Capítulo 9
Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir; allí van los señoríos derechos a se acabar e consumir; allí los ríos caudales, allí los otros medianos e más chicos, allegados, son iguales los que viven por sus manos e los ricos.
Jorge Manrique, Coplas a la muerte de su padre.
Estaban en la provincia Monseñor Nouel, bautizada en honor a Adolfo Alejandro Nouel y Bobadilla, un destacado arzobispo metropolitano. Fue creada a partir de la división de La Vega en 1982, oficializándose su estatus en enero de 1992. Sin embargo, nuestro destino es uno de sus municipios, Bonao, ubicado al noroeste, a unos 85 kilómetros de la capital. Conocido como la "Villa de las Hortensias", Bonao es una joya entre montañas y ríos.
El territorio formaba parte del cacicazgo de Maguá, gobernado por el nitaíno Bonao cuando llegaron los colonizadores. En 1495, Bartolomé Colón, durante una expedición, ordenó construir una fortaleza en estas tierras para combatir la resistencia taína. La estructura buscaba proteger las minas de oro cercanas, pero cuando estas se agotaron, los habitantes abandonaron la región. Hoy en día, Bonao es uno de los municipios más ricos del país, con una economía basada en el cultivo de arroz, cacao y café, así como en la actividad minera. Además, cuenta con lugares emblemáticos como el Salto de Jima, un balneario de aguas cristalinas enclavado en un denso bosque tropical dentro de la Reserva Científica Las Neblinas. Era justo allí donde Catalina quería ir.
Sin embargo, el motivo de la visita de Virgilio era distinto. Debía entregar unas cartas a su compadre Rafael, y mientras lo esperaban, decidió enseñarles a Catalina y Yeyfri un poco de agricultura.
El grupo estaba en un campo de arroz, donde los tallos verdes se mecían con el viento, reflejando un brillo perlado por las gotas de rocío. El olor a tierra húmeda impregnaba el aire, y el croar lejano de las ranas rompía el silencio de aquel rincón rural.
—¿Qué les parece este lugar? —preguntó Virgilio, soltando una carcajada que resonó entre los árboles.
Catalina frunció el ceño mientras intentaba sacudirse el lodo de los zapatos con evidente frustración. Se remangó los pantalones, ya manchados de barro, y respondió con tono molesto:
—Mire, viejo loco, solo a usted se le ocurre traer a una mujer de ciudad a este pantano.
Virgilio negó con la cabeza, conteniendo la risa.
—Esto no es un pantano, muchacha. Es un sembradío de arroz.
Catalina levantó una ceja, cruzando los brazos con actitud desafiante.
—¿Y cuál es la diferencia? —replicó, incómoda, mientras echaba un vistazo alrededor, buscando con la mirada algo que se asemejara a la vida urbana que tanto extrañaba.
Virgilio suspiró, pero su tono seguía siendo afable.
—La diferencia es que aquí se cultiva el arroz que probablemente tú misma comes todos los días. Esto es lo que mantiene a mucha gente viva, incluyendo a los de la capital.
Entonces, Virgilio dirigió la pregunta a Yeyfri en lenguaje de señas, quien observaba el paisaje con una mezcla de curiosidad y resignación.
—¿Y tú, muchacho? ¿También crees que esto es un pantano?
Yeyfri levantó los hombros y sonrió de medio lado, señalando a Catalina con un gesto sutil.
—Ella vive en un sitio peor que este.
Catalina le lanzó una mirada fulminante solo por la sospecha ya que no sabía entender las señas que hacía con sus manos, pero Yeyfri simplemente volvió la vista hacia los campos. Virgilio, por su parte, soltó otra risa sonora, viendo en ellos el reflejo de su juventud y la ironía de los pequeños choques entre dos almas con mundos tan distintos.
—¿Tienen alguna idea de por qué los traje hasta aquí?
—No —admitió Catalina, cruzando los brazos y mirando alrededor con desconfianza.
El cielo resplandecía con un azul sereno, como un lienzo inmenso que invitaba a soñar. El murmullo distante de los autos en la carretera creaba una armonía sutil con el canto de los grillos que se escondían entre los tallos de arroz. La brisa, fresca y ligera, acariciaba las mejillas de los tres, trayendo consigo un leve aroma a tierra mojada. Virgilio observaba el horizonte, pensativo. Sentía que el tiempo se le escurría como arena entre los dedos, y necesitaba que aquellos dos muchachos entendieran algo crucial antes de que fuera demasiado tarde.
