Epílogo
6 años después...
YEYFRI
No era un mecánico chapucero. Si determinaba que el auto no daba para más, lo decía sin rodeos, aunque la mayoría de los clientes se negara a aceptarlo.
A pesar de todo, su esfuerzo estaba rindiendo frutos. Se había graduado de mecánica automotriz y, gracias a los ahorros que Virgilio le dejó, pudo contratar a un intérprete especializado para asistir a la universidad. Ahora, estaba a punto de graduarse con honores como ingeniero electromecánico.
Había hecho una promesa, y hasta el momento, sentía que estaba cumpliéndole a la memoria de su viejo amigo.
Su único anhelo era darle una vida digna a su abuela y ahorrar para casarse con Soraneli, su novia desde hacía dos años. La conoció en su tercer trimestre de universidad; ella estudiaba pedagogía y ahora realizaba una especialización en lengua de señas. Quizás fue eso lo que lo enamoró: la manera en que Soraneli le recordaba a Virgilio. Tenía la misma paciencia, la misma determinación de ayudar, el mismo deseo de hacer que los niños sordos no fueran relegados al olvido.
Suspiró y levantó la vista. Víctor, su jefe, estaba haciéndole señas para que subiera a su oficina.
Se frotó la nuca con resignación. Ese hombre era peor que Don Cangrejo, pero tenía que reconocerle algo: le dio la oportunidad de trabajar cuando otros no querían arriesgarse con un sordo.
Antes de entrar, sacó el celular y le envió un mensaje a su novia para confirmar la salida de esa noche. Luego empujó la puerta y casi se desmayó de la impresión.
Por primera vez en mucho tiempo, una sonrisa burlona le cruzó el rostro. Víctor se había levantado del asiento y le mostraba la pantalla de su celular con una expresión triunfal.
"No la dejes ir sin antes conseguir su número, de lo contrario te boto como a un perro de este taller", decía el mensaje.
Yeyfri soltó un bufido de protesta, rodando los ojos con fastidio. Ni que fuera Amelia Vega.
Víctor salió de la oficina, pero no sin antes lanzarle una mirada de advertencia. Ese idiota, casado, con seis hijos de cuatro mujeres diferentes, alquilado y siempre en olla, ahora quería enamorar a Catalina.
La loca de su amiga.
Un título que jamás le diría, pero que se lo había ganado cuando, junto con Virgilio, le devolvió la vida a su corazón muerto.
CATALINA
El corazón de Catalina latía con fuerza, una mezcla de ansiedad y emoción la invadía. Había pospuesto este encuentro demasiadas veces, siempre encontrando una excusa para no enfrentarlo. Pero ahora, al verlo frente a ella, con más peso y convertido en un hombre, se preguntaba por qué había tardado tanto.
—¡Hola, Yeyfri! —exclamó, abanicándose el rostro con la mano en un intento de disipar el calor sofocante de la tarde.
Movió el pie con impaciencia, golpeando con la punta de su zapato la pata de la silla. A pesar de que él seguía con la misma expresión de desconcierto, como si se preguntara qué demonios hacía ella ahí, Catalina decidió sorprenderlo.
—¿Me extrañaste? —le preguntó en lengua de señas, con una sonrisa traviesa.
Los ojos de Yeyfri se abrieron con asombro. No se lo esperaba.
Durante esos seis años, Catalina había usado el dinero que le dejó su viejito para abrir un salón de belleza. Con lo que le sobró, se dedicó a estudiar. Ahora era maestra y trabajaba en un colegio fundado por unos canadienses en La Romana. Además, se había casado con un alemán llamado Armin. Un hombre serio, algo seco, pero buena gente y con una paciencia sobrehumana para aguantar su carácter. Juntos tuvieron una hija, a la que bautizó como Virginia porque Virgilia nunca le había gustado.
—¿Dónde has estado todo este tiempo? —preguntó Yeyfri, sin rodeos.
