamente de sus padres, pero a medida que su papá se fue alejando del hogar, la relación entre ellos se volvió tan fría como el hielo, y con ello, comenzó a escasear el dinero. A pesar de estos hechos lamentables, con una casa a cuestas y dos niños, su madre se dedicó a pintar más cuadros para vender y hasta tomó un trabajo de medio tiempo para darles un buen vivir y compensar en algo la falta de fondos, sin embargo, aunque hiciera todo lo que estuviese en sus manos, jamás podría resarcir el impacto de una ausencia paterna.

En un intento por alejarse de los problemas familiares y convencida por su mamá, asistió a la Embajada de la República Argentina en Chile para solicitar una beca de estudios. Con el fin de lograr su objetivo, trabajó durante un año para ahorrar dinero y solventar los gastos del viaje, y pese a todos los obstáculos, lo consiguió.

Una vez instalada en el Hostal, Marina, una estudiante de fotografía de la habitación n.º 18, fue la primera persona en acercarse a ella. Se hicieron tan buenas amigas que hasta crearon su propio saludo, un ritual que realizaban sin falta cada mañana.

—¡Cómo andás yegua! —gritaba Marina al salir con cámara en mano de su habitación.

—¡Hola yegua! —exclamaba la niña de grandes ojos verdes agitando su mano en el aire.

Cuando Johanna llegó durante el verano, tenía largas charlas, tertulias y excursiones por la ciudad junto a las recién llegadas: Olivia, Nina y Cristina. Por ende, solo fue cuestión de tiempo para que se llevaran bien.

A medida que el grupo fue creciendo, comenzaron a aflorar los mejores y peores atributos de cada uno. Pero sin importar cuánto se esforzara en disimular su reacción, Johanna ya no ponía la misma energía en sus encuentros. El vínculo había comenzado a diluirse.

—Es demasiada gente como para conectar con alguien... —decía.

Por esta razón, la chica dividía su tiempo entre dos grupos, mientras la noche de los viernes salía con «Los argentos», en el día, compartía con «Los Triunfadores». Y en medio de todo eso, estaba su relación secreta con Manuel.

Siempre me decía que habíamos coincidido de alguna manera extraña, en el mismo lugar, que yo le inspiraba confianza y que, además, era un poco enigmático.

—Soy el huésped nuevo y misterioso ¡No me quites mi momento!, pronto pasaré a ser uno más del montón —repuse.

Desde que me topé por primera vez con Johanna en el comedor, me sentí identificado con ella. A pesar de que me había prometido a mí mismo, no involucrarme con los problemas ajenos, en aquella ocasión tuve el presentimiento de que necesitaba conocerla. Y creo que no me equivoqué, porque siempre fue abierta y amable conmigo. Nunca dudó en extenderme la mano: me ayudó a entrar en el extraño mundo nocturno de la residencia, me presentó con Iñigo, no titubeó en defenderme de las incómodas preguntas que me lanzaba Josefa y confió en que yo no iba a decir nada respecto a su relación con Manuel. Si hasta cuando fuimos a la pizzería me hizo sentir parte del grupo contándome secretos que quizás no hubiese compartido con otros, e inclusive, permitió —sin chistar— que hiciéramos una No-Celebración en su nombre para subirle el ánimo, después de todo, eso es lo que hacen los amigos. Johanna, sin duda alguna, se convirtió en mi lugar seguro dentro del hostal.

—¡A propósito!, el otro día te vi con Nina, ¿qué onda? —dijo Paloma mientras caminábamos de vuelta al hostal.

—Ella tenía parcial de Biología. Preguntó algunas cosas y luego le respondí sus dudas —contesté.

—Es raro que se acercara. Ella no da puntada sin hilo —me previno Johanna cuando dábamos la vuelta en una esquina.

—¿Ya le contaste que te vas? —preguntó una entrometida Paloma mientras la noche se comenzaba a disipar.


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