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Capítulo 7

VIRGILIO

El sol de la tarde se colaba altivo por las cortinas de encaje amarillento, aquellas que Virgilio mantenía impecablemente limpias, aunque llevaban años tiñéndose del color del tiempo. La mesa redonda donde colocó el ajedrez era de madera vieja pero robusta, con grietas. Un tablero de ajedrez descansaba en el centro, sus piezas de plástico descoloridas pero completas, un regalo que Virgilio atesoraba desde hacía décadas. Cerca, una fotografía en blanco y negro enmarcada mostraba a Virgilio en su juventud, de pie junto a un auto antiguo, con un traje que parecía sacado de una revista antigua. Catalina, sentada frente a él, tamborileaba los dedos sobre el borde de la mesa mientras lo observaba las piezas del tablero con la misma mezcla de curiosidad y escepticismo que usaba para leer a la gente.

—Viejo, ¿de verdad crees que este jueguito enseña algo de la vida? —preguntó, tamborileando los dedos sobre la mesa.

Virgilio, con una media sonrisa, levantó una torre negra y la sostuvo en el aire, como si fuera un tesoro.

—Ah, pero míralo —soltó Catalina con una risita irónica—. Esto seguro es cosa de gente con cuarto. ¿Quién tiene tiempo pa' estar moviendo muñequitos?

—El ajedrez es como la vida, Catalina. Cada pieza tiene su valor, su propósito. Pero lo importante no es cuánto valen, sino cómo las usas.

Ella arqueó una ceja y soltó una risita sarcástica.

—¿Y eso qué tiene que ver con los líos que uno pasa en la calle? La vida no te deja tiempo para pensar en movidas.

Virgilio colocó la torre con cuidado y movió un peón hacia adelante.

—Déjame contarte algo, y luego me dices si tengo razón.

Virgilio soltó un bufido leve, acomodándose en su silla, una de esas que habían sobrevivido más remiendos que veranos. Alzó dos piezas del tablero y las sostuvo en alto: el rey y la reina, cada una gastada, pero con su forma intacta.

—Primero, el rey y la reina... —murmuró Virgilio, colocando las piezas centrales. Su voz era calmada. Catalina siguió el movimiento de sus manos, pero su mente pronto vagó.

—¿Y si te tumban al rey? ¿Ya ahí se jodió to? —preguntó Catalina, frunciendo el ceño, como si buscara una trampa escondida en aquel juego tan serio para su gusto.

Virgilio levantó la mirada, sus ojos chispeaban con una mezcla de paciencia y nostalgia.

—El rey no muere, muchacha. Cuando lo acorralan, simplemente no hay más jugadas.

Catalina dejó escapar una risita que cargaba un dejo de incredulidad, pero no apartó la vista del tablero.

—Te voy a decir algo —comenzó Virgilio, su voz más baja, como quien comparte un secreto—. Hace años, cuando tenía unos veintidós años, cometí dos grandes disparates. Primero, conocí a una mujer hermosa, de esas que parecen esculpidas por Dios con todo el tiempo del mundo. Y bueno, uno de muchacho cree que el amor es como una película, todo glamour y sueños bonitos. Me metí en un lío para comprar un Ford Fairlane negro del 57, reluciente como la noche sin estrellas.

Catalina levantó una ceja, entre divertida e intrigada.

—¿Y eso era pa' enamorarla? Tú sí que eras iluso, viejo.

Virgilio sonrió, pero su sonrisa cargaba el peso de una lección aprendida tarde.

—No solo eso. Cada quincena gastaba todo lo que tenía en vestidos y perfumes caros para ella. Una vez, para su cumpleaños, le compré un vestido azul, el más bonito que encontré.

Catalina apoyó el codo en la mesa, con el mentón en la mano, ahora más interesada.

—¿Y qué hizo?

Virgilio hizo una pausa, dejando que la anticipación colmara el silencio.

—Lo devolvió. Me dijo que no era de marca. No le importó cuánto me costó o lo que significaba para mí. Solo quería la etiqueta.

Catalina soltó un suspiro y negó con la cabeza.

—Esa mujer era una abusadora, viejo. ¿Y tú qué hiciste?

Virgilio movió una pieza más en el tablero y la observó en silencio antes de responder.

—Ese día, me fui en mi auto y llovió a cantaros, el auto se apagó en medio de una carretera desierta y sin asfalto. Me quedé atrapado hasta el amanecer con el dichoso vestido a mi lado. Fue entonces cuando entendí que lo único que había ganado fue la acumulación de varios pagares y moras de mi deuda.

Catalina soltó una risita breve, pero no burlona.

—Ella no estaba obligada a corresponderle por los regalos que le hizo, aquí el pendejo siempre fue usted.

—Puede ser. Pero cuando vives para impresionar, te quedas solo. Ella terminó así, en una casa que parece una vitrina, llena de cosas, pero vacía de gente.

Catalina se recostó en la silla, mordiéndose el labio. Recordó las noches en las que gastaba todo su dinero en ropa para parecer alguien que no era.

—Tal vez tienes un punto, viejo.

Catalina señaló una mecedora junto a ella, donde descansaba una bufanda destejida.

—¿Y qué me dices de esa mecedora?

Virgilio asintió, mirando el asiento con una expresión sombría.