Catalina sonrió con cierta melancolía. Directo al grano, como siempre.
—Trabajando en darle un rumbo positivo a mi vida. Igual que tú —respondió, encogiéndose de hombros.
Él la miró con el ceño fruncido, conteniendo algo en la garganta que parecía no querer salir.
—¿Por qué no me avisaste de la muerte de Virgilio? —inquirió con una nota de reproche en la voz.
Catalina desvió la mirada. El peso de aquella culpa, que había intentado enterrar, regresó con brutalidad. Se concedió unos segundos antes de contestar.
—Su compadre me dijo que hablaría contigo —murmuró, pero el recuerdo la golpeó como una ola salvaje. Sintió el ardor en la garganta y antes de darse cuenta, las lágrimas resbalaron por sus mejillas. Se las limpió con el dorso de la mano—. Aunque no me creas, me dolió mucho su muerte.
—No más que a mí —replicó Yeyfri con tristeza.
Catalina lo vio parpadear con fuerza, pero no pudo evitar notar cómo dos enormes lágrimas rodaban por su rostro.
—No te imaginas lo duro que fue para mí llorarlo sin poder hablarlo con nadie. Mi abuela sufre de alzhéimer... Creo que tú eras la única que podía entender mi dolor, y desapareciste—dijo Yeyfri en lengua de señas.
—Te aseguro que no te habría sido de mucha ayuda en ese entonces —respondió Catalina, sin adornos ni excusas.
Ese siempre había sido su problema. Yeyfri asumía lo peor de ella, y en el pasado, ella hacía exactamente lo mismo con él. Nunca se dieron el tiempo ni tuvieron la voluntad de conocerse realmente. Su relación siempre fue un tira y jala, una guerra de orgullo y heridas mal cerradas.
—No vine hasta aquí a discutir contigo. Quiero que me acompañes a la tumba de Virgilio.
El color se le escurrió del rostro a Yeyfri. No era fácil ir a ese lugar. Virgilio se lo merecía, claro que sí. Sin su ayuda, ninguno de los dos habría salido del sumidero donde se encontraban.
No fue sencillo convencerlo. Catalina tuvo que recurrir a sus viejas artimañas para conseguir con su jefe el número de su novia. Solo después de hablar con ella, Yeyfri cedió. Y ahora, estaban allí, un día como hoy, en el cementerio de Jacagua.
Sobre la tumba de Virgilio crecía una pequeña flor de cayena, solitaria pero vibrante. Cuando la novia de Yeyfri dejó un ramo de flores, él se derrumbó. Catalina no dudó en abrazarlo y lloraron juntos.
La verdad era que ninguno de los dos podría superar su pérdida. Solo aprendieron a vivir con el vacío. A ella le tomó días convencerse de que debía seguir adelante. A Yeyfri, meses entender que no tenían otra opción más que aceptar la realidad.
Las lágrimas nunca cesan cuando se recuerda a quien se amó con el alma. Nada podía traerlo de vuelta, ni siquiera el cariño que le tenían.
El cuerpo de Yeyfri sollozaba contra el suyo y Catalina lo sostuvo con más fuerza. En ese instante, escuchó a su esposo explicarle a su hija que allí yacían los restos de su abuelo.
Después, fueron a dejar flores en la tumba de Leonardo. Catalina no pudo evitar sentir un resquicio de rencor. Sabía que era absurdo, pero no podía evitarlo. Virgilio dejó que la culpa lo consumiera, pero, al final, les dio a todos la oportunidad de encontrar algo de paz.
Una brisa cálida rozó sus rostros, como una caricia. Los rayos del sol iluminaron el nombre de Virgilio en la lápida.
¿Era necesario que él muriera para que Yeyfri y yo tuviéramos un futuro?
La respuesta era simple. No.
Si Virgilio estuviera vivo, las cosas habrían sido mejor.
Mucho mejor.
FIN
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro