༺ CAPÍTULO 12. LA NO-CELEBRACIÓN ༻
https://youtu.be/qc2J3qa_7Xk
—¡No llego a tiempo para el parcial! —Oí que alguien se lamentaba en la sala de estudio.
El nerviosismo se olía en el aire, y las emociones estaban a flor de piel. Ya habían pasado varias semanas, y la residencia era un verdadero caos, pues la mayoría nos preparábamos para rendir nuestras primeras evaluaciones. De esta manera, con tal nivel de histeria, se dio por iniciada la temporada de exámenes.
Mientras que por las tardes, en compañía de Luciana, trataba de estudiar en cualquier lugar que nos sirviera para dicho propósito, por las noches, continuaba con mis reuniones junto a los chicos en la hospedería.
Con los parciales a la vuelta de la esquina, nos pasábamos horas con el culo en la silla, embriagados de café, ayudándonos unos a otros y dándonos ánimo en todo momento.
Debido a esto, la necesidad de alejarme del tumulto de la residencia se volvió tan imperiosa que me llevó a buscar mi propio oasis de tranquilidad en medio del ajetreo de la ciudad: la Biblioteca Nacional Mariano Moreno, situada en el barrio de Recoleta.
Cada mañana, me sentía como pez en el agua, rodeado por el mobiliario original que data del año 1902 mientras me deleitaba con las vistas al Río de la Plata. Adentrarme en la edificación brutalista, hogar de la mayor biblioteca de Argentina, era más que un simple privilegio para mí; era el sitio donde, a veces, encontraba consuelo a todos mis males.
Durante todo ese tiempo, a medida que avanzaba a paso seguro, revisando las preguntas de algunas evaluaciones de años anteriores, la voz de mi cabeza, al fin se había silenciado.
—¿Y si no recuerdo nada? o peor aún, ¿y si es demasiado difícil? —se preguntaba una afligida Paloma en la improvisada sala de estudio de la residencia.
La chica era alguien muy despistada. A simple vista, cualquiera podría decir que se veía fuera de lugar, pero al tratarla mejor, se mostraba amable y muy abierta, siempre y cuando se estuviese de acuerdo con ella, o de lo contrario, experimentaba un vaivén de emociones negativas dando por sentado que todos querían hacerle daño, incluso si no había motivo alguno.
La primera vez que nos conocimos fue en el comedor, cuando Paloma estaba sentada frente a una de las mesas tratando de entender sus propios apuntes de clases. En un principio, fue incapaz de notar mi presencia, pero en cuanto me vio, interrumpió lo que hacía, acercándose justo a mi lado.
—¡Hola, amigo! Disculpa, ¿tienes un lápiz para anotar algo? —me pidió muy suelta de cuerpo.
«¿Amigo?», pensé.
—¡Sí, claro! —le respondí sin ninguna objeción, entregando lo que solicitaba.
—¿Eres conocido de Johanna? Ella me ha hablado mucho de ti —comentaba con mi bolígrafo en la mano.
—Sí, ha sido muy amable conmigo ¡A propósito!, soy Raymundo, pero me dicen Ray —le subrayé tratando de iniciar una conversación.
—¡Me llamo Paloma! —contestó para luego soplar el mechón que caía sobre su frente.
—¿También estudias para rendir? —le pregunté tratando de sonar cortés.
—¡Claro!, ¿tú también?
—Sí... —le dije con una respuesta precisa y escueta.
Afuera, el viento comenzaba a correr, haciéndose sentir. Después de volver a su asiento y al cabo de unos diez segundos, que parecieron una eternidad, la chica se marchó de la habitación con mi lapicera.
Johanna y Paloma ya estaban instaladas en la habitación n.º 16 junto a Josefa. En tanto estuviesen concentradas en sus exámenes, los roces entre ellas se aplazarían durante un tiempo, por ahora, con el cinismo y la hipocresía bastaban. Básicamente el problema no era Johanna, ni mucho menos Paloma, sino la actitud pasivo-agresiva a la cual las sometía Josefa, y si a eso le sumamos los parciales, teníamos el paquete completo.
Avanzada la noche, de vuelta a nuestro rincón de estudio frente a la recepción, una angustiada Johanna decía:
—¿Y si vomito?, ¡me transpiran las manos! —al tiempo en que Paloma le daba unas palmaditas en la espalda para calmarla, pero sin resultado alguno.
