Capítulo 8
La mañana avanzaba con un sol que parecía exprimir hasta la última gota de luz sobre el residencial. En la sala de Virgilio, el ambiente era tranquilo, a pesar de la usual incomodidad que Catalina y Yeyfri parecían traer consigo cada vez que coincidían. Virgilio, sentado en su vieja butaca, observaba con paciencia a Yeyfri mientras este trataba de formar palabras en lenguaje de señas. Sus movimientos eran torpes, pero había una dedicación honesta en cada intento.
—No te apures tanto, muchacho, que el que corre se cansa primero —dijo Virgilio con tono calmado, haciendo un gesto para corregir la posición de las manos de Yeyfri.
De repente, la puerta se abrió de golpe, y Catalina apareció con su andar decidido, luciendo un vestido ceñido que parecía desafiar las leyes de la modestia. Su presencia llenó la sala como un trueno inesperado.
—Buenas tardes, don Virgilio —dijo con una sonrisa que no llegó a sus ojos, ignorando por completo a Yeyfri, que se tensó al verla. Catalina tomó asiento en una esquina, cruzando las piernas con una actitud que destilaba desdén.
Virgilio, que ya estaba acostumbrado a la animosidad entre los dos, se limitó a suspirar mientras ajustaba su vieja boina.
—Catalina, ¿y tú no saludas a Yeyfri? —preguntó con la esperanza de suavizar el ambiente.
—¿Y para qué? Si uno lo que recibe es mala cara —respondió Catalina, lanzándole una mirada fugaz a Yeyfri, que apretó los labios como si masticara una piedra.
Virgilio negó con la cabeza, pensando en lo mucho que le costaba entender por qué esos dos siempre andaban como perro y gato. Aprovechó un momento en que Catalina se levantó para curiosear en una repisa y llamó a Yeyfri con señas, invitándolo a sentarse más cerca.
—Mira, muchacho, no sé qué lío tienen ustedes, pero a mí me gusta la tranquilidad. ¿Tú no crees que ya es hora de bajarle algo? —preguntó Virgilio, inclinándose hacia él.
Yeyfri se limitó a encogerse de hombros, señalando con el dedo a Catalina, que ahora revisaba una figurita de porcelana como si evaluara su valor. Virgilio lo observó con una mezcla de tristeza y paciencia.
—No todo lo que parece malo lo es, Yeyfri. Dale un chance, muchacho. Uno nunca sabe con la gente.
Mientras tanto, Catalina regresó a su asiento, pero no por mucho tiempo. Su mirada vagó por la sala hasta que vio algo en la mecedora, que atrapó su atención. Con movimientos rápidos y discretos, lo tomó y lo deslizó dentro de su cartera. Yeyfri, que había estado vigilándola como un halcón, no perdió detalle de la acción. Frunció el ceño, su desconfianza hacia Catalina ahora cimentada por lo que acababa de presenciar.
Catalina se levantó de golpe, arreglándose el cabello con aire despreocupado.
—Bueno, don Virgilio, tengo que irme. Usted sabe, el deber llama —dijo sin dar mayores explicaciones.
Virgilio alzó la mirada, desconcertado.
—¿Y no te quedas ni a tomar una taza de café? —preguntó, pero Catalina ya estaba en la puerta.
—Otro día, don. Gracias —respondió, cerrando la puerta tras de sí antes de que Virgilio pudiera decir algo más.
Yeyfri no lo pensó dos veces. Señaló la puerta, indicando a Virgilio que saldría. Virgilio, confundido, asintió, pensando que el joven solo quería tomar aire.
Virgilio, un hombre acostumbrado a leer los gestos de las personas como si fueran palabras, percibió algo más profundo en el aire: una tensión soterrada entre los dos que no lograba descifrar.
—Nunca terminaré de comprender —murmuró para sí mismo, tamborileando los dedos sobre el brazo de la butaca. Miró hacia la puerta cerrada y se quedó en silencio unos instantes. El ruido lejano de los niños jugando en el parque le recordaba que el mundo seguía girando, aunque su casa estuviera envuelta en aquel extraño conflicto.
Virgilio se levantó lentamente, sintiendo el peso de los años en las rodillas, y se asomó al umbral de la puerta. El olor a café recién colado se mezclaba con sus pensamientos. Todo parecía normal, pero Virgilio sabía que lo que veía a simple vista no siempre reflejaba lo que se cocinaba en las almas de la gente.