—¿Te gusta? —inquirió Virgilio

—Si—afirmó Catalina.

El respaldo de la mecedora era alto, ligeramente curvado, tenía delicadas tallas que asemejaban hojas enredadas, como si la naturaleza misma hubiera reclamado un espacio en su diseño. Los apoyabrazos, lisos y redondeados, se arqueaban hacia abajo. El asiento, era amplio y aún conservaba un cojín bordado con hilos dorados desvaídos.

El viejo suspiró y su mirada se perdió más allá del balcón, hacia el horizonte donde el sol comenzaba a despedirse.

—Era de mi esposa que falleció hace años. Éramos como dos ríos que corren juntos, pero cuando ella se fue, el cauce quedó seco. Mis hijos... bueno, ellos tienen su vida. La soledad enseña cosas, Catalina. Me enseñó que uno tiene que aprender a ser su propia compañía, porque a veces, incluso en medio de la gente, estás solo.

Catalina tragó saliva, pensando en su propia soledad, una que no admitía en voz alta. Ella frunció los labios, mirando el tablero, pensativa, movió una pieza al azar, confundida. Decidió desviar la conversación, moviendo la reina hacia el centro del tablero.

Virgilio rompió el silencio con una sonrisa más ligera.

—No todas las lecciones son tristes, muchacha. Déjame contarte sobre Don Anacleto Martínez Acosta, un zapatero de San Pedro.

Catalina alzó una ceja. El siguiente movimiento que hizo fue torpe, y Virgilio aprovechó para ajustar las piezas.

—¿Un zapatero? ¿Qué tiene eso de interesante?

Virgilio movió su reina con cuidado.

—Don Anacleto era pobre, pero su trabajo era el mejor. Nunca le faltaba gente que lo buscara. Una vez le pregunté por qué no cobraba más, si podía hacerse rico. ¿Sabes qué me dijo?

Catalina negó con la cabeza, intrigada.

—Que la riqueza no está en lo que ganas, sino en lo que haces con lo que tienes. Mientras otros soñaban con banquetes, él comía su arroz con huevo como si fuera un manjar.

Catalina soltó una carcajada.

—Ese Anacleto sí que era raro o tenía una nota bien alta.

Virgilio rió con ella.

—No seas irrespetuosa. Anacleto murió rodeado de su familia y amigos, mientras muchos ricos que conocí murieron solos, con más propiedades que personas a su alrededor.

—Virgilio, nadie es feliz comiendo arroz con huevos, eso es lo que la gente conformista dice para que la desesperanza no los mate, no romantice la pobreza que nunca ha vivido.

Virgilio levantó el rey negro, mirándolo con detenimiento.

—Catalina, he tenido dinero, mucho dinero. Pero si no sabes qué hacer con él, las riquezas se vuelven una carga.

Catalina alzó la mirada, sorprendida.

—¿Una carga? Déjeme informarle que puedo soportar sobre mis hombros poderosas toneladas de dinero.

Virgilio rió entre dientes.

—Tuve negocios, propiedades, todo. Pero me olvidé de lo más importante: enseñarles a mis hijos lo que de verdad importa. Ahora solo me ven como un viejo loco que da problemas.

Catalina entrecerró los ojos, pensativa.

—¿Y qué es lo más importante, según tú?

Virgilio dejó el rey en su lugar y la miró con seriedad.

—Lo único que podemos dejar es lo que somos, no lo que tenemos.

Virgilio sonrió.

—Recuerdo una vez que ayudé a un amigo que había perdido su casa en un incendio. Le ofrecí alojamiento hasta que se recuperara. Pasaron meses y empezó a comportarse como si la casa fuera suya lo que molestó mucho a mi esposa que cada noche me reprochaba que mi amigo en vez de tomarme la mano se tragó mi brazo.

Catalina frunció el ceño, como si aquella idea le resultara extraña.

—A usted le vieron la cara de pendejo —dijo Catalina.

—Eso mismo me decía mi esposa —respondió Virgilio—. Con honestidad, mi amigo abusó de mi confianza y hospitalidad, pero nunca dejé de ser quién era por lo que me hicieran los demás.

Catalina guardó silencio, pensando en todas las veces que había endurecido su corazón para protegerse. Finalmente, Virgilio movió una pieza que dejó a su reina en jaque.

—Creo que no sirvo para esto —admitió, dejando caer la pieza con un suspiro.

Virgilio tomó su mano con delicadeza. Ella lo miró, con una mezcla de incredulidad y ternura, antes de devolver su atención al tablero.

—No es cuántas veces pierdas, Catalina. Es lo que aprendes en el camino.

Virgilio, con la paciencia de un maestro, le mostró cómo mover la reina para dar jaque mate. Catalina lo intentó varias veces antes de lograrlo, su rostro iluminándose como si acabara de rayar un billete premiado.

—¡Le gané, viejo! —exclamó, alzando las manos con una risa contagiosa.

Virgilio asintió, complacido. Catalina miró a Virgilio y supo que, aunque sus caminos eran diferentes, había aprendido algo valioso de aquel hombre.

—Gracias, viejo loco —murmuró finalmente, con una sonrisa sincera.

Virgilio sonrió de vuelta, mientras recogía las piezas del ajedrez con cuidado, como si fueran los fragmentos de su vida.




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