—¿Y si me va mal? —se cuestionaba una ansiosa Josefa. Esas fueron las únicas palabras que salieron de su boca durante la velada. Ojalá todos los días nos evaluaran, al menos así se hubiese mantenido callada por más tiempo.
El estrés se les salía por la boca; sin embargo, la peor parte de la situación, es que no había ninguna manera de ayudarlas a sentirse mejor. Esos parciales representaban la primera oportunidad de poder aprobar las materias y zafar, por el momento, de los exámenes finales. Pero, ante todo, significaba la demostración tangible de nuestra decisión de emigrar a un país que no nos pertenecía.
«El hipotálamo estimula las glándulas suprarrenales para secretar la adrenalina que causa sudor, taquicardia y taquipnea...», repetía mentalmente para volver a centrarme en mis estudios ante tales comentarios derrotistas.
Cada uno de nosotros enfrentó su inminente destino durante dos largas semanas llenas de angustia e incertidumbre. Una vez que fue mi turno, podría asegurar que rendí con éxito todas mis materias, o al menos eso creía. Mi plan de estudio había dado resultado gracias a la extenuante rutina a la cual me sometí, pero lamentablemente mis uñas pagaron el precio por mis elevados niveles de ansiedad.
Johanna fue la última en rendir. Ese día llegó a la residencia con una actitud completamente derrotista: cabizbaja y con los hombros encogidos. Intenté hablarle, pero no me atreví porque de seguro necesitaba contención emocional y con ello, venían los abrazos.
Una de las cosas que más me aterraba, era el contacto físico, y el simple hecho de hacerlo, me incomodaba a tal extremo, que comenzaba a sudar frío.
«Las endorfinas son polipéptidos que se unen con los receptores de opioides presentes en el sistema nervioso central, lo que se traduce en placer, bienestar, y en la reducción de la sensación de dolor», pensaba en ese momento.
El abrazo tiene un gran poder sanador y Johanna definitivamente necesitaba uno para mejorar su estado de ánimo. Lamentablemente, yo estaba imposibilitado de hacerlo.
A pesar de todo, uno de los desafíos personales a los cuales me enfrentaba constantemente era tratar de no abordar los problemas ajenos como si fueran míos. Y según lo previsto, me urgía actuar. Por tal motivo, debía dirigirme a la única persona que podía darme una mano en esos momentos.
—¡Paloma! —alcé la voz, alcanzándola en el pasillo del segundo piso mientras intentaba captar su atención.
—¡¿Qué pasó?! —me preguntó sorprendida, luego llevó una de sus manos al pecho, y agregó—: Me asustaste, ¡el corazón casi se me sale por la boca!
—Disculpa, ¿has visto a Johanna? —dije expectante por la reacción que tendría, observándola detenidamente.
—¡Sí, la vi! Está muy triste, llegó directo a la cama. Ni siquiera habló conmigo. —Después del susto que le pegué, se quedó en silencio durante un momento y comenzó a frotarse las manos.
—¿Y qué crees que podamos hacer? —pregunté, pensando en que a ella se le ocurriría algo.
—¡Acompáñame! —exclamó arrastrándome hacia el elevador.
Paloma había decidido por cuenta propia que la mejor manera de reconfortar a Johanna, era celebrarla. De cierta forma logró convencerme de tomar la iniciativa porque en otro contexto, habría sido incapaz de hacer algo así.
Corríamos con ventaja, Manuel tenía doble turno —estaría en la recepción desde las tres de la tarde hasta el otro día—, Magnolia y su familia llegarían la mañana siguiente y Josefa e Iñigo no estaban. Además, era viernes, un día en el cual la circulación de personas era prácticamente nula.
—¡El alcohol debe ser muy caro! —le subrayé cuando estábamos en el supermercado argenchino mientras tomaba tres tubos de burbujas de jabón.
—¡Estás en Argentina!, ¡acá es muchísimo más conveniente curarse que comer! —argumentó con un tono hilarante, poniendo todas las botellas en su mochila para que nadie las viera en el hostal.
Una de las cosas que más me impresionaba del país como inmigrante era el bajo precio de las cervezas y licores en comparación con nuestros lugares de origen. En el año 2010, el mercado cambiario en Argentina era bastante inestable debido a la devaluación de la moneda. Por esta razón, cada uno de nosotros había comprado dólares en nuestros respectivos países para aprovechar al máximo el tipo de cambio favorable. De este modo, podríamos ahorrar algo de dinero mientras disfrutábamos de las ventajas económicas que nos ofrecía el país en términos de precios.