—Esos dos no pueden estar bien juntos —se dijo, pensando en la forma en que Catalina había salido casi corriendo y en la expresión de Yeyfri cuando señaló la puerta. Virgilio, por su parte, no era hombre de entrometerse, pero tampoco podía ignorar que algo raro estaba pasando.
Mientras tanto, Yeyfri seguía a Catalina a una distancia prudente. Tuvo que gastar el poco dinero que tenía a un moto concho para que la siguiera hasta llegar a la Duarte. Su desconfianza hacia ella había crecido con los meses, y lo que acababa de presenciar no hacía más que confirmarle sus sospechas. Catalina caminaba con la cabeza en alto, ignorando el bullicio que la rodeaba. Pasó frente a un colmado, donde un grupo de viejos jugaba dominó con carcajadas y golpes de fichas sobre la mesa. Una señora regaba sus matas, mientras otra, desde un balcón, discutía con alguien por teléfono a gritos que retumbaban en la cuadra.
Catalina giró en un callejón angosto, sus pasos resonando sobre las piedras irregulares. Yeyfri se detuvo un momento antes de seguirla, asegurándose de no ser visto. Al final del callejón, ella se detuvo frente a una casa vieja, con pintura descascarada y un jardín descuidado lleno de maceteros rotos. Catalina miró a ambos lados, como si temiera ser seguida, y entró rápidamente.
Yeyfri, decidido a descubrir qué tramaba, buscó la manera de observarla sin ser notado. A unos metros, un árbol de mango se alzaba imponente. Subió con agilidad, acomodándose entre las ramas más altas, desde donde tenía una vista perfecta del interior de la casa a través de una ventana abierta. Allí vio a Catalina sacar de su cartera la bufanda que había tomado de la casa de Virgilio y entregársela a una anciana que, comenzó a trabajar en ella. Catalina sonrió y pagó a la mujer cuando terminó.
Antes de que Yeyfri pudiera descender del árbol y digerir lo que había visto, un grupo de vecinos lo descubrió.
—¡Ladrón! —gritó uno, señalándolo con un palo.
En cuestión de segundos, una pequeña turba se reunió alrededor del árbol, amenazando con hacerlo bajar.
Antes de que Yeyfri pudiera reaccionar, alguien comenzó a tirar piedras al árbol, y él perdió el equilibrio, cayendo de golpe al suelo. Intentó levantarse, pero lo rodearon en cuestión de segundos. Uno de los hombres lo sujetó del brazo, mientras otro le dio un empujón que lo hizo caer nuevamente.
—¡Te llegó tu diciembre, maldito ladrón! —gritó otro, apuntándolo con un palo.
A pesar de los golpes que le propinaron, Yeyfri apenas emitió un sonido. Se llevó las manos a la cabeza para protegerse, esperando que el castigo pasara rápido.
Mientras lo escoltaban hacia el destacamento más cercano, Yeyfri con sus pasos tambaleantes y magulladuras visibles, solo podía pensar en cómo había llegado a esa situación por seguir a Catalina. En su mente, comenzaba a formarse una rabia silenciosa que prometía cambiar el rumbo de su relación con ella para siempre.
La celda era oscura y sofocante. El aire pesado olía a humedad y mierda. Yeyfri, sentado en un rincón, tenía el rostro magullado y los brazos cruzados sobre las rodillas. Los policías, indiferentes a su discapacidad, lo habían tratado con brutalidad, lanzando golpes y burlas sin consideración.
—¿Y tú no hablas, ¿eh? ¿Eres mudo o estás jugando vivo? —gruñó uno de los agentes, un hombre corpulento con ojos que destilaban cansancio y crueldad a partes iguales.
Yeyfri se llevó las manos al pecho, moviéndolas con desesperación para tratar de explicar su situación, pero los policías solo respondieron con risas burlonas.
—Este loco no tiene cédula, y quién sabe si anda robando por ahí. ¡Aquí nadie sale hasta que no aparezca alguien que responda por él! —vociferó otro, dando un manotazo en el escritorio.
Uno de los policías se condolió ligeramente y le dio un lápiz y un pedazo de papel, Yeyfri escribió torpemente un número. Uno de los policías lo leyó con cara de fastidio, bufando antes de girarse hacia sus compañeros.