—William George Ward una vez dijo: El pesimista se queja del viento; el optimista espera que cambie; el realista ajusta las velas.
Catalina alzó una ceja, escéptica. Luego soltó una carcajada breve y maliciosa.
—¡Ay, Dios mío! No me venga con sus enseñanzas al estilo señor Miyagi —exclamó, acompañando sus palabras con un gesto exagerado de desdén—. Mejor vámonos de este arrozal. Aquí lo único que hay son bichos y lodo.
Virgilio la miró, paciente pero firme, como quien sabe que la lección debe enseñarse a pesar de la resistencia.
—No seas irrespetuosa y deja que te explique —dijo, ignorando las maldiciones que Catalina murmuraba por lo bajo—. Lo que Ward quiso decir es que no podemos ser tan negativos como para verlo todo mal. Pero tampoco debemos ser tan positivos que distorsionemos la realidad. En cambio, los realistas enfrentan los problemas tal como son, con los pies bien plantados en el suelo.
Catalina rodó los ojos, claramente impaciente.
—¿Y para decirme eso me trajo hasta aquí? —preguntó con un tono que rozaba la queja—. Lo más seguro es que termine mordida por una culebra o un ratón.
Virgilio resopló, sintiendo una mezcla de cansancio y resignación. Miró a Yeyfri, quien permanecía callado, observando el campo con cierta curiosidad, como si intentara descifrar el propósito de aquella charla.
—Quiero compartir algo con ustedes —dijo finalmente, dejando caer las palabras con un peso que no pasó desapercibido.
Catalina entrecerró los ojos, cruzando los brazos con un gesto desafiante.
—¿Y esa muela? —preguntó con sorna—. ¿Ahora resulta que le interesa el campo o que quiere convertirnos en campesinos?
Virgilio negó con la cabeza, apesadumbrado. En los últimos tiempos, la palabra "campesino" había perdido su verdadero valor, siendo reducida a sinónimo de atraso o ignorancia. Pero él sabía mejor. Les habló a ambos en sus respectivos lenguajes.
—Escuchen bien, muchachos. Mi infancia y buena parte de mi juventud las viví feliz en un campo. Nací en San Francisco de Jacagua, un municipio de Santiago, allá por 1939. Recuerdo que, en 1949, cuando tenía apenas diez años, me encantaba recitar las décimas que mi papá entonaba junto con sus empleados. Las historias que contaba, las narraba mientras se tomaba un vaso de leche recién ordeñada, no como esa cosa aguada que venden ahora, y lo acompañaba con un pedazo de batata que mi mamá asaba al fogón.
Hizo una pausa, su mirada perdida en el pasado. Catalina y Yeyfri, aunque en silencio, lo escuchaban con atención.
—En aquellos años, el tiempo no corría con esta prisa desmedida. La gente era más bondadosa, más respetuosa. Uno ni loco se atrevía a vociferar malas palabras, y menos a los mayores. Yo les besaba la mano a todos los que pasaban frente a mi casa y se detenían a saludar.
La voz de Virgilio se tornó más suave, casi melancólica, mientras revivía aquellos días en su mente. El brillo de sus ojos reflejaba el cariño de los recuerdos, pero también el lamento de saber que esos tiempos no volverían.
—Deje su coro, en esos tiempos la gente era bien bruta —replicó Catalina con descaro, mientras se cruzaba de brazos y alzaba la barbilla.
Virgilio enarcó una ceja, su paciencia tambaleándose ante la interrupción constante.
—Ninguna generación es perfecta, Catalina. Cada una enfrentó retos que, aunque no siempre se manejaron de la mejor manera, sirvieron de base para el futuro. Ustedes se burlan de nuestros errores, pero, irónicamente, son los más susceptibles a la crítica.
Catalina frunció el ceño, pero reprimió cualquier réplica inmediata, optando por un tono más razonable.
—No se llene de odio, don Virgilio, solo dije lo obvio.
—Crecer es aprender, sin importar en qué época estés —respondió él con firmeza, pero sin alzar la voz—. ¿Qué opinas tú, Yeyfri?
Yeyfri se encogió de hombros, sus ojos clavados en un punto indefinido del horizonte. Virgilio suspiró, consciente de que la atención de ambos era volátil como el humo. Decidió que era momento de retomar el hilo.
—En los tiempos de mi padre, lo importante era conseguir una parcela donde trabajar y llevar el sustento a su familia —comenzó, mirando a ambos con seriedad.
Catalina, como era de esperarse, no pudo evitar interrumpir.
—Entonces, ¿usted me trajo hasta aquí para que valore la labor del campesino? —preguntó con tono sarcástico, mientras movía una mano en el aire como si desestimara la importancia de lo dicho.
Virgilio apretó los labios, su paciencia al borde del colapso.
—Deja de interrumpirme, muchacha, así puedo explicarles por qué los traje hasta aquí.
Pero Catalina, ignorando el reclamo, se abanicó con la mano y añadió:
—El sol me está achicharrando las nalgas —soltó, en tono quejumbroso.
—¡Catalina, déjame hablar! —exclamó Virgilio, alzando la voz por primera vez, algo que no era común en él.
Catalina fingió sobresalto, llevándose una mano al pecho de forma teatral.
—Usted da muchas vueltas, don Virgilio. Diga lo que tiene que decir y vámonos ya.
—¡Pues haz silencio! —reclamó Virgilio, rechinando los dientes, mientras una vena se marcaba en su sien.
—Ay, pero qué genio —se quejó Catalina, pero esta vez sin ocultar una chispa de burla en sus ojos—. Está bien, ni pío diré.
Virgilio dejó escapar un bufido, con un pensamiento fugaz que lo hizo apretar los labios para no responder: «Eso sería un milagro».
Se giró hacia Yeyfri, buscando un aliado en la atención del joven. Le indicó con las manos que mirara con cuidado, invitándolo a centrarse.
—Cuenta una leyenda que, hace cientos de años, los granos de arroz eran mucho más grandes que los que conocemos hoy en día —comenzó, tomando una espiga entre sus dedos y sosteniéndola frente a ellos—. Por aquel entonces, su cultivo era fundamental para los habitantes, porque al ser tan grandes, mucha gente podía alimentarse hasta quedar satisfecha.
Los ojos de Yeyfri mostraron un ligero destello de interés, y aunque Catalina trataba de mantener su expresión de aburrimiento, su cuerpo traicionó su curiosidad al inclinarse apenas hacia adelante.
—Además, los campesinos tenían otra ventaja. Cuando los granos estaban maduros, había un muchacho noble llamado Ceentiyon que se encargaba de transportarlos y guardarlos en los almacenes. Lo hacía, en parte, para ayudar a una anciana que consideraba su mejor y única amiga.
Virgilio hizo una pausa, mirando a Catalina y luego a Yeyfri, quienes ahora parecían más atentos. El anciano supo que había logrado al menos plantar la semilla de su enseñanza. Ajustó su sombrero de ala ancha mientras observaba a Catalina y Yeyfri con una mezcla de paciencia y cansancio. El calor del arrozal no daba tregua, y las quejas de Catalina comenzaban a calarle en los nervios.
—Bájele algo, don Virgilio —dijo Catalina, dibujando un mohín burlón que se perdió en el sudor de su frente.
Virgilio apretó los labios antes de responder, con voz grave pero calmada:
—Cónchale, Catalina, prometiste no hablar.
Yeyfri, hasta entonces inmerso en su mundo, soltó una risa breve.
—No sé lo que ella dijo, pero usted sabe que ella es medio ñame, don. Suéltela en banda.
Virgilio lo miró, decepcionado.
—Esa actitud tampoco es la correcta, Yeyfri.
Soltó un suspiro y continuó, ahora más firme:
—Si vuelven a interrumpirme, los entierro vivos en esta parcela.
El tono amenazante, aunque claramente ficticio, hizo que ambos se miraran en silencio, sorprendidos. Virgilio aprovechó la tregua para proseguir con su relato, sosteniendo una espiga de arroz entre los dedos.
Hizo una pausa, observando a sus oyentes. Catalina había dejado de tamborilear los dedos sobre su brazo, y Yeyfri fruncía ligeramente el ceño, quizás más atento de lo que quería admitir.
—Un día, los campesinos le pidieron construir graneros más grandes para almacenar toda la cosecha. Ceentiyon, siempre dispuesto a ayudar, aceptó. Pero el esfuerzo de recolectar durante el día y construir graneros por la noche lo enfermó de gravedad.
Virgilio bajó la mirada hacia la espiga en su mano, como si pesara tanto como el recuerdo que narraba.
—Al principio, los campesinos se preocuparon por él, pero cuando temieron perder la cosecha, la ambición los cegó. Lo obligaron a trabajar aun estando enfermo, y cuando no pudo continuar, lo apedrearon hasta matarlo.
Catalina abrió los ojos, sorprendida. Yeyfri, aunque aún callado, mostró un destello de indignación en su rostro.
—¿Y qué hizo la anciana? —preguntó Catalina, su tono más serio de lo habitual.
Virgilio levantó la mirada y la fijó en ella.
—Nada. La que era su mejor amiga no hizo nada por ayudarlo. No quería tener problemas con los demás campesinos.
El silencio se apoderó del lugar, roto solo por el murmullo del viento acariciando los campos de arroz y el lejano rugido de un camión en la carretera. Virgilio dejó caer la espiga al suelo con un gesto lento y ceremonioso.
—Esa es la lección, muchachos —dijo finalmente, su voz grave y cargada de intención—. Quienes deberían protegernos a veces son los primeros en dejarnos solos.
Catalina cruzó los brazos, evitando mirar directamente a Virgilio. Yeyfri, en cambio, asintió con un movimiento apenas perceptible.
—Yeyfri, ¿qué opinas? —preguntó Virgilio, buscando alguna señal de comprensión en el joven.
Yeyfri se encogió de hombros, pero esta vez sin indiferencia, más bien como quien no encuentra las palabras para expresar lo que siente.
—Los campesinos dejaron el cuerpo sin vida de Ceentiyon al lado de un árbol de mango. Entonces, la conciencia de la anciana comenzó a molestarla. A partir de ese momento, nunca tuvo paz; la culpa le carcomía el alma.
El silencio que siguió fue tan profundo que el canto lejano de un gallo pareció un eco perdido en el horizonte. Virgilio observó a Catalina y a Yeyfri, quienes lo miraban con expresiones mezcladas de incredulidad y desconcierto, como si hubiera dicho algo totalmente fuera de lugar.
—¿No creen ustedes que la anciana debió ayudar a su amigo? —preguntó, buscando una respuesta que no llegó. Suspiró profundamente, alzando la mirada al cielo, buscando fortaleza antes de continuar—. La anciana arruinó la amistad que tenía por temor a los campesinos. ¿Qué hubieran hecho ustedes?
Catalina rompió el silencio con un comentario cargado de sarcasmo.
—¿Ok, ahora quiere que analicemos el cuento del arroz gigante? —dijo, soltando una risa a desgana.
Virgilio frunció el ceño, y Catalina, notando la seriedad de su mirada, levantó las manos en señal de rendición.
—Mejor me muerdo la lengua.
Virgilio negó con la cabeza, decepcionado.
—Estos jóvenes de ahora no saben nada de escucha activa —murmuró para sí mismo antes de dirigir su atención a Yeyfri—. ¿Tú deseas aportar un comentario, muchacho?
La expresión de Yeyfri era un enigma. Sus ojos parecían reflejar una mezcla de confusión y algo más profundo, quizás empatía. Virgilio lo miró con atención, y por un momento, sintió un leve temblor en las manos.
—Miren, mis hijos, lo que quiero decirles es algo muy personal —dijo finalmente, su voz temblando como sus manos. Un dolor inesperado se apoderó de su cuerpo, obligándolo a tomar una pausa mientras un gemido escapaba de su garganta.
Catalina lo miró con un destello de preocupación, algo raro en ella. Yeyfri, aunque sin palabras, inclinó ligeramente la cabeza, atento.
Virgilio respiró hondo, dejando que las lágrimas que nublaban sus ojos rodaran sin resistencia.
—Hace muchos años... —empezó, su voz quebrada—. Yo me comporté igual que la anciana del cuento.
El peso de sus palabras cayó como un martillo sobre el silencio del lugar. Ambos jóvenes lo miraban fijamente ahora, sus ojos buscando respuestas en el rostro abatido de Virgilio.
—Cuando tenía catorce años —continuó, mientras su corazón golpeaba con fuerza dentro de su pecho—, maté a mi mejor amigo.
Diccionario dominicano:
Bajarle algo: se dice cuando una persona está exagerando y poniéndole de más a algo que está diciendo.
Cónchale: es como decir ¡Joder! En España. Es una palabra que se usa para expresar enojo.
Ñame: es un vegetal, pero también puede ser una persona bruta.
Soltar a alguien en banda: es una expresión que se dice cuando ya no quieres saber nada de una persona y quieres alejarte de ella.
Ya tú sabe: frase recurrente para confirmar algo.
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