Una vez dentro de la residencia, ella subió a su habitación a buscar un termo y unas tazas, bolsitas de té y mate cocido, azúcar, galletas y toda la comida que encontró.
—¡Esto nos ayudará a disimular! —afirmó mientras avanzábamos a paso seguro por las escaleras rumbo al comedor.
En cuanto llegamos, Paloma habló con Manuel para que nos cubriera las espaldas mientras que yo movía una mesa del comedor y tres sillas hasta el balcón, luego hicimos nuestro montaje de una supuesta merienda y detrás de una planta, pusimos la mochila con la cerveza y el licor. Johanna bajó desde el segundo piso junto a Manuel rumbo a nuestra posición y ahí, sin más, comenzamos la No-celebración de Johanna. Todo estaba perfecto, salvo un pequeño —o gran— detalle: ninguno de los miembros de la improvisada reunión, había comido nada durante el día.
—¿Saben lo que es humillante? —preguntaba Johanna tumbada en la silla, luego confesó—: Pedirle una pajita a un quiosquero en vez de un sorbete ¿Pueden tan solo imaginar la cara que puso? —Nos miramos, y tras unos segundos de silencio, todos explotamos de risa.
—¡Eso, no es nada! Comprar papel absorbente en vez de papel higiénico, ¡eso sí es vergonzoso!, ¿saben?, ¡estuve toda una semana raspándome ahí abajo! —reveló Paloma, y seguimos riendo sin parar.
Nos carcajeamos tanto que nos dolía la tripa y, aun así, seguíamos en ello. Usando lentes oscuros y bebiendo licor de nuestras respectivas tazas, charlamos de la vida y soplábamos burbujas que se las llevaba el viento. Vernos en esa escena, ¡era todo un espectáculo!
Nunca nadie se enteró en el hostal de lo que hicimos esa tarde. Manuel siempre estuvo allí para protegernos, porque si Magnolia —o cualquier persona con malas intenciones— se hubiera enterado, nos habrían sacado a patadas de la residencia.
—¡Tenemos que confesarte algo muy importante! —exclamó Johanna con la lengua traposa, después agregó—: La verdadera razón de nuestro cambio al segundo piso es por lo que sucedía en la habitación de al lado.
—¿Conoces a la parejita, esa del sujeto corpulento y su novia oriental?, ¡ese par de Ogros son la verdadera razón! —recalcó Paloma dándole una pitada a su cigarrillo.
—¡Si, los conozco de vista!, a veces me topo con ellos acá en el comedor y nunca tienen un gesto amable con nadie ¡Pasan de largo y ni siquiera saludan! —comenté al tiempo que bebía.
—¡Se pasan de la raya! —empezó a decir, luego continuó—: Resulta que, era tal el nivel de escándalo, que no pegábamos un ojo en toda la noche —argumentó Johanna haciendo burbujas con la varita.
—¡Le daban como bombo en fiesta! —afirmó una hilarante Paloma—, ¡azotaban tan fuerte el cabecero que casi tumbaban la pared!, ¡el sonido era una verdadera tortura!, ¿y los aplausos?, ¡eso sí que era raro!
—¡Esos no eran aplausos! —precisó Johanna viendo a la ilusa de Paloma que aún no caía en cuenta, añadiendo—: Al principio pensábamos que se agredían. Pero no, todo se debía al descontrol. Y en cuanto nos quejamos en la recepción, la única solución que nos dieron fue cambiarnos de piso como si nosotras tuviéramos la culpa —expresó con claridad.
—¡Son tan molestos!, ¡y quién sabe qué tipo de acrobacias sexuales practicaban! —aseguraba Paloma, y después recalcó—: Ambos deben ser insaciables, yo creo que la chica se lanzaba clavados desde el clóset ¡No podían pasar ni un solo día sin tener sexo!
—Entonces, ¡salud por los Ogros acróbatas! —les dije a ambas.
—¡Salud por la hija de puta! —exclamó Paloma al caer de la silla.
—¡Salud por los hijos de puta que nunca nos dejaron dormir! —le aclaró Johanna sonriendo.
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