—¿Y quién será este? ¿El presidente? Está bien, vamos a llamar, pero si no contesta, te vas a quedar aquí hasta que te pongas a cantar.
El policía marcó el número con parsimonia. Al otro lado de la línea, la voz calmada pero firme de Virgilio respondió de inmediato. En cuestión de minutos, el viejo llegó al destacamento acompañado de un hombre de traje oscuro, que inmediatamente se presentó como abogado.
El cambio en la actitud de los policías fue inmediato. Como si alguien hubiese encendido un interruptor, dejaron la hostilidad y adoptaron una postura sumisa.
—Esto fue un malentendido, ya mismo arreglamos todo —dijo el oficial al mando, con una sonrisa forzada.
Yeyfri, aún detrás de las rejas, observaba todo con los labios apretados y los ojos cargados de resentimiento. La diferencia en el trato era como un golpe adicional, pero esta vez no era físico, sino emocional. Cuando abrieron la celda, salió con la espalda rígida y las manos cerradas en puños.
En la calle, el silencio entre ambos era tenso. Virgilio lo llevó hasta un parque cercano, un lugar tranquilo con bancos de madera y árboles frondosos que proyectaban sombras alargadas en el suelo.
—Siéntate, muchacho —le dijo Virgilio, señalando un banco.
Yeyfri obedeció con torpeza, evitando el contacto visual. Sus manos temblaban de rabia, y cuando finalmente levantó la mirada, su rostro estaba surcado por lágrimas que no podía contener más.
Virgilio suspiró, sentándose a su lado. Su expresión era serena, pero sus ojos reflejaban una profunda tristeza al ver al joven tan devastado.
—Te entiendo, Yeyfri —comenzó con voz pausada—. Es duro, ¿verdad? Saber que la gente te mide según lo que aparentas o lo que tienes. Es como un tablero de ajedrez donde solo valoran al rey y a la reina. Los peones, tienen que abrirse camino con esfuerzo.
Yeyfri negó con la cabeza, señalándose el pecho y moviendo las manos frenéticamente para expresar lo que sentía: injusticia, humillación, impotencia. Virgilio asintió, comprendiéndolo sin necesidad de palabras.
—Tienes razón en sentirte así, muchacho. El sistema está jodido, y las personas muchas veces lo están más. Pero déjame decirte algo: si dejas que el rencor te consuma, terminas perdiendo la partida antes de jugarla.
Yeyfri soltó un sollozo profundo, enterrando la cabeza entre las manos. Virgilio le dio un par de palmadas en la espalda, esperando pacientemente a que el joven se calmara.
—Mira, Yeyfri, yo también conocí a una persona que pasó por cosas parecidas a las tuyas. Muchas veces le trataron como si no valiera nada, y aprendí a la mala que el mundo no siempre es justo. Pero si dejas que eso te defina, les estás dando el poder que no merecen.
El muchacho levantó la mirada, su rostro aún húmedo por las lágrimas. Virgilio le sonrió con tristeza, pero también con determinación.
—Eres más fuerte de lo que crees, y aunque el mundo te trate como a un peón, recuerda que hasta el peón puede convertirse en rey si llega al otro lado del tablero.
Después de unos minutos en silencio, Virgilio lo llevó de regreso al auto. Yeyfri estaba más calmado, aunque la rabia aún ardía en sus ojos. Cuando subió al asiento del copiloto, algo en la guantera llamó su atención: la bufanda que Catalina había tomado.
La sacó lentamente, mirando a Virgilio con el ceño fruncido y una mezcla de incredulidad y reproche. Virgilio, adivinando lo que estaba pensando, soltó una leve carcajada.
—Ah, eso... Catalina se llevó la bufanda para remendarla a escondida y me sorprendió con ese hermoso gesto, ¿ves? —dijo, señalando las costuras recién hechas.
Yeyfri observó la bufanda en silencio, pasando los dedos sobre los hilos que habían sido reparados con cuidado. Virgilio continuó:
—Catalina no es perfecta, como ninguno de nosotros, pero tuvo este detalle bonito. A veces hay que mirar más allá de lo que parece.
El joven asintió lentamente, sintiendo que las palabras de Virgilio comenzaban a calar en su corazón